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El mundo se derrumbó de repente, como un edificio dinamitado.

El timbre del teléfono irrumpe en mis recuerdos y me hace volver al salón negro.

Hay noches en que el teléfono llega a sonar hasta seis veces, desde las nueve, que es la hora a que suelo llegar a casa, hasta las doce y media aproximadamente, hora de la última llamada. No sé si se trata de alguien muy considerado, que decide dejarme dormir, o si el que llama también debe ir a trabajar a la mañana siguiente.

Por supuesto, yo echaba de menos a mi padre. Pero no mucho. Al fin y al cabo, por encantador que fuera tampoco se hacía notar tanto. Casi nunca estaba en casa, y, cuando estaba, todas las atenciones eran para Cristina.

Pero había algo más. Una razón más para echarle de menos. En mi clase todas las niñas tenían papá y mamá. Todas y cada una. No había hijas de viuda ni de madre soltera. Era espantoso sentirse tan distinta.

Cuando iba a las casas de mis amigas siempre me encontraba con una situación parecida. Padres distantes, inabordables, trajeados, que muy de cuando en cuando hacían acto de presencia en el cuarto de las niñas para ofrecer ayuda con los deberes o para imponer disciplina. Madres que olían a Legrain, cariñosas y algo llenitas, puerilizadas a fuerza de pasarse el día encerradas en casa cuidando a los niños.

Aquellas madres siempre me parecieron algo tontas. Nada que ver con la mía, aquella walkiria de ojos de acero, helada y fría como un iceberg, que leía a Flaubert y escuchaba a Mozart.

Esa mujer a la que tanto me parezco. Me moría de vergüenza cada vez que me preguntaban por mi padre. No me gustaba ser diferente, más diferente todavía de lo que me había sentido siempre.

Siempre me había sentido distinta por muchas razones: porque me gustaban los libros y no me gustaban las muñecas, porque me gustaba Purcell y no me gustaba Fórmula V, porque prefería quedarme en casa leyendo que ir a jugar al club de tenis. Pero estos detalles nadie los apreciaba a primera vista. Yo los conocía, y punto.

Sin embargo, ahora se añadía una nueva circunstancia a la hora de distanciarme del resto de las niñas. Y ésta, al contrario de las otras, era visible.

En mi casa no había padre, y en las de las demás, si. Odiaba a mi padre por habernos hecho aquello, donde quiera que estuviese.

Teníamos que agradecer a Dios, al menos, que nunca hubiésemos dependido económicamente de él. Mi madre tenía la farmacia, de forma que la tragedia no alcanzaba proporciones catastróficas. En cualquier caso, resultaba difícil pagar todos los gastos ahora que faltaba un sueldo en casa, así que mi tía, la hermana de mi madre, que había enviudado un año antes o así, se trasladó a vivir a la casa, y con ella vino su hijo, Gonzalo.

Tía Carmen era amable y distraída. A mí me caía bien, aunque no sentía nada especial por ella. En realidad, la encontraba algo tonta y superficial.

Gonzalo era verdaderamente guapo. Nadie podría haber negado un hecho tan evidente. Alto, muy alto, el único chico que conocía que era mucho más alto que yo. De nariz recta y mirada penetrante. Sus ojos parecían dos lagos grises separados por un promontorio, su nariz, y daban la impresión de que, en su fondo, el agua debía de estar insoportablemente fría.

Me enamoré inmediatamente de él. Él tenía quince años. Yo, diez. No era la única. Gonzalo devastaba corazones a su paso. Prácticamente desde que llegó a la casa el aire se llenó de constantes campanilleos. El teléfono sonaba sin cesar. Parecía como si todas las chicas de Madrid se hubieran puesto de acuerdo para llamar a la vez a Gonzalo.

Él nunca cogía el teléfono. Era un axioma. Las féminas de la casa éramos las encargadas de indagar la identidad de la llamadora y comunicársela a Gonzalo. Es Laura. Dile que no estoy. Es Margarita. Joder, qué pesada. Bueno, me pongo. A veces Gonzalo comunicaba órdenes estrictas. Si llama una tal Anabel, no estoy. ¿Habéis entendido? No estoy.

Suena el teléfono. Y no es para Gonzalo. No me siento tentada de contestar. Bajo la tecla del volumen al mínimo y dejo que se haga cargo el contestador. Sé que no puede ser otro que el llamador anónimo.

Nadie más me llama últimamente. Gonzalo se pasaba las tardes encerrado en su cuarto, que antaño había sido el cuarto de la plancha, escuchando música. Pero la música que Gonzalo oía no tenía nada que ver con la que yo había conocido hasta entonces.

La música que yo había conocido y amado era dulce y tranquila, metódica, pausada, con un orden interior y una razón de ser. Las notas se dividían en redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas. Una redonda equivalía a dos tiempos de blanca, una blanca a dos tiempos de negra y así sucesivamente. El pentagrama se dividía en compases que sólo podían albergar un número exacto de tiempos y estaba presidido por una clave, de sol o de fa, que determinaba la manera de ser de las notas.

Todo poseía un orden estricto, una razón de ser clara, una lógica.

Pero la música que Gonzalo escuchaba no se podía transcribir a un pentagrama. El compás era fácil de identificar, cuatro por cuatro. Todo lo demás era el caos. Las voces desafinaban y se iban de tono, las guitarras distorsionaban y chirriaban, el bajo se salía de compás. A veces no había melodía, y en otras la melodía se repetía con machacona insistencia hasta hacerse insufrible.

Sin embargo, puesto que a Gonzalo parecía entusiasmarle, intenté mostrarme interesada. Aprendí a seguir el ritmo con los pies, como hacía Gonzalo cuando leía, determiné que la mayoría de las composiciones de Hendrix estaban escritas en tono menor, me aprendí de memoria las letras de todas las canciones de los Stones, y habría podido solfear varias de los Kinks.

Y sin embargo Gonzalo no parecía apreciar ninguno de mis esfuerzos. Ni siquiera parecía enterarse de que yo existía. Gonzalo sólo tenía ojos para una de las hermanas: Cristinita. Cristinita, aquel revoltoso duendecillo de ojos negros.

Aquella ladrona de atenciones. Cristinita se pasaba horas en el cuarto de Gonzalo. Él leía cómics y ella jugaba a las casitas. Sin embargo, cada vez que yo encontraba una excusa para penetrar en aquel sanctasanctórum -normalmente, anunciar una nueva llamada de teléfono- Gonzalo sólo acertaba a responder con monosílabos y con un muy explicatívo «Cierra la puerta al salir».

Yo quería matar a Cristina. Y sin embargo, cuando era más pequena, cuando era poco más que una muñequita morena que no sabía hablar, la había acunado entre mis brazos hasta que se dormía. Le había cambiado los pañales, me había encargado de calentarle el biberón.

La había querido con locura. Cuando era muy pequeña, cuatro, cinco, seis, siete años, jamás sentí celos de mi hermana, como habría sido de esperar. Puede que fuera porque nunca sentí que la pequeña me robaba ningún tipo de atención. Mi padre casi nunca estaba y mi madre no le dedicaba cariño a nadie.

Cristina era cosa mía, mi juguete. Quise a Cristina hasta que cumplió cuatro años y empezó a cecear y a ser graciosa. La quise hasta que mi padre empezó a quererla. Cuando Cristina cumplió cuatro años, dejé de quererla.

Cuando cumplió siete, ya la odiaba. La verdad es que nunca he tenido demasiado éxito con los hombres. En el colegio iba a lo mío. Me di cuenta desde el principio de que una chica como yo, tan alta y tan reservada, no estaba destinada a ser popular.

Me concentré en mis estudios y en mis intereses, y me daban igual los chicos, el SuperPop, los cuentos de Ester y su mundo, los guateques que acababan a las nueve y media de la noche, el esmalte de uñas color rosa bebé.