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Me pregunto si las cosas me habrían resultado más fáciles si ella se hubiera parecido más a mí, si no hubiera sido mi perfecta antítesis. La rubia espiritual versus la morena carnal. Un millón de preguntas bullían en mi cabeza, como un enjambre de abejas asesinas. ¿Seguía Iain enamorado de ella? ¿Por qué conservaba sus cartas? ¿Por qué las dejaba tan a la vista? ¿Por qué dejó una de las cartas dentro de un libro, como si de una puesta en escena se tratara? ¿Cómo podía sentirse atraído por dos mujeres tan distintas entre sí?-¿ Se habría decantado por el tipo opuesto a su anterior novia precisamente porque ella le había hecho sufrir demasiado? En la cama, ¿haría con ella lo que hacía conmigo? Y si lo había hecho, ¿por qué ella nunca lo mencionaba, por qué pasaba por alto una cosa tan importante? Quizá hubieran mantenido un tipo de relación que yo ni siquiera podía imaginar, una historia que no necesitaba sexo para cimentarse. Quizá él hubiera cambiado la virgen por la puta, porque ésta resultaba menos peligrosa.

Una segunda lectura de las cartas, especialmente de las últimas, me permitió adivinar, a través de las veladas referencias de Shiboin, algo que antes se me había pasado por alto, ocupada como estaba en averiguar cómo era Shiboin, por encima de la historia que había vivido. Aunque ella nunca lo decía explícitamente, resultaba evidente que cuando hablaba de sus mentiras y de aquello que él no podía perdonarle estaba refiriéndose a un desliz con otro hombre. Aquello me dolió muchísimo, porque implicaba que si él la había abandonado no era porque hubiese dejado de quererla, sino precisamente porque la quería demasiado, y automáticamente yo pasaba a convertirme en el segundo plato, en el sucedáneo, en la merluza congelada que se compra cuando no hay medios para comprarla fresca. ¿Quién podía garantizarme, a partir de entonces, que él me quería tanto como aseguraba? ¿Qué validez tenían sus palabras y sus promesas? Por primera vez conocí de cerca el fantasma de los celos, la amargura de la incertidumbre, una sensación mezcla de abandono y bajón drástico de autoestima, una comezón que nunca antes había experimentado y que no le deseo ni a mi peor enemigo. Y para mayor castigo, se añadía la vergüenza de sentirme inmadura, de saber que era presa de un sentimiento que todos mis terapeutas despreciaban unánimemente y que atribuían a una inseguridad neurótica. Yo siempre había llevado muy a gala el hecho de que era una chica moderna, independiente, una de esas chicas en cuyo vocabulario no entra la palabra posesión. Autodestructiva, politoxicómana, maníaco depresiva, quizá. Celosa, no.

Olvídate del sida y de las drogas, de las bombas nucleares, de los experimentos genéticos, de la manipulación de la información por parte del poder. La verdadera amenaza, la más presente, son los celos y el deseo, el éxtasis, el arrebato, el momento en que te tocará derribar las estructuras sobre las cuales asentaste tu equilibrio mental. La pasión es la amenaza más presente, no importa lo racional que creas que eres. Nadie está a salvo.

Y comprendí a qué venían los numeritos de Iain, las miradas torvas que me dirigía cada vez que uno de los camareros me cogía de la mano o que uno de los clientes fijaba su mirada en mi escote, las broncas que montaba cuando me paraba a saludar a algún amigo en la calle y le sonreía más de lo que él consideraba necesario. No quería que se repitiese lo de Shiboin. Le había dolido mucho. Y a mí me dolía aún más que a él le hubiese dolido tanto.

Acabamos precisamente por eso. Por sus numeritos de celos. El día en que decidí que ya me había hartado de soportarlos. El día en que le dejé. 0 quizá me dejó él…

Puede que fuera mejor así… Quizá más vale acabar de forma abrupta, cortar mientras la llama aún está encendida, que llegar a ese punto en que la ternura se convierte en amabilidad, la necesidad en simple obligación. Mejor echar algo de menos que acabar echándolo de más. Prefiero la nostalgia a la rutina.

Me levanto todas las mañanas, sola, aprieto la tecla de play del loro que está al lado de la cama y escucho siempre la misma canción. Un adolescente desganado de acento mancuniano desgrana con voz perezosa el mismo estribillo una y otra vez: She cant get enough, can't get enough, can't get enough… love, por encima de una sección de vientos que ataca lentífisima el mismo riff hipnótico, y así los demás entendemos que cuando Sean dice amor en realidad quiere decir sexo. Exactamente igual que el común de los mortales. Tarareando ese estribillo y moviéndome al compás me dirijo hacia el cuarto de baño, me ducho y me lavo los dientes. La cara que miro en el espejo es la de una chica que tampoco consigue bastante amor ni bastante sexo. De hecho, nada en absoluto.

Después, me voy a trabajar. Copas y discusiones con el encargado. Subir y bajar cajas de cerveza. Esquivar a los pesados que quieren averiguar a qué hora sales. Las interminables horas que paso en el bar no cuentan. Estoy muerta. No soy yo. Soy un doble cibernético, una réplica catódica, un zombi andante, cualquier cosa. Hablo como yo, Visto como yo, miro como yo, pero no soy yo.

Y cuando vuelvo a mi casa a las seis de la mañana llego tarareando el mismo estribillo que llevo grabado a fuego en la cabeza. Me digo a mí misma que esta vez voy a controlarme y no pondré la misma canción, pero no puedo evitarlo. Llego y vuelvo a pulsar la tecla de play y vuelve a sonar el mismo compact que sonaba esta mañana, y ayer por la noche, y el día anterior. She can't get enough, can't get enough, can't get enough… love. Sí, señor, ésa soy yo.

Capto, por supuesto, el doble significado de la frase, no sólo sobre el amor y el sexo, sino sobre la supuesta insaciabilidad de la heroína de la canción y no concibo por qué me he obsesionado tanto, pero no puedo evitarlo. Todos los movimientos mecánicos que vienen después -preparar la cena, recoger la ropa, poner la lavadora, desmaquillarme- están dominados por el mismo estribillo, una y otra vez. Leo, como siempre, antes de acostarme, y entre cada línea se me va colando la dichosa frasecita: she can't get enough love.

Cierro los ojos e intento reconstruir en mi memoria el tacto de su cuello firme y sólido y de sus hombros perfectos, el olor de sus camisas y el timbre de su voz. Mientras sea capaz de recordar cada uno de esos detalles, sé que no habré perdido a Iain del todo.

El recuerdo de esas pequeñas cosas no me entristece. Todo lo contrario, me tranquiliza. Exactamente igual que repetir una letanía. Recordarte a ti misma que tienes algo que adorar.

Por supuesto que salgo, de cuando en cuando, y bailo y flirteo y me drogo y me emborracho y reparto por aquí y por allá ramalazos de belleza, de la belleza que aún me queda. Pero de momento, nadie ha pisado mi casa. Tengo la impresión de que nadie podría compartir la banda sonora, de que nadie podría entender como yo entiendo el significado de esa frase. A veces me quedo leyendo hasta la madrugada y el compact sigue adelante, hasta el final, y todos esos saxos lánguidos se empeñan en recordarme que no tengo suficiente amor.

Uno de estos sábados, por la noche, marcaré el número de Iain. Andará por ahí con su sempiterno vaso de whisky en la mano y una rubia remilgada colgada del brazo. Saldrá el contestador y dejaré grabada la puñetera musiquita. Cuando escuche que ella nunca tiene suficiente… amor, sabrá perfectamente que se trata de mí. Él sabe que yo nunca tengo suficiente.

Tedio y tiempo empiezan por la misma letra, y las horas y los días pasan sin hacer nada, como una sucesión inacabable de hojas en el calendario. Es muy aburrido vivir cuando no tienes nada que hacer y nadie en quien apoyarte. Mi marido y mi hijo, ya lo sé, pero ya no me basta. Aquí encerrada en casa todo el día… No sé, me encantaría tener amigas. Aparte de la cuadrilla de San Sebastián, que al fin y al cabo no eran otra cosa que amistades de conveniencia, de qué me serviría a mí negarlo ahora, lo cierto es que no tengo ninguna amiga de verdad, excepto mamá, creo, no sé.