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Pero la Rosa de veinte años que yo era, por muy virgen que fuese, sabía cómo completarlas.

Los labios seguirían bajando hasta la ingle, y encontrarían un falo perfecto, enorme, casi art déco, que parecería dibujado con aerógrafo, sin venas azules ni imperfecciones, un falo que estaría allí esperándome desde tiempos inmemoriales, y me lo metería en la boca, hasta el fondo, aspirando su olor dulzón, acariciándolo con la lengua, y después me montaría encima de él como había visto hacer en las películas y él me agarraría fuerte por las caderas, haría que me moviese arriba y abajo, dejaría impresas las huellas de sus dedos en mi cintura y me arrebataría de golpe esa virginidad incómoda que llevaba lastrándome desde hacía tantos años.

No dolería. No podría doler, e incluso si doliese, me gustaría. Disfrutaría del dolor de la misma manera que de niña había disfrutado del miedo que sentía cuando subía en la montaña rusa. Sería como la montaña rusa. Subir, bajar, marearse, perder el sentido de una misma.

Eso era exactamente lo que yo pensaba sentada en el banco de aquella iglesia, mientras veía a mi hermana contraer matrimonio.

Si aquello era un sacrilegio, habrá que disculparme. Nunca he sido creyente. Ni siquiera cuando iba al colegio. Los rezos, el rosario y las flores a María nunca fueron más que mecánicas repeticiones de palabras.

Muy bien. Todo el mundo estaba de acuerdo en que era una chica que sabía lo que quería. Estaba decidida a acostarme con Gonzalo esa misma noche. No creía que fuese a resultar muy difícil.

Al fin y al cabo, Gonzalo era un mujeriego. Lo normal es que si yo se lo ponía muy fácil, él acabara por aceptar. Además, yo era consciente de que era bastante guapa. Quizá no tan espectacular como Cristina, pero si bastante interesante con aquel tipo de belleza lánguida y pálida, aquellos ojos grises del mismo tono que los de Gonzalo, y la piel blanquísima.

Había heredado de mi madre el porte aristocrático y la belleza elegante aunque poco evidente.

Después de la ceremonia hubo un banquete en el Mayte Commodore. Qué otra cosa cabía esperar de los padres de Borja.

Bebí litros de champán durante toda la velada, para darme ánimos. La noche se me pasó en constantes idas y venidas al cuarto de baño, tanto para deshacerme del champán que se me acumulaba en la vejiga como para retocarme una y otra vez el maquillaje, que lucía excepcionalmente en homenaje a lo especial de la ocasión.

Ensayé frente al espejo del hotel la mejor de mis sonrisas. Me repinté los labios trescientas cincuenta veces. Me cepillé y recepillé la melena rubia. Intenté imitar las expresiones de deseo que había visto adoptar a las chicas de los catálogos de lencería. Mis labios, relucientes merced a la cosmética, se separaban para exhibir mis dientes, como si acabase de meter una mano en agua hirviendo.

Arqueé la espalda de modo que la luz se reflejara en la parte inferior de mis pechos. Mi cuerpo, pensé, era bonito. Ahora se habían puesto de moda las altas. Las modelos tenían mi talla.

No me encontré atractiva vestida así, pero pensé que Gonzalo sí podría encontrarme deseable. Al fin y al cabo, ¿no me parecía un poco a las chicas de las revistas?

Labios rojos entreabiertos, pelo rubio alborotado. Cuando acabó la cena en el hotel, los más jóvenes propusieron salir a una discoteca. Yo odiaba las discotecas con toda el alma. En otras circunstancias habría preferido irme directamente a casa, pero no ahora. No pensaba desaprovechar la oportunidad más propicia de acercarme a Gonzalo.

Era una discoteca muy oscura. Los asientos estaban tapizados de terciopelo rojo. Una bola formada de millones de diminutos cristalitos rectangulares que pendía del techo de la pista daba vueltas y vueltas. La luz se reflejaba en cientos de rayos como aguijones que se disparaban directos a mi cerebro.

Vi a Gonzalo entrar por la puerta. Me armé de valor. Fui directa a él y me colgué de su brazo. Vamos a bailar, dije melosa. Él sonrió. Fuimos a bailar juntos. La música sonaba, estruendosa. Caja de ritmo. Cuatro por cuatro. Tic tac tic tac tic tac. Muy rítmico. Resultaba difícil bailar aquello. Hacía falta desencajar los brazos y las piernas. Convertirse en una especie de robot animado.

Aquello no se me daba bien. Pero Gonzalo sonreía y yo me esforzaba por devolverle la sonrisa.

De pronto vi a Cristina, resplandeciente como una diosa blanca, en el centro de la pista. Bailaba con los ojos cerrados. Movía la cabeza suavemente al ritmo de la música, como si se acunase. Gonzalo permaneció mirándola fijamente. Se dirigió hacia ella como si fuera un autómata. Se puso a bailar a su lado.

Me resultaba difícil seguir la escena. En la pista había montones de cuerpos agitándose rítmicamente que impedían la visibilidad. Y aquellas llamaradas intermitentes de luz. Flashes. Sombras. Gonzalo se acerca a Cristina. Veinticinco años. La coge por la cintura. Catorce años. Su cabeza se acerca a su cuello. Una mancha bloquea la escena. Alguien se ha puesto a bailar delante de mí. Muevo la cabeza. Gonzalo apoya la suya en el hombro de Cristina. Los brazos de Cristina están laxos. Le cuelgan a los lados del cuerpo. Gonzalo sigue abrazado a ella. La mece de un lado a otro. La cabeza de Cristina se inclina. La cascada de pelo negro cae hacia la derecha. Suelta destellos azules. Cristina parece a punto de desmayarse. Gente bailando. Sombras que ocultan el final de la escena. Cristina y Gonzalo que desaparecen por la pista. Hacia las sombras. Abrazados. Y yo, inmóvil.

No pude seguir bailando. Tampoco pude seguirlos. Me quedé despierta toda la noche. La rabia me mantenía en vilo. Y en el fondo, muy en el fondo, también el miedo. Al fin y al cabo Cristina no era más que una niña, y Gonzalo no tenía la mejor de las reputaciones.

Por fin, a las nueve de la mañana, la oí llegar. Aparecí en la cocina, legañosa, en camisón, justo a punto para presenciar el final de la escena. Cristina llegaba con el pelo revuelto, las medias en la mano y el vestido hecho una pena. Mi madre la llamó de todo, de puta para arriba, dijo que se arrepentía de haberla traído al mundo y le pegó dos sonoros bofetones.

No era normal en mi madre perder la calma de esa manera. Venía a confirmar lo que en el fondo todos sabíamos. Que mi madre no quería mucho a Cristina. Porque Cristina le recordaba demasiado a aquel padre que se había largado sin dar explicaciones. No, nunca la había querido mucho. Quizá ni siquiera la había deseado. ¿Cómo se explica si no la diferencia de seis años que nos separa a Cristina y a mí, cuando entre Ana y yo sólo existen dos años? Quizá todo lo que mi madre veía cuando miraba a Cristina no era sino el inesperado resultado de un encontronazo a destiempo.

Pero Cristina mantenía en la cara una expresión de arrogante felicidad, a pesar de los gritos y las bofetadas. Cómo llegué a odiarla en aquel momento. Le habría retorcido el cuello allí mismo.

Con mis propias manos. Sin remordimientos.

Por fin me he decidido a hacerles caso a Rosa y a mi madre y visitar a mi hermana Ana. He venido andando porque su casa no está muy lejos de la mía, apenas media hora a paso rápido, y por aquello de que hay que hacer ejercicio de cuando en cuando, que no todo va a ser beber y drogarse. En media hora he contado cinco tíos, cinco, que me han dicho alguna barbaridad. Uno se ha referido a mis «domingas», ancestral término acuñado por el varón celtibérico para referirse a los pechos femeninos. Otro, más cursi, ha opinado que yo era la primera flor de esta primavera. Los otros tres mascullaban sus burradas dirigiéndose al cuello de su camisa, así que no me he dado por enterada de lo que quiera que intentaran proponerme. Mientras venía hacia aquí reflexionaba sobre el hecho de que nunca parecemos poseer la exacta percepción de nuestra propia imagen. Soy una chica como cualquier otra, que no destacaría en un concurso de belleza. Y, sin embargo, por la calle todos los hombres me dedican adjetivos más o menos amables, más o menos procaces. Quizá sea más guapa de lo que yo creo. 0 quizá las monjas tuvieran razón y los tíos sólo piensa en lo único.