Primeras pruebas: análisis de sangre y ecografía. Al principio la doctora no vio nada raro, y decidió que todo el problema se debía al estrés. Me sonó un poco ridículo. Yo no soy más que una camarera, y las camareras no sufrimos de estrés. Y ojo, que me mola ser una camarera y no veo nada de malo en ello por mucho que mis hermanas se empeñen en decir que debería dedicarme a algo más serio. Por lo general les respondo que si pudiera ya lo haría, que no soy tonta. Y tengo que dejar claro que, al contrario de lo que la mayoría de la gente cree, lo de ser camarera en un bar de moda no quiere decir que sea idiota, no señor, que así tengo mas tiempo para leer o para acabar mi tesis que si me dedicara a otra cosa, y de momento estoy muy a gusto con mi trabajo, aunque no tenga seguridad social ni contrato fijo ni estabilidad de ningún tipo, ni esos detalles que tanto valoran mis hermanas. Pero, qué coño, es un trabajo, y me da para vivir, que es lo importante.
Pero, claro, esto a mis hermanas no hay quien se lo meta en la cabeza, venga a darme la murga todo el día con aquello de Cristina, que no puedes seguir así y Cristina, qué vas a hacer con tu vida… Qué pelmas. Mi hermana Rosa, que es una ejecutiva de alto standing, cree que todas deberíamos ser como ella y llegar a lo más alto, y me parece que para ella una hermana camarera supone el mismo deshonor que una hermana puta para un siciliano. En su sistema de vida el valor de cada persona es fácilmente mensurable y cuantificable: se halla extrayendo la media numérica de factores tales como los ceros de su cuenta corriente, los metros cuadrados de su despacho o el número de subordinados a su cargo, y a partir de ahí se les adjudica una puntuación del uno al diez. Es que ella es una especie de genio; es capaz de sacarte una raíz cuadrada de un número de cuatro cifras sin lápiz ni papel y se sabe de memoria las capitales de todos los países del mundo, hasta la más perdida. Pero, como corresponde a su calidad de genio, anda un poco grillada. Apenas se relaciona con nadie. Tiene un carácter tan hermético que se diría envasado al vacío.
Y tampoco es que la hermana que me queda sea un prodigio de estabilidad mental. Hace dos semanas me llamó mi madre, muy preocupada, para hablarme, precisamente, de mi hermana Ana. Desde el momento en que escuché aquella voz glacial y contenida al otro lado de la línea, ya sabía que algo tenía que ir mal, porque mi madre no suele llamarme así como así. Sus contactos, planificados y escasos, requieren una justificación importante, una razón seria que le obligue a aventurarse a cruzar el frágil puente, hecho de un trenzado de reproches velados y suposiciones absurdas, que hemos tendido sobre el abismo que nos separa. No sabéis cuánto me cuesta, cuánto me duele, reconocer que entre la autora de mis días y yo no queda otro vínculo que el de la mutua desconfianza. Y mientras mi madre hablaba de mi hermana y me explicaba lo preocupada que le tenía el hecho de que mi hermana Ana, el ama de casa formalísima cuya dulzura y maneras nunca habíamos visto flaquear, llevase una temporada llorando sin parar y adelgazando a ojos vista, tuve que asumir que me sentía como si me estuviera hablando de una perfecta desconocida, porque, en realidad, ¿tengo yo alguna idea de cómo es mi hermana Ana? Prácticamente no nos hablamos, y creo recordar que tampoco lo hacíamos cuando vivíamos en la misma casa (de eso, me parece, hace mil años). Admitámoslo: a sus ojos, yo soy un putón. A los míos, ella es una maruja. En eso consiste nuestro cariño fraternal. Y a una no le gusta hablar de su familia porque de pronto cae en la cuenta de que no tiene ninguna tabla a la que agarrarse en medio de este naufragio general de familias desunidas, empleos precarios, relaciones efímeras y sexo infectado.
Pero volviendo a lo que estábamos, que me he ido por los cerros de úbeda, a lo de mis problemas ginecológicos, digo, la segunda prueba fue un raspado (para no herir vuestra sensibilidad os ahorro el relato de cómo se obtiene una muestra del tejido de los ovarios) y entonces la doctora decidió que el problema se llamaba «endometriosis», que es como una masa de células muertas, o algo así, que se acumulan en el endometrio y lo bloquean. Resulta que la tal endometriosis es una de las principales causas de esterilidad femenina, y yo sin saberlo. Así que me recetaron unas pastillas que me pusieron malísima, venga a vomitar y a marcarme, por no hablar de los dolores, unos calambres espantosos, como si te abrieran las entrañas con tenazas. Caminé dos días casi a tientas por la calle, entre los edificios desdibujados por mi visión borrosa, teniendo que detenerme cada tres pasos para expulsar un líquido bilioso y semitransparente que fluía, imparable, por mi boca. Y ni por ésas, seguía sin tener la regla.
La última prueba, la definitiva, consistió en un recuento hormonal, y la conclusión a la que mi doctora ha llegado tras cuatro semanas de análisis, ecografías, raspados, recuentos y demás intromisiones en mi intimidad femenina, en ese Santuario tantas veces asaltado, es que padezco un «exceso de testosterona», agarraos, cómo suena el nombrecito. Para que os aclaréis: resulta que la testosterona es una hormona masculina, y el estrógeno la femenina, y el cuerpo humano, cualquier cuerpo humano, posee parte de ambas. La proporción define el género. Predominancia de estrógeno: femenino. De testosterona: masculino. Y yo, precisamente yo, tengo más testosterona de la que tenía que tener y por eso no me viene la regla. Cualquiera lo diría viéndome con estas tetas y estas caderas. Yo, que parezco la persona más femenina de la Tierra, y resulta que tengo más hormonas masculinas de las debidas.
Y, mira qué casualidad, a los dos días me encuentro con un artículo en el Cosmo que hablaba sobre el tema. Según el Cosmo en yanquilandia empezaron a tratar a una serie de menopáusicas con testosterona para ver si les arreglaban la vida y acababan con sus sofocos climatéricos, y descubrieron que a las señoras tratadas con testosterona se les disparaba la libido hasta la estratosfera. Me imagino a las pobres señoras incontenibles, desaforadas, abalanzándose sobre el cartero, sobre el lechero, sobre el repartidor de periódicos, sobre cualquier macho que se les pusiera por delante. Así que los doctores hicieron una investigación en serio sobre el fenómeno detectado y llegaron a las siguientes conclusiones: una, que las mujeres con exceso de testosterona poseen, o poseemos, impulsos sexuales más definidos que las demás, y, dos, que somos más agresivas y decididas.
Mi madre me ha mandado a un montón de psicólogos, uno detrás de otro, desde que cumplí los quince años y ella empezó a hartarse de soportar mis arrebatos de mal genio. Me he tirado media vida analizando las supuestas razones de mis sentimientos y mis reacciones. Mi promiscuidad incontrolada, sugerían, no era sino una búsqueda de la figura paterna. Las peleas con mi madre, un intento desesperado de definir mi personalidad mediante la oposición. Pero, según mi recuento hormonal, resulta que todas esas interminables horas que me he pasado tumbada en un diván intentando retrotraerme hasta la primera papilla que tomé, me las podía haber ahorrado, mira tú por dónde, porque la explicación de mis pasiones y mis rabletas era mucho más sencilla: un simple exceso de hormonas.