Durante diez minutos las condenadas a pizarra permanecían en una tarima elevada y debían volverse unas cuantas veces, mirando ora a la pizarra, ora a la profesora, ora al respetable público, en busca de ayuda. Yo podía, pues, evaluar con tranquilidad factores como la longitud y el color de la melena, la estrechez de los tobillos, la gracia de los movimientos o la calidad de la sonrisa.
Ya entonces tenía yo unos gustos muy definidos. No me gustaban las bellezas oficiales de la clase, un círculo restringido de cuatro niñas (Verónica a la cabeza, Leticia, Laura y Nines) que, vete a saber por qué, también eran las listas oficiales y compartían una serie de características que las convertían, a ojos de las demás, en privilegiadas: tipo de bailarina, lacia melena trigueña, ojos claros y estilo impecable.
Y más valía que no me gustaran, porque a ésas, en cualquier caso, nunca las sacaban a la pizarra.
Por el contrario, sentía debilidad por una morenita que aparentaba exactamente sus doce años, y ni uno más, que no hablaba de chicos, ni de casi nada, que se pasaba las horas del recreo vagando sola por las pistas de tenis y que se ruborizaba instantáneamente cuando la profesora sádica descubría, delante de toda la clase, su innata incapacidad para las matemáticas.
Ella no pertenecía a aquel mundo. Ella resultaba inclasificable dentro de las estrechas categorías que podían definirse en aquel limitado universo de uniformes y encerados. No pertenecía al grupo de las ratitas grises y poco agraciadas que se esforzaban como podían en sacar el curso adelante a pesar de sus escasas luces. Pero tampoco era una de las listas gatitas que se empeñaban en hacer evidente su recién adquirida condición de lolitas.
Ella era otra cosa. Yo no tenía muy claro si era excesivamente inteligente o retrasada mental, pero resultaba evidente que la integración con sus condiscípulas le inspiraba la indiferencia más total. Podía pasarse horas enteras sentada en su pupitre, mirando por la ventana, sin prestar atención a nadie.
Me sentía fascinada. Me parecía que aquella niña era guapa. Más aún, bella. La belleza, lo esencial, es invisible a los ojos, dijo el zorro.
No lo era, desde luego, según el canon de belleza que imperaba en aquel colegio. No tenía ojos azules ni boquita de piñón. Pero era muy distinta de las otras, para bien.
Y eso se veía a la legua. Verónica, Leticia, Laura y Nines, con aquello de que eran las guapas indiscutidas, eran también las únicas que «salían» oficialmente con un chico. Algún pelele del colegio de al lado que las esperaba a la salida de clase en la parada del autobús (nunca a la puerta del colegio, pues las monjas no lo habrían permitido), y que se ofrecía a llevarles los libros, igualito igualito que en las películas yanquis de los cincuenta.
Éstas eran las chicas que en clase de dibujo fantaseaban, entre risitas contenidas, sobre cómo debía de ser darle un beso «de verdad» a un chico, o sea, un beso con lengua y todo.
Pero yo recibí mi primer beso de verdad antes que ellas. ¿Por qué yo, a los doce años y siete meses, me dejé magrear impunemente los pequeños senos comprimidos dentro de mi sujetador marca Belcor, modelo Maidenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, por un adolescente granujiento con pelusilla sobre el labio inferior?
Porque nadie me había explicado nunca de qué iba aquello de los besos con lengua y los magreos, a excepción de los gorjeos cantarines y poco reveladores de Verónica, Leticia, Laura y Nines en las clases de dibujo.
Porque no había conocido más educación sexual que la proveniente de un libro para niños titulado De dónde venimos que la tía Carmen había tenido a bien regalarme al cumplir los ocho años. Un libro en el que espermatozoides animados con cara de pillines corrían en busca de un óvulo rosa, caracterizado como una matrona rechoncha de cara amable y repintada y expresión de expectante felicidad.
Porque no acababa de entender qué se proponía el caracráter cuando empezó a meter la mano por debajo del sujetador marca Belcor, modelo Maldenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, mientras bailábamos las lentas.
Porque había oído hablar de lo de los besos con lengua, pero jamás había oído hablar de los magreos, ni sospechaba remotamente que los pechos femeninos pudieran ser un punto de atracción erótica.
Porque el comportamiento del caracráter me pareció raro, pero en ningún momento reprobable, y le dejé hacer suponiendo, con razón, que él sabría mejor que yo lo que correspondía hacer cuando se bailaban lentas.
Porque en las películas que yo había visto, y que constituían mi única fuente de información sexual a excepción de los relatos de Verónica, Leticia, Laura y Nines (fuentes no autorizadas y poco fiables), el apasionado beso final de los protagonistas desaparecía en un fundido en negro. Así que yo no tenía ninguna razón para creer que después del beso apasionado el chico no juguetease con los pezones de la chica.
Porque era el único chico de la fiesta más alto que yo. Porque cuando aquel caracráter empezó a morrearme y a meterme mano mientras bailábamos las lentas yo no tenía muy claro si debía dejarme hacer o pegarle una bofetada con expresión ofendida, como había visto hacer en las películas; y finalmente decidí dejarme.
Porque no tenía valor para abofetear a un chico que me sacaba por lo menos diez centímetros.
Y también, sobre todo, porque quería ponerme de una vez por todas por encima de Verónica, Leticia, Laura y Nines.
Diez de la noche. Fiesta terminada. Antes de entrar en casa, frente al espejo del ascensor hice desaparecer con un kleenex el brillo de labios y la máscara de pestañas. Porque mi madre me habría matado si me hubiese visto llegar a casa pintada. Y me enjuagué los dientes con el elixir Licor del Polo que guardaba en el bolso para que tampoco se notara que había dado cuatro caladas a un cigarrillo Mencey.
Sin tragarme el humo, claro. Ya dentro de casa, me fui directamente a la cama, sin cenar.
Sin mis zapatos «de salir» con tacón de tres centímetros, y sin mi sujetador marca Belcor, modelo Maidenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, volvía a parecer lo que en realidad era. Una niña de doce años y siete meses, más interesada en las aventuras de Sandokán o en la melena de una niña morenita que en las habilidades linguobucales de un adolescente granujiento.
Me acordé de los morreos del caracráter y no sentí la sensación de gozosa plenitud que según Verónica, Leticia, Laura y Nines debía acompañar al primer beso. En realidad, el recuerdo me resultaba, me resulta todavía, de lo más desagradable, y me entraron ganas de vomitar.
Y aquella niña de doce años y siete meses se levantó muy digna de la cama y rebuscó en su primer bolso (donde guardaba los kleenex, las llaves, el brillo de labios, la máscara de pestañas, el elixir Licor del Polo y el dinero) hasta que encontró el billete de metro en el que había apuntado el teléfono de caracráter (él no podía ni debía llamarla a casa, porque a mi casa no llamaban chicos) y lo rasgó en montones de pedacitos pequeñitos.