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Pero nada bueno dura eternamente. Llega un momento en que el sexo salvaje no lo cubre todo y surge el peligro de conocerse, y el compromiso. Y es el fin. Ahí fue cuando empecé a caer en la cuenta de todos los misterios que rodeaban a Iain. ¿Por qué vivía en España? Al fin y al cabo, prácticamente no tenía amigos ni razones para venir aquí, porque no se dedicaba a enseñar inglés ni nada por el estilo. Y ¿de qué coño vivía?

Tenía un apartamento precioso que debía de costarle una pasta. Al principio me dijo que tenía una beca, pero no me lo tragué. En primer lugar, porque el importe de una beca ni siquiera le habría dado para pagar el apartamento, y en segundo porque jamás le vi estudiar ni investigar. No hizo falta que me explicara que era rico. Estas cosas se notan, por mucho que uno vaya vestido con vaqueros raídos y camisetas desteñidas. Se nota en la tranquilidad ante la vida que sólo ofrece una posición acomodada, la seguridad de que ningún golpe va a ser demasiado doloroso porque tus padres han almohadillado la superficie sobre la que planeas. Me pregunto si Iain habría exhibido la misma tranquilidad en los pequeños detalles si hubiera nacido en otra familia.

Prácticamente vivíamos juntos. Poco a poco, sin advertirlo, había trasladado mis pertenencias indispensables a su apartamento y apenas pisaba el mío, si acaso una vez cada quince días para recoger correspondencia, discos y ropa. Yo había cedido, le había concedido ventaja y jugábamos en su campo. Con la excusa de que su apartamento era más bonito y espacioso me había llevado a su territorio.

Una tarde de domingo estaba hojeando sus libros, buscando algo que leer, cuando un papel amarillento que había estado guardado entre las páginas de Othello cayó al suelo. Cuando lo recogi me di cuenta de que se trataba de una carta. Debería haberla dejado donde estaba, pero no pude resistir la curiosidad. Él había salido a comprarme los periódicos. Eché un vistazo superficial a la misiva, decidida, en principio, a dejarla donde la había encontrado. La firmaba una tal Shiboin. La carta era muy larga, casi diez páginas. La curiosidad me pudo. Comencé a leerla con manos temblorosas. Temía que no me diese tiempo a leerla toda y que al regresar él me sorprendiera con las manos en la masa.

La chica tenía una letra bonita, pulcra y ordenada, que se volvía cada vez más caótica a medida que avanzaba la narración. Al final las líneas, que habían comenzado horizontales, se inclinaban hacia el suelo, descendentes y depresivas. Los palos de las tes se disparaban, como si escribiese apresurada, como si su mano intentase desesperadamente adaptarse a la velocidad de su pensamiento. Ella decía que nunca le olvidaría, que lo que habían vivido juntos era demasiado fuerte como para borrarlo. Que no soportaba su ausencia. Que necesitaba que la perdonase. «Ya no te acuerdas -le decía- de cuando nos juramos que si a uno de nosotros le sucedía algo, el otro se suicidaría para que estuviéramos juntos para siempre. ¿Cómo has podido olvidar eso?»

Me quedé de piedra. En primer lugar, porque no podía imaginar que él hubiera vivido una historia tan importante. Nunca me había hablado de eso. Ni siquiera me había mencionado de pasada a una antigua novia. En segundo lugar, ¿cómo había podido dejar una carta como aquélla entre los libros, tan descuidadamente, cuando sabía que yo me pasaba el día hurgando en sus estanterías, buscando lectura? Se me pasó por la cabeza que quizá lo había hecho intencionadamente, para que yo lo descubriera, porque no se atrevía a hablar de eso.

Por supuesto, yo no hice ningún comentario del descubrimiento, porque eso habría supuesto admitir que yo leía correspondencia ajena, y a mí se me había educado para considerar la invasión de la intimidad un crimen tan reprobable como el robo.

La curiosidad se instaló dentro de mi cabeza como un pulgón en el seno de una rosa, invisible y devoradora al mismo tiempo. Reparé en una carpeta marrón que reposaba en la estantería y a la que yo, hasta entonces, no había concedido mayor importancia. A primera vista se advertía que contenía correspondencia. Podían entreverse los sobres de correo aéreo, con sus bordes azules, blancos y rojos. Estaba decidida a investigar su contenido a la primera ocasión. Pero no resultaba tan fácil, porque Iain se pasaba el día en casa. No tenía que trabajar y ningún deber le obligaba a comprometer su tiempo, así que cuando yo no estaba en el bar él hacía lo posible por estar siempre a mi lado.

La oportunidad se presentó dos semanas después, el día en que Iain tuvo que ir al aeropuerto a recoger a un conocido de su padre, un hombre de negocios que hacía escala en Madrid de camino a Sudamérica. Calculé que estaría por lo menos dos horas ausente.

Una vez que se hubo marchado esperé una media hora, para asegurarme de que no volvería a buscar cualquier cosa que hubiese olvidado y no me sorprendería con las manos en la masa, y luego me abalancé sobre la carpeta. Estaba tan nerviosa que no sabía por dónde empezar. Me leí todas las cartas, una por una. La mayoría estaban fechadas dos años atrás, cuando Iain aún residía en Dublín. Me dolió comprobar que le importaban tanto como para haberlas traído con su equipaje. Las cartas hablaban mucho de amor y casi no mencionaban el sexo. Si lo hacían era muy de pasada y eufemísticamente, refiriéndose a «aquella noche tan bella que pasamos juntos» y cursiladas por el estilo.

Recuerdo un párrafo casi de memoria. Creo incluso que, si me oncentro, puedo verlo escrito en aquellos caracteres redondos: «Más que nada siento haberte mentido, más que cualquier otra cosa que haya hecho. Pero haría cualquier cosa, cualquier cosa, por que me perdonases…» Por las cartas me enteré de que Shiboin estudiaba enfermería en Dublín. Sus padres vivían en Cork. Escribía a Iain desde montones de paraísos vacacionales: había cartas enviadas desde Grecia, escritas en la cubierta del yate de su padre y franqueadas en el transcurso de una escala técnica en

Corfú; cartas escritas desde un refugio alpino en Gstaad, que hablaban de slaloms y ventiscas y de los progresos de Shiboin en las pistas más difíciles; cartas enviadas desde su casa de Cork, donde pasaba la Navidad junto a su familia, y donde montaba todas las mañanas en su caballo… Evidentemente, era muy rica. O mejor dicho, su padre lo era.

En último lugar había un sobre repleto de fotos de todo tipo. Fotos de Shiboin e Laín juntos en una fiesta, abrazados, con sonrisa de circunstancias, gorritos de papel en la cabeza y los ojos enrojecidos por el flash. Shiboin en el campo irlandés, el pelo rubio cayendo indolente sobre la cara, abrazada sonriente a su caballo. Shiboin en traje de noche, posando junto a un hombre mayor de perfil aristocrático y expresión orgullosa, vestido de esmoquin, que supuse debía de ser su padre. Shiboin en la playa luciendo un traje de baño de una pieza lo suficientemente sobrio como para no ser comprometedor y lo suficientemente revelador como para dejar adivinar un cuerpo espléndido, moldeado a fuerza de años de ejercicio y buena alimentación.

No encontré, sin embargo, las típicas fotos comprometedoras que suelen hacerse los amantes, esas fotos que tantos quebraderos de cabeza causan cuando llega la ruptura. Ninguna foto de Shiboin desnuda. Ni siquiera una foto de Shiboin recién levantada de la cama. Me extrañó un poco, y me alivió a la vez.

Era guapa. Y elegante, además. Aunque es fácil ser elegante cuando una puede permitirse el lujo de gastarse una fortuna en vestuario. Era exactamente el tipo de chica que yo había odiado en el colegio. Aquellas princesitas de buena familia católica que te miraban por encima del hombro porque tus zapatos no eran Castellanos ni tus polos Lacoste. Y lo peor de todo era que Shiboin escribía bien. No parecía nada tonta.