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Por fin llego al portal de Ana. Subo en el ascensor y compruebo mi aspecto en el enorme espejo de luna. En fin, ésta soy yo. Camiseta blanca, vaqueros nuevos, sin remiendos ni nada, botas de cuero. El pelo recogido en una coleta. Sin pintar. Es el aspecto más presentable que he conseguido adoptar. Pinta de estudiante universitaria, sin vicios ni aspiraciones en la vida. No quiero que mi hermana mayor, que jamás lleva un solo trapo que no sea de marca, me dirija una de sus miradas de desprecio. Sus miradas de desprecio son las peores, porque las de Rosa, al menos, son directas y contundentes. Los ojos de Rosa se pasean de arriba abajo y van recorriendo todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies, y yo sé que opina que voy hecha una facha. Pero las miradas de Ana son las peores, porque ella no se atreve a mirarte pero aun así te mira. De repente la sorprendes lanzando una mirada transversal, de reojo, así, como quien no quiere la cosa, a tus vaqueros viejos o a tus medias hechas jirones y sabes lo que piensa: ¿cómo ha podido venir con este aspecto? Así que, para ahorrarme situaciones incómodas, he prescindido de los pantalones de campana y las camisetas por encima del ombligo, mi uniforme de barra, y vestida de persona decente he venido a ver a mi hermana Ana, más que nada porque Rosa ha insistido en que lo haga. Pero la verdad es que no las tengo todas conmigo. Ni siquiera me he atrevido a llamar a Ana por teléfono para avisarle de mi visita, porque tenía miedo de que mi hermana la pija me pusiese cualquier excusa para evitar verme. Nos vemos poco, o no tanto como debiéramos, sólo en comidas familiares y tal, y en esos casos apenas nos dirigimos la palabra, como no sea para intercambiar tópicos. No me imagino que pueda hacerle mucha ilusión una visita mía. Enseguida se dará cuenta de que he venido obligada.

Quizá Ana no esté en casa. De ser así, dejaré una nota en su buzón, y habré cumplido. Habré cumplido. Como siempre.

Y no es que yo odie a Ana ni nada por el estilo. No me llevo mal con ella. Ni bien, para qué engañarnos. Simplemente, no soporto esos silencios incómodos que inevitablemente aparecen cuando estamos a solas. Mis temas favoritos (música, hombres, drogas, libros, cine, psicokillers, realismo sucio) no le interesan a Ana en lo más mínimo, y los de Ana (decoración, guardería, belleza, cocina, moda) a mí me aburren soberanamente. En las pocas ocasiones en que nos toca vernos (comidas familiares y celebraciones varias) evitamos cuidadosamente cualquier conversación profunda, porque sabemos que tarde o temprano acabará por aparecer lo evidente, lo que las dos sabemos: yo soy un putón a sus ojos y ella una maruja a los míos. No sé por qué. Joder, sólo nos llevamos ocho años. Ocho. No se trata de un abismo generacional precisamente.

Llamo al telefonillo una y otra vez. Nadie contesta. Estoy por irme cuando una señora con un perrito negro sale a la calle. Aprovechando que me deja la entrada abierta, me cuelo en el portal, una especie de templo ofrendado al mal gusto, con artesonados de escayola, espejos de marco dorado estilo rey Lear, láminas enmarcadas asimismo en dorado que representan unas marinas holandesas, dos sillones forrados de skay, y, lo peor, un paragüero decorado con escenas de caza. Una moqueta estampada con floripondios se pierde en el pasillo que llega al ascensor. Lo abro y subo al tercero.

Llego a la puerta del piso de Ana. Voy a llamar. No pierdo nada por intentarlo. Al fin y al cabo el piso es grande, y si Ana está en su cuarto es más que probable que no haya oído el telefonillo de la cocina.

Me tiro un rato largo llamando al timbre. No obtengo respuesta. Doy la cosa por imposible y me dirijo de vuelta hacia el ascensor. En ese momento escucho el estrépito de todos los cerrojos de la puerta blindada descorriéndose a la vez. Giro la cabeza y veo que la puerta se entreabre, aunque se mantiene enganchada una cadena de seguridad. A través de la rendija entreveo el rubio perfil de mi hermana, sus ricitos de hada, sus hoyitos de querubín.

– Ana, soy yo, Cristina -anuncio.

– ¿Qué haces aquí? -la oigo decir. Parece asombrada de verdad. Su voz suena pastosa, como si acabara de levantarse.

– Pues… tenía que venir aquí al lado a comprar unas cosas y he pensado que podía pasarme un momento a verte.

Qué excusa más ridícula.

– Ya… -Se queda en blanco por unos segundos. Quizá su cerebro esté procesando la información que acabo de proporcionarle-. Pero no te quedes en la puerta… Pasa.

Abre la puerta del todo y se deja ver. Aún lleva puesto el camísón. Tiene el rubio pelo desgreñado y la expresión perdida. Me recuerda a los pastilleros que veo todas las noches en el Planeta X, esos que se arrellanan en los sofás tapizados de rojo y se quedan horas embobados mirando las luces estroboscópicas, con la mirada vacía y la boca entreabierta.

– ¡Te encuentras bien? -pregunto-. Tienes mala cara.

– Creo que tengo una gripe -responde-. Me duele mucho la cabeza. Pero pasa, por favor.

La precedo al salón y me desparramo sobre el sofá Roche Bobois. Las cortinas del salón, de Gastón y Daniela, están echadas y la habitación se mantiene en penumbra a pesar de que ya son las doce del mediodía. Arcos, hornacinas y diferentes alturas de suelo y techo dan movimiento a un interior dominado por el blanco. Toda la carpintería metálica y la cristalería la ha realizado Vilches, a treinta mil pelas el metro cuadrado. Un costurero de pino viejo comprado en una almoneda y restaurado (ni pensar en lo que cuesta la chuchería) hace las veces de mesilla. Sobre él, un teléfono antiguo, adquirido también en una almoneda y elegido para no desentonar con el resto de la decoración, un armatoste negro y brillante que parece un escarabajo megaatómico. No penséis que soy una experta en telas y carpintería, qué va. Pero me conozco todos estos detalles porque este salón es la niña de los ojos de mi hermana, y la he oído tropecientas veces describir dónde compró cada cosa y cuánto tiempo le llevó elegir la tela adecuada, el color que combinaba. No puedo evitar un ramalazo de envidia al pensar en mi propio apartamento, una especie de caja de cerillas amueblada con cuatro trastos encontrados en la calle, con las paredes desconchadas y un baño que pide a gritos un fontanero.

El televisor (pantalla de 46 pulgadas con retroproyector, estéreo) un macroartefacto de tecnologia japonesa que desentona entre tanto hallazgo de almoneda, tanto mueble rústico y tanta moqueta de sisal, está encendido. En la pantalla, dos chicas repintadas de peinados imposibles se pegan berridos la una a la otra con asento venesolano. Ana contempla la pantalla con las pupilas extraviadas. Intento sacarla de su semiletargo.

– Pues eso, que cómo estás. Vuelve la cabeza hacia mi, sorprendida. Parece que alguien la hubiese sacudido.

– Ah, perdona, se me había ido la cabeza. ¿Quieres tomar algo?

– Un vaso de agua. Pero no te preocupes, ya voy yo. No hace falta que te levantes.

Me dirijo hacia la cocina y saco un vaso del armario de gresite blanco. La vajilla, cristalería y objetos de menaje de la casa de Ana son diseño Ágata Ruiz de la Prada. Gracias a Dios, Ana, al contrario que yo, no es dada a estampar vasos contra el suelo cuando se enfada, porque cada uno debe de costar un ojo de la cara y medio. Me sirvo agua en una antigua pila de granito que en su día Ana hizo importar expresamente de Italia y a la que ha añadido unos grifos antiguos de bronce de Trentino. Los azulejos antiguos de la pared provienen de una fábrica de cerámica ibicenca. Más que una cocina esta estancia parece un museo, y esto, más que un fregadero, una pila bautismal. Vaso de agua en mano, vuelvo al salón. Ana ha apagado la televisión.