– Bueno, pues aquí estamos… -(Mamá y Rosa me han obligado a venir a verte. Dicen que te pasa algo. He venido a ver qué coño te pasa y si se te puede echar una mano. No tengo ovarios para ser tan directa)-. ¿Qué has hecho últimamente?
– Nada, absolutamente nada. Nada de nada. -Pronuncia las palabras con un tono monocorde, como lo habría hecho un ordenador, una computadora asesina que dirigiera una nave espacial, la versión femenina de Hal.
– Mujer, no seas tan drástica. Algo habrás hecho.
– Comer y dormir. Comer poco y dormir menos aún. Cuidar de mi marido y de mi niño. Cuidarles poco.
– Por cierto, ¿dónde está el niño?
– En la guardería. Hay que llevarlos pronto para que adquieran un temperamento sociable.
– ¿Y quién dice eso?
– Los psicólogos.
– Sí, fíate tú mucho de los psicólogos. Ya ves cómo me han dejado a mí.
– Cállate, que tú no estás tan mal… Incómodo silencio. (Desde luego, tú no tienes pinta de estar muy bien. Si no fueras mi hermana, dirla que estás colgada. En la vida te había visto con semejantes ojeras. Pareces un poema.)
– Sí estoy mal. He cortado con Iain. Hace un mes. -Me arrepiento de mis palabras prácticamente antes de acabar de pronunciarlas. En el fondo ¿le importa a ella un comino mi vida privada? Pero supongo que me encuentro tan mal que no puedo evitar proclamar mi ansiedad a los cuatro vientos.
– ¿Le dejaste tú? -me pregunta.
– No, me dejó él a mí.
– Vaya, lo siento. De todas formas no tardarás en encontrar a otro. A ti nunca te ha costado mucho. (¿Me estás llamando putón en la cara?)
– Sobreviviré.
– Claro que sí. Tú sobrevivirías a una guerra nuclear. (¿Qué coño quieres decirme con eso? ¿Va de indirecta?)
– No tanto.
– Casi. Siempre has sido una chica fuerte. Rosa y tú podríais comeros el mundo. No como yo. Yo no soy más que una mosquita muerta.
– ¿Qué estás diciendo? (Ana, por favor, no te hagas la mártir.)
– Nada, no sé qué digo. Ultimamente no me encuentro muy bien.
– Deberías salir a la calle, que te diera el aire. No te puede sentar bien pasarte todo el día encerrada en casa. (Deberías liarte la manta la cabeza, correrte cuatro buenas juergas y ponerle los cuernos al memo de tu marido. Lo que a ti te hace falta es un buen polvo. Lo estás pidiendo a gritos.)
– Eso mismo dice mamá.
Me levanto, vaso de agua en mano, y miro a través de la ventana. Hace frío y el día está medio nublado. Los árboles, las aceras, los columpios, todo está rodeado de una especie de aura blanca (¿el vapor del aire congelado?, ¿mi imaginación?), y el paisaje entero parece pintado en una sola gama cromática: grises acerados y azules desvaídos. Contemplo a unos niños que juegan en el parque. Una niña rubia con coletitas y un jersey a rayas que me recuerda ligeramente a Line se desliza por el tobogán. Sentado sobre la arena, peligrosamente cerca de los columpios, hay un niño que no tendrá más de tres años comiéndose la tierra. Una chica joven, que debe de ser la encargada de cuidar a la parejita, está sentada en el banco de madera, leyendo una revista. La pintura verde que antaño recubrió el banco hace tiempo que se ha oxidado. Respiro hondo. No me puedo quedar mirando eternamente por la ventana. Tengo que volver con mi hermana. Sé muy bien cómo continuará la conversación. Hablaremos de cosas intrascendentes, del bar que mi familia está empeñada en que deje; de por qué yo, licenciada y trilingüe, sigo trabajando detrás de una barra; de lo caro que se está poniendo todo últimamente; del niño, que cada día está más grande; del último aumento de sueldo de Borja, su marido, mi cuñado, y de todas esas cosas que en el fondo nos importan un comino y que utilizamos para olvidar las cosas que realmente nos importan y de las que, por tanto, no nos atrevemos a hablar. No mencionaremos la nostalgia desesperada que yo siento de Iain ni las razones que puedan haber conducido a Ana a convertirse en una zombi catódica, una adicta a los culebrones y a la ruleta de la fortuna. Con los ojos clavados en el cristal (sobre un vidrio mojado escribí su nombre) experimento una mezcla de rabia contenida e impotencia (y mis ojos quedaron igual que ese vidrio) que me sube por el esófago como un vómito reprimido. Allí, al otro lado del cristal, hay un parque y un tobogán y unos niños que juegan, y millones de cosas por ver y por hacer, pero mi hermana se conforma con contemplar un sucedáneo de realidad comprimido dentro de una pantalla de 46 pulgadas. Siento ganas de agarrarla por el cuello de la bata y sacudirla. Me gustaría hacerla reaccionar. Pero, por otra parte, no me siento con autoridad moral para dar consejos. Al fin y al cabo, yo tampoco soy precisamente un ejemplo de radiante felicidad ni me siento quién para cuestionar el sistema de vida de nadie. Decido volver al sillón, sentarme con las piernas muy juntas, como una chica decente, y aguantar estoicamente media hora de charla tópica, que no revele, que no comprometa. Está decidido. El tiempo exacto para no quedar mal. Y luego regresaré a mi casa, a mi apartamento de cincuenta metros cuadrados y paredes desconchadas, amueblado con muebles viejos rescatados de los contenedores, grunge por pura necesidad.
Me vuelvo hacia ella con una sonrisa, decidida a echar una nueva paletada de tierra sobre el túmulo de la verdad. Media hora de conversación intrascendente y habré cumplido con mis deberes de hermana. Habré cumplido. Como siempre.
Cristina se ha marchado y ha dejado en el aire su perfume, un aroma dulzón que no sé identificar. No es una marca conocida. Será pachuli o algo así que habrá comprado en un mercadillo de esos modernos. Habría podido decirle muchas cosas, y sin embargo he pasado la mayor parte del tiempo sin abrir la boca, revolviendo inútilmente la cabeza en busca de un tema de conversación. Creo que al final se ha marchado porque no me aguantaba más. La aburro, o la deprimo, o ambas cosas a la vez. Y la verdad es que no la culpo. Me ha dejado sola en este salón. Sola, como paso casi todas las mañanas. Borja está en el trabajo y el niño en la guardería. No tengo de quién cuidar, excepto de mí misma.
Y ni siquiera eso sé hacerlo bien.
Rendijas de luz se filtran a través de las cortinas y arañan el suelo para recordarme que fuera existe un día por vivir. Un día que transcurre ajeno a mí, sin que yo haga nada por evitarlo, no sé. Esta mañana había venido al salón decidida a coser, pero al cabo de dos puntadas me ha entrado un cansancio horrible y al final me he quedado mirando la tele, sin hacer nada. Pensaba aprovechar las cortinas, los vestidos y los manteles viejos para confeccionar una colcha de patchwork, cosiendo distintos trozos y retales los unos a los otros hasta que acabasen componiendo una única superficie.
La historia de papá y mamá está confeccionada como un edredón, como un trabajo de patchwork. Yo, que soy la mayor, he visto más, he vivido más, he escuchado más; y de todas maneras, no sé, me parece que sólo sé que no sé nada, como dijo el filósofo aquel.