Cuando yo iba al colegio me fastidiaba muchísimo que Dios fuera hombre. Desde el momento en que me dejaron claro que Dios era un hombre, ya empecé a sentirme más chiquita, porque así, sin comerlo ni beberlo, me había convertido en ser humano de segunda categoría. Si Dios me había creado a imagen y semejanza suya, ¿por qué me había hecho niña, cuando él era Él, en masculino? Para colmo se trataba de Dios Padre, y cuando le rezábamos nos referíamos a él como Padre Nuestro. Mi padre se largó de casa cuando yo tenía cuatro años, así que yo no confiaba mucho en las exigencias de los deberes paternales ni creía que alguien, por el mero hecho de ser mi padre, estuviera obligado a prestarme una atención especial, aparte de que Dios, además, era chico, y lógicamente se ocuparía primero de los suyos, de aquella panda de brutos que montaban bulla al otro lado de la tapia, los niños de los Maristas con los que coincidíamos en el autobús, esos que sí podían jugar a la pelota y subirse a los árboles, y que no llevaban ningún lazo ridículo que hubiese que mantener en su sitio.
A nosotras, por aquello de que a nuestra tatatatarabuela le había dado por comerse una manzana que no debía, nos dejaban lo peor. No podríamos ser curas, no podríamos consagrar el cáliz y beber el moscatel y cantar a todo pulmón con nuestra casulla verde los salmos de los domingos delante del altar; y a lo más que podíamos aspirar era a ser monjas, a ponernos una toca negra que ocultase nuestro pelo rapado a navaja, a ir vestidas con un hábito mal cortado que nos llegara hasta los pies, y a aterrorizar a futuras niñas en edad de ir al colegio con historias de calderas y llamaradas. Pobres monjas. Hormiguitas anodinas de dudosa vocación que habían ingresado en la orden huyendo de un padre tiránico, de una casa paupérrima o de la vergüenza social que implicaba una soltería no buscada. Caritas de ratón lavadas con jabón de sosa y un constante olor a alcanfor que se les escapaba en los murmullos de las tocas y los pliegues de rafia negra e inundaba los inacabables pasillos de piedra. Ninguna de nosotras quería acabar de monja. Yo no, desde luego. Misionera, aún, pero monja ni loca. Además, ya se encargaba mi madre de hacerme notar que ése era el peor destino que me podía tocar. No me lo decía directamente, pero yo me enteraba, porque oía cómo mi madre le repetía a mi hermana Rosa que debía arreglarse más y hacer más caso a los chicos, que si no acabaría por tener que meterse a monja. Y por el tono con que subrayaba lo de meterse a monja se entendía muy bien que, por la cuenta que le traía, ya podía mi hermana salir volando a la calle, bien pintada y bien peinada, a sonreír a todo chico que pasara.
En fin, que a nosotras nos quedaba la opción de ser monjas y de considerarnos Hijas de María. A mí lo de la Virgen María me sonó siempre a premio de consolación (aunque siempre me guardé mucho de decirlo), porque la imagen de la Virgen que había en la iglesia era significativamente más pequeña que la del Cristo crucificado, aquel Cristo sangriento y aterrador, imponente y casi hermoso, Cristo sufriente y enjuto de madera dolorida tallada en músculo y fibra. Una pequeña imagen que se erguía a su izquierda representaba a una criatura de rasgos aniñados, el pelo color trigo, los ojos azules desteñidos al paso de las lágrimas, vestida con una toga blanca y una sobretúnica azul claro, y coronada con una diadema de estrellas. Me recordaba vagamente a mi madre, con la sutil diferencia de que la imagen de la madre de Dios ofrecía una sonrisa 1evemente amable que no entraba, definitivamente, en el repertorio gestual de la mía. Años después aprendí que la madre de jesucristo había sido una judía de Galilea y que era, casi con toda probabilidad, morena. Pero la imagen de la estatua rubia de la iglesia se me había marcado de tal manera en la cabeza que siempre que pensaba en jesucristo o su madre me los imaginaba rubios.
En nuestro colegio nos ofrecían a la Virgen a los cuatro años. La vida entonces era fácil. Resultaba tan dulce dejarse llevar de la mano por caminos trillados y aprendidos… Recuerdo, más o menos, la ceremonia de ofrenda. Consistía en que las niñas avanzábamos trastabillando por el pasillo de la iglesia mientras sujetábamos entre las manos un enorme lirio blanco casi más grande que nosotras, que depositábamos en el altar, a los pies de la Virgen. A continuación, el sacerdote nos imponía una medallita que nos acreditaba como Hijas de María, y he de hacer notar aquí que ésta no era una condición elegida, puesto que nadie nos preguntó nunca si nos interesaba o no participar en aquel sarao.
Ser Hija de María marcaba una diferencia importante con respecto a los niños de los Maristas, que eran Soldados del Señor. Reforzaba la idea de que estabas condenada, por nacimiento, a una frustrante inactividad. Una empezaba siendo una niña que no podía subirse a los árboles, y acabaría por convertirse en una mujercita buena y sumisa que nunca diría una palabra más alta que la otra.
Al fin y al cabo, jesús había cogido sus bártulos y se había marchado a correr mundo, recopilando discípulos aquí y allá, multiplicando panes y peces, resucitando a muertos, sanando enfermos, caminando por las aguas, convirtiendo a centuriones y animando banquetes. Pero la Virgen ¿qué había hecho la Virgen con su vida? La Virgen, por mucha Madre de Dios que fuera, no era sino un personaje secundario de las Sagradas Escrituras que aparecía en las ilustraciones del catecismo inmóvil y resignada sobre su nube, las palmas de las manos juntas a la altura del pecho; y con cierta cara de paciente aburrimiento. Incluso sus milagros parecían de segunda categoría. El Vaticano tardaba lustros en reconocer aquellas apariciones.
Resumiendo: que de pequeña, como todas, yo habría preferido ser chico. Y si me tocaba ser chica, ya desde entonces empezaba a barruntar en mi cabecita la idea de que no me apetecía mucho ser virgen. Por amar la tierra perdería el cielo, qué le íbamos a hacer.
Cuando cumplías los once años venía lo peor. Qué inclemente es la vida cuando alguien te arrebata la infancia por las buenas… Tú estabas tan contenta jugando a las muñecas cuando de repente las monjas te descubrían el Gran Secreto de la Existencia. Resulta que, por el mero hecho de haber nacido niña, el Señor había colocado un tesoro dentro de tu cuerpo que todos los varones de la Tierra intentarían arrebatarte a toda costa, pero tu misión era mantener ese tesoro inviolado y hacer de tu cuerpo un santuario inexpugnable, a mayor gloria del Señor (Él). El inicio de tamaña responsabilidad vendría marcado el señalado día en que por vez primera tu cuerpo te ofreciera unas gotas de sangre, sangre que te recordaba el sacrificio que tú deberías hacer por el Señor (Él) para devolverle el que, en su día, Él había hecho por ti.
Todo aquello de la sangre y la responsabilidad y el santuario a preservar y el sacrificio me tenía tan aterrorizada que cuando me vino la primera regla me guardé muy mucho de decírselo a nadie y les robaba a mis hermanas las compresas a escondidas, porque todavía no me sentía capaz de afrontar la responsabilidad social y moral que iba a cargar sobre mis pequeños hombros de niña plana aún.
Me resulta gracioso recordar esto ahora, cuando hace tres meses que no tengo la regla. Y no, no estoy embarazada.
Tampoco vayáis a creer que lo de mi amenorrea -que ése es el nombre técnico de mi problema- me importa demasiado. Quiero decir que, la verdad, no resulta muy agradable saber que vas por ahí soltando un chorro viscoso y sanguinolento por la entrepierna, y teniendo que preocuparte de si llevas o no tampax en el bolso, no sea que de repente te encuentres en mitad de una fiesta y veas que estás poniendo perdido uno de tus mejores pantalones. Por no hablar de los calambres, y los dolores, y el mal genio del síndrome premenstrual y todas esas cosas. ¿Y cuando te siguen los perros por la calle porque hueles igual que una perra en celo? Recuerdo que una vez un perro callejero se puso pesadísimo en la parada del autobús intentando montarme. Del pito le salía una cosa rosa, brillante. Yo entonces era muy jovencita y me quería morir de vergüenza. Intenté ahuyentarlo dándole con el paraguas, pero nada, parece que eso lo ponía más. No sé, quizá fuese un perro masoca. Qué cosas. 0 sea que, lo que es por mí, pues nada, no tengo la regla y encantada de la vida. Pero mi ginecóloga no opinó lo mismo y me obligó a embarcarme en una epopeya de laboratorios y hospitales que me hicieran recuperar mi conexión de sangre con el mundo.