Y anda que la de atrás… Va con chándal y tacones, y con eso lo digo todo. Ana, ya has cumplido los treinta y dos, ya es hora de que ganes un poco de aplomo, de que le pierdas el miedo a todo, tienes treinta y dos años, pero nadie lo diría. Cuando me miro en el espejo y me doy cuenta de que todo el mundo me echaría unos veintitantos, me gustaría medir unos centímetros más, no sé, quizá así la gente me tuviese más respeto, y sé que muchas me envidiarían por aparentar menos edad, pero para mí es una cruz. Cristina y Rosa son las dos bastante altas, y parece que la gente las trate de otra manera, pero yo he salido bajita como mamá, y eso no es ninguna suerte. Quizá parezco más joven por el modo en que visto, porque hoy, por ejemplo, llevo una camisita de cuello redondo con estampado de florecitas rosas y unos vaqueros de Caroche, y tengo que reconocer que el modelito es más propio de una niña de quince años que de una mujer casada y madre de un niño. No sé, a veces me gustaría aparentar más edad, pero, sencillamente, no me veo con otro tipo de ropa, es que alguna vez he intentado probarme jerséis negros y pantalones grises, no sé, colores más sobrios, ropa más seria, pero me deprimía muchísimo, me daba la impresión de que iba de luto, supermal, no sé… El caso es que ahora estoy en la cola del supermercado, amarrada a un carrito lleno hasta los topes de bolsas y cajas que arrastro como puedo, porque la verdad es que pesa bastante; no sé, quizá no pese tanto y sólo me lo parezca, porque yo no soy muy fuerte, no, y comprimida entre esta masa de señoras gritonas me siento cada vez más débil. Y no sé.
La vida en general es como la cola de un supermercado: lenta, incómoda, y llena de gente insoportable.
Una señora que sólo lleva un bote de Coral Vajillas intenta colarse delante de las que llevan carritos llenos, aprovechándose de mi aspecto de niña… lo que yo digo, que nadie me tiene respeto, y esta señora ha debido de notar nada más verme que yo sería incapaz de impedirle colarse o de quejarme. Pero las otras señoras de la cola, que tienen más arrestos que yo, sí se han dado cuenta, y se han puesto enseguida a vociferar: ¿SERÁ POSIBLE? ¡QUE SACOLAO, SEÑOOORA!, NO SE HAGA LA SUECA, QUE NOSOTRAS VAMOS PRIMERO, y dirigiéndose a mí: NIÑA, MIRA A VER QUE NO SE TE CUELE OTRA DE ÉSTAS, QUE PARECE QUE ESTÁS DORMIDA, HIJA, mientras que la que se ha colado hace como que no se entera y mira al tendido con deferente frialdad. El alboroto continúa hasta que la cajera se decide a serenar los ánimos con un par de gritos bien dados al tiempo que enarbola amenazadora la barra que separa los productos en la cinta de la caja. SEÑORAS, ¡YA ESTÁ BIEN! ¡UN POCO DE TRANQUILIDAD!, AMOS, DIGO YO.
Por fin llega mi turno. La cajera, con el moño bastante alborotado ya y un humor de perros, intenta pasar los artículos por el lector electrónico de la caja: cerveza para Borja, cocacola light para mí, Casera cola sin cafeína para el niño, detergente saquito Eco (envase más ecológico, producto más natural), bayeta gigante suave Cinderella, Scotch Brite Fibra Verde con esponja (3 x 2 precio especial), fregasuelos Brillax, latas (melocotón familiar en almíbar Bamboleo, champiñones El Cidacos, espárragos de Navarra al natural Iñaqui, guisantes Gigante Verde, huevas de lumpo Captain Sea, atún claro Calvo pack de tres latas), congelados (gambas con gabardina, sanjacobos, croquetas de pisto, bombones helados y una paella hibernada), pan de molde integral Panrico, yogures desnatados sin azúcar para mí y yogures de fresa para el niño, tomate frito Orlando, macarrones Gallo y una docena de huevos. Eso es todo. Creo que no se me olvida nada.
A medida que los artículos son contabilizados voy introduciéndolos en una bolsa de plástico. Me esfuerzo en ir todo lo rápido posible, pero no resulta tan fácil porque me hago un lío a la hora de desdoblar las bolsas de plástico, que vienen como pegadas las unas a las otras, supermal, no sé, pero se ve que no lo consigo, porque la señorita, obviamente molesta por la poca celeridad con que ejecuto la tarea, me dirige una torva mirada de reprobación. Yo intento acelerar pero, no sé, como que no me sale. Cuando todos los artículos están dentro de sus respectivas bolsas me dispongo a sacar el monedero para pagar y revuelvo y revuelvo sin éxito en el bolso de Farrutx que Borja me regaló en nuestro aniversario, pero no encuentro el monedero.
Los segundos transcurren inexorables, y la expresión de la cajera va adquiriendo un matiz psicopático y las señoras parecen dispuestas a lincharme, y creo que la tensión podría cortarse con un cuchillo. Y no me queda más remedio que hacer acopio de valor y enfrentarme a la cajera y decirle que no encuentro el monedero. SEÑORA, QUE ES PARA HOY, QUE NO TENEMOS TODO EL DíA, brama una de la cola, que lleva el pelo teñido de azul y una bata de flores. ESO DIGO YO, QUE ME DEJAO LA OLLA EN EL FUEGO, replica otra, gordísima, con el pelo teñido de amarillo y las raíces negras. PUES ME VA A EXPLICAR CóMO ARREGLAMOS ESTE ASUNTO, me grita la cajera, y creo que un matón a sueldo de los que salen en las películas de la tele no hubiera adoptado un tono más amenazador, y yo intento explicarle que lo… lo único que, que se me ocurre es… es que dejemos las bolsas aquí mientras yo subo a casa a por el monedero, y ella dice que le hago la pascua, porque ya ha contabilizado los productos y ahora le toca anularlo todo, y eso es un follón, sobre todo con la cola que hay montada, y yo intento explicarle que lo siento muchísimo, que debe comprender que no lo he hecho adrede, pero me interrumpo porque advierto que me he ruborizado y que estoy a punto de echarme a llorar, y ella que me dice que me tranquilice, que no es para tanto, y me llama bonita y adopta de pronto un tono conciliador, como la Nieves Herrero.
Me parece que mis problemas han introducido un elemento de animación en la rutina diaria del súper. Las de la cola se lanzan a comentar la jugada con la emoción de un comentarista experimentado. A la de la bata de flores le oigo decir que seguro que he tenío un disgusto con mi marío, y su amiga le da la razón, sí hija, sí, le dice, que nadie se pone así porque se le pierda el monedero, y la otra le responde que no creas, Chari, que a mí mismamente se me olvidó el monedero el otro día y me llevé un disgusto enorme. Señora, sepa usted que yo no tengo disgustos con mi marido, que mi marido es un santo y una bellísima persona, aunque un tanto aburrido, eso sí, aunque tenga menos gracia que un besugo congelado, y no se meta usted donde no le llaman, porque usted no tiene la más remota idea de por qué lloro o dejo de llorar, y, además, no le importa. Pero no me atrevo a decírselo, porque además de tímida soy una persona educada, no como usted, señora, que parece usted una verdulera.
El tiempo se interrumpe en mi cabeza, y por un momento dejo de ser esta niña grande que soy y me convierto en SuperAna, y me enfrento con una jauría de marujas a latazos, y pongo fuera de combate a la cajera de un certero golpe en el moño propinado por una lata de espárragos al natural. Pero no soy SuperAna, no soy más que la Anita de siempre y estoy cansada, inmensamente cansada y sólo quiero ir a casa y tumbarme en la cama y olvidarme de latas y de congelados y de productos para la limpieza, y cerrar las persianas y los ojos y sumergirme en la nada, arropada por capas y capas de oscuridad que vayan asfixiándome lenta y dulcemente.
La voz chillona de la cajera me devuelve a la realidad. Abro los ojos y otra vez estoy delante de la caja, petrificada y sin el monedero de Farrutx que me regaló mi marido en nuestro aniversario de bodas.
– Bueno, bonita, entonces me dirás qué hacemos, que no tenemos todo el día.