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Me gustaría llevarme mejor con mis hermanas, pero no es tan fácil. ¿De qué podría hablar con ellas? Rosa todo el día con su carrera y su trabajo, y Cristina tan moderna ella… No es que yo no lo intente, yo intento ser amable y esas cosas, pero no, no es tan fácil. La sangre no une tanto como debiera, y cuando las personas no son afines, no lo son, y eso no hay forma de arreglarlo.

A veces, sin embargo, me apetece llamar a Cristina, porque creo que ella podría entenderme y podría explicarme por qué últimamente no consigo parar de llorar. Al fin y al cabo, se supone que es ella la que tenía problemas mentales, ¿no?

No sé, lo de los problemas mentales de Cristina es una historia que no conozco de primera mano, porque ocurrió después de que yo me casara, y todo lo que yo sabía era a través de mi madre, que me llamaba desesperada y harta para desahogarse: «No puedo con esta niña, es que no puedo, te lo advierto, Ana, cualquier día voy a hacer una barbaridad.» Y confiaba en mí para que le ayudase, por aquello de que yo era una mujer casada y sensata, y yo pensaba para mis adentros que qué podía hacer yo, si tenía muy claro que a Cristina no la paraba nadie, y mucho menos yo, porque yo seré muy buena chica y muy sensata y muy todo, o eso piensa mamá, pero no dispongo de la mitad de las energías de mi hermana pequeña.

Cuando Cristina nos pegó el primer susto ella tenía dieciséis años y yo acababa de casarme, como quien dice. A ella le costó una semana en la UVI y a todas nosotras un montón de lágrimas y de dolores de cabeza. Ninguna tiene muy claro por qué lo hizo. Y la historia que yo sé no la conozco de primera mano y sólo sé lo que mamá y Rosa me contaron. Que Cristina llegó borracha a las tantas de la mañana y que se encontró a mamá despierta, esperándola. Que tuvieron una de sus broncas de costumbre, porque, según mamá, cualquier persona que viviera bajo su techo (y remarcaba aquel posesivo) debía ajustarse a un horario decente, y por decente se entendía que a los dieciséis años una debía estar en casa a las diez de la noche, como habíamos estado las demás. Que Cristina se metió en su habitación pegando un portazo y que a la mañana siguiente, cuando Rosa fue a despertarla, se dio cuenta de que Cristina no se movía, no reaccionaba, de que jadeaba de forma extraña, y de que un reguero de saliva solidificada le bajaba desde la comisura de la boca hasta la curva de la mandíbula. Fue en ese momento cuando reparó en que al lado de la cama había una caja de neorides y una botella de pacharán, vacías las dos. Y ya puede agradecerle Cristina a Dios que mi hermana Rosa sea tan lista y se diese cuenta inmediatamente de lo que había hecho, porque si llego a ser yo la que se la encuentra seguro que, primero, no me habría enterado de lo que pasaba, y, segundo, que aunque me hubiera enterado no habría sabido qué hacer. Y Rosa llamó de inmediato una ambulancia, y para el hospital se fue Cristina, que tuvimos mucha suerte, decían los médicos, que la niña era muy fuerte y no sólo había sobrevivido sino que, además, la burrada que hizo no tuvo consecuencias más graves, porque podía haberle afectado la cabeza y nos habríamos quedado con una hermana medio sorda o medio ciega o yo qué sé…

Recuerdo una vez, y de esto no hace tanto, en una comida familiar, mamá estaba quejándose de la vida que lleva Cristina, trabajando en un bar y eso, cuando tiene una carrera terminada, y con muy buenas notas, además, y Cristina dijo, lo recuerdo perfectamente, que daba igual lo que ella hiciera con su vida, porque al fin y al cabo estaba viviendo de prestado. Y supongo yo que se refería a que, como había sobrevivido por casualidad, la vida que tiene se la ha regalado Dios o el azar o la suerte, pero que en cualquier caso no la considera como suya, porque la suya, la que le tocaba de verdad, se quedó allí, en la UVI, y desapareció durante los tres días que estuvo inconsciente, supongo.

Pero aquél sólo fue el primer susto, a pesar de que mamá envió a la niña a uno de los mejores psicólogos de Madrid, que nos lo había recomendado mi suegro y que le salía a mamá por un ojo de la cara, pero que no nos sirvió de nada porque después vino el resto de los numeritos, una sucesión de animaladas con las que Cristina nos sorprendía periódicamente, tan brillantes y tan previsibles como la luna llena, aunque nunca sabíamos, eso sí, cuál sería exactamente la próxima sorpresita que nos depararía la niña. En una ocasión desapareció durante cinco días y cuando por fin nos dijeron dónde estaba tuvimos que ir a recogerla a un centro de acogida de la Comunidad de Madrid, totalmente demacrada y cubierta de moratones, incapaz de recordar dónde había estado. Otra vez Rosa se la encontró inconsciente, tirada en el garaje de casa. Al principio Rosa pensó que estaba muerta, porque llegó a pellizcarla y todo y Cristina no se movía. Y vuelta a llamar a la ambulancia, y vuelta a llevar a Cristina al hospital, y resultó que lo que le pasaba a la niña es que se había metido heroína, sí, heroína, que mamá no podía ni creérselo ni yo tampoco, porque hasta entonces yo siempre había asociado lo de la heroína con esos chicos famélicos y desgreñados y sucios que intentan venderte kleenex en los semáforos, y no con una niña de dieciséis años, sana y guapa, y de buena familia, además, que por entonces aún iba al instituto. Y cada dos por tres Cristina tenía una bronca nueva con mamá y pegaba unos berridos que se enteraban todos los vecinos y decía que no entendía por qué había venido a este mundo, y mamá me llamaba desesperada diciendo aquello de que aquella niña era la piel del demonio, y que seguro que había salido a su padre porque todas las demás mujeres de la familia siempre habíamos sido muy tranquilas y muy controladas.

Así, según lo cuento, da la impresión de que Cristina estaba completamente loca y de que, además, era insoportable, pero para nada. Cuando Cristina estaba de buenas no había niña más encantadora en el mundo, y como encima era monísima, que todavía lo es, se traía a todo el mundo de calle. Tenía tantos novios, o amigos, o lo que fuera, que nos resultaba imposible llevar la cuenta, y cuando ya le habíamos cogido cariño a uno entonces teníamos que olvidarnos de él y hacernos al siguiente, y la pobre Rosa se hacía un lío con los nombres de los unos y los otros. Todos se parecían, todos más o menos guapos, con moto, y siempre con las mismas pintas, cazadora de cuero y pelo cortísimo, muy modernitos ellos, y siempre babeando por detrás de los pasos de mi hermana. A mamá casi le daba un telele cada vez que veía a uno de esos pintas esperando en el portal de casa, porque ya sabía que por fuerza tenía que tratarse de una de las últimas adquisiciones de Cristinita, adquisiciones que a ella no le hacían ninguna gracia, por supuesto. De la misma forma que no le hacía gracia la manía de Cristina de escuchar sus discos a todo volumen, aquellos discos que parecían pasos de Semana Santa, con unos cantantes que ni cantaban ni nada, en cuyas portadas andaban todos vestidos de negro y cubiertos de crucifijos, o su manía de pasarse días enteros sin comer, o de empeñarse en llevar medias con agujeros. Por no hablar de aquella vez que apareció con el pelo rapado al uno, que parecía recién salida de un campo de concentración, y que los vecinos todavía deben de recordarlo, porque los gritos que pegó mi madre cuando la vio entrar en casa debieron de oírse hasta en Sebastopol, según me contó Rosa.

Y también tenía millones de amigas, compañeras de clase tan chaladas como ella que se empeñaban en llevar las uñas pintadas de verde y el pelo cortado en forma de palmera, y vestidas todas de negro, como una cofradía de plañideras, y que se colaban en la habitación de Cristina silenciosas y rápidas como un ejército de cucarachas, porque mamá, por supuesto, no podía ni verlas. Y entre los novios que la perseguían y las amigas que la llamaban para contarle sus penas la cuestión es que los fines de semana el teléfono de casa de mamá estaba bloqueado a todas horas, y a mamá, claro, se la llevaban los demonios.