Ya dicen los agoreros que a los treinta años es más fácil que te caiga una bomba encima que un hombre.
Yo tengo treinta años y estoy tan cansada que me cuesta trabajo empujar la pesada puerta de entrada de mi edificio. La cocacola que me he tomado en el bar de Cristina ha servido para ayudarme a superar el último tramo de la carrera, pero ahora caigo en la cuenta de que ya llevo encima del cuerpo catorce horas de actividad constante, y siento el agotamiento incrustado en cada uno de mis huesos.
No me atrevo a reconocer que probablemente mi hermana pequeña tenga razón y que no me sirva de nada trabajar tanto.
Las fábricas de la revolución industrial trabajaban con jornadas de hasta doce horas. Desde entonces la reducción de jornada ha sido uno de los principales objetivos de los sindicatos. Diversos estudios de psicología industrial publicados por la Universidad de Yale han demostrado que una jornada de trabajo superior a las ocho horas diarias incide negativamente en la salud física y psíquica.
Pero a pesar de los avances sociales y los cambios notables respecto a las condiciones laborales, yo llego a trabajar entre doce y catorce horas diarias, tanto como los más explotados obreros del siglo diecinueve.
Por pura inercia me detengo en el buzón y miro a ver si me espera una sorpresa. En mi buzón sólo pone mi apellido, Gaena, no mi nombre completo, Rosa Gaena. Es peligroso hacer saber que vives sola. Lo abro. Sé lo que voy a encontrar: cartas del banco y folletos publicitarios.
En el ascensor echo un vistazo al último extracto bancario que he recibido. Debería invertir todo este dinero en algo. Resulta absurdo mantenerlo congelado en una cuenta. Tengo que recordar que mañana debo consultarlo con mi asesor, a ver qué tipo de inversión me aconseja.
Empujo decidida la puerta de mi apartamento conceptual, estrictamente monocromático. Todos los objetos de adorno han sido eliminados. Resulta moderno. Sofá negro por elementos diseño Philip Stark. Mesa de metacrilato transparente. Televisor, vídeo y equipo de alta fidelidad negros. Incluso los cedés (música clásica, en su mayoría) están almacenados en un mueble negro diseñado específicamente para albergarlos. Estanterías negras, ceniceros negros, lámpara negra. Alfombra irreprochablemente aspirada, y negra. Hasta el ordenador portátil es de color negro.
Y al fondo, en la pared, una enorme ampliación en blanco y negro de una foto de Diane Arbus, que me costó un ojo de la cara. Es el único toque personal que me he permitido en este entorno minimalista.
Cuando llego a mi apartamento lo primero que hago es quitarme el traje de chaqueta gris y colgarlo cuidadosamente en el armarlo.
El informe Dressfor Success, de John T. Molloy, publicado en 1977, recomienda a las ejecutivas el uso de un traje sastre en la oficina: «Las mujeres que llevan ropa discreta tienen un 150% más de probabilidades de sentirse tratadas como ejecutivas y un 30% menos de probabilidades de que los hombres cuestionen su autoridad.
»Una indumentaria que proyecte una imagen de sexualidad menoscaba el éxito profesional de quien la vista. Vestirse para el éxito profesional y vestirse para resaltar el atractivo sexual son dos cosas que casi puede decirse que se excluyen mutuamente.»
Me gustan los trajes sastre, también, porque resultan prácticos. Me basta con cambiar a diario de camisa y accesorios y puedo usar el mismo traje tres días seguidos. Eso sí, mis trajes son de la mejor calidad: Loewe, Armani y Angel Schelesser. Tengo tres: gris, azul marino y negro.
Colores sobrios para una imagen sobria. En la oficina siempre llevo camisas de seda abotonadas hasta el cuello, cuyo color combina con los elegantes conjuntos de gargantilla y pendientes que me gusta llevar. Si se trata de la camisa ocre, el conjunto de ámbar de Agatha. Si es blanca, el de plata de Chus Burés, y si es la verde botella, el de malaquita y oro de Berao.
Dispongo de tres pares de zapatos para combinar (gris, azul marino y negro), de exactamente el mismo modelo Robert Clergerie: corte salón y discretos tacones de tres centímetros. De esta manera, por las mañanas no tengo que emplear mucho tiempo en pensar qué me pongo.
Y el tiempo es oro. El armario en el que almaceno mi ropa de trabajo exhibe un orden meticuloso. Los zapatos, alineados por parejas. Los trajes, cada uno en su percha correspondiente, en el lado izquierdo. Las camisas, bien planchadas, en el derecho. De plancharlos se ocupa la asistenta, por supuesto, porque yo no puedo desperdiciar mi tiempo planchando.
Las medias en un cajón, la ropa interior (sujetadores y bragas blancos de La Perla, elegantes a la par que discretos) en el siguiente, y, en el último, los pañuelos.
Todo impecable. En el armario contiguo, el destinado al resto de mi ropa, reina el caos. De las perchas cuelgan pantalones vaqueros, camisas estampadas, trajes de noche y vestidos de verano mezclados en un batiburrillo de formas y colores. En uno de los cajones se acumulan un remolino de jerséis de lana. En el siguiente, la ropa interior negra, las bragas, los bodies, los ligueros y las medias. Y en el último, una masa informe de diferentes prendas. Gorros impermeables y sombreros de fiesta, camisas hippies y camisetas psicodélicas, cinturones dorados y bufandas a rayas.
Vestigios y recuerdos de todas las épocas de mi existencia que conforman una masa en la que un arqueólogo podría explorar, para verificar a través de los sedimentos a qué era correspondía cada uno de los hallazgos encontrados.
Supongo que este armario dividido en dos podría interpretarse como una metáfora de mi personalidad.
En la oficina no debo olvidar que, amén del modo en que visto, debo controlar cómo me comporto. He de recordar que en las reuniones no debo ahuecarme el cabello, ajustarme los tirantes del sujetador, manosearme los collares o los pendientes, estirarme los panties ni quitarme de la blusa una mota imaginaria.
«Debe usted controlar la postura de las piernas. Un hombre puede sentarse de cualquier manera que se le ocurra: piernas separadas o con un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna o con las piernas cruzadas. Las mujeres deben tener más cuidado en el ambiente profesional, para evitar que la visibilidad de las piernas distraiga a otros.
»Si se cruzan las rodillas, pantorrillas y tobillos deben juntarse en línea recta, no separarse en forma de uve puesta al revés. Esta postura se acompaña con demasiada frecuencia de agitación nerviosa o balanceo de la pierna colocada sobre la otra. En estas condiciones se anula el aspecto de seguridad que es obligatorio ofrecer a los colegas masculinos y se sustituye por una apariencia infantiloide o algo coqueta.»
Imperdonable si se desea aparentar eficacia y ser tomada en serio.
Cómo me gusta llegar a casa y vestir como me da la gana y sentarme como me da la gana.
Y balancear las piernas si me da la gana. Me deshago el moño, me pongo un pantalón de pijama y una vieja camiseta gris y me acerco a la cocina a ver si encuentro algo de comer. La nevera está llena de productos light: colas de dieta, yogures desnatados, quesitos bajos en calorías y botes de Nestea sin azúcar. Nada perecedero o caducable, dado que casi nunca como en casa.