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Palabras que me definen. Equilibrio tecnológico. Correo electrónico. Memoria Ram. lances. Presupuestos. Informes por triplicado. Curvas de camna. Capital riesgo. Mínimo amortizable. Comité de dirección. an de crecimiento. Inyección de capital. Versión alfa. Fase beta. Proyectos. Equipos. Multimedia. Liderazgo.

Mi vida no es muy apasionante. Mi trayectoria fue meteórica. Acabé la carrera con excelentes notas y empecé a trabajar a los veintidós años. A los veintiocho me nombraron directora financiera y mi foto salió en la sección de negocios de El País.

He tenido cuatro amantes, ninguno de ellos fijo ni particularente memorable. Sé bien que no son muchos, si tenemos en cuenta mi edad.

No ha sido una cuestión de moral. Ha sido, quizá, una cuestión de circunstancias.

No puedo decir que tenga amigos, aunque es cierto que mantengo cierta vida social. A veces voy a cenas de negocios o salgo con colegas del trabajo. También asisto periódicamente a reuniones de antiguos alumnos en las que compruebo cómo los chicos de mi clase se han convertido en señores calvos con barriga y las chicas en madres de familia, como se veía venir.

El único misterio de mi vida, la única nota de aventura, es esa retahíla de llamadas telefónicas sin sentido. Ese toque de atención constante que recibo todas las noches, cuando suena el teléfono a eso de las once y media. Descuelgo el auricular y al otro lado de la línea escucho siempre la misma canción. La hora fatal, de Purcell.

No me imagino quién puede llamarme. Intenté que la compañía telefónica me hiciese llegar un listado de los números de teléfono desde los que se me llama. Imposible. Me explicaron que en Inglaterra existe un sistema por el que puedes localizar el número de la última persona que te ha llamado. Aquí no.

He hecho todo tipo de análisis y cálculos de probabilidades para averiguar la identidad del misterioso llamador anónimo. He revisado minuciosamente el historial de todos mis amantes.

Está aquel profesor con el que perdí mi virginidad, no porque él me gustase demasiado sino porque yo consideré que a los veintiún años ya iba siendo hora de dejar de ser doncella. Él no sabía que yo era virgen y acabó concediéndole a aquel hecho una importancia mucho mayor de la que en realidad tenía. El pobre hombre se sentía obligado conmigo.

Sin embargo, para mí se había tratado simplemente de una prueba empírica, y no particularmente satisfactoria, por cierto. Para mí el tema de la virginidad no tenía mayor importancia.

Mi virginidad no era sino un remanente de mi cuerpo que habría querido guardar para Gonzalo, pero como Gonzalo no había querido cogerlo, me apresuré a regalárselo al primero que lo quiso. Yo había pensado que, estando él casado, la cosa no pasaría de ser una aventura sin importancia.

Pero él no debió de verlo así. Empezó a llamarme a todas horas. Decía que estaba dispuesto a dejar a su mujer. Me asusté. No quería que la cosa trascendiera. Cualquiera podía pensar que obtenía las mejores notas a fuerza de irme a la cama con los profesores. Antes morir que pasar por eso.

Por otra parte, tampoco quería acabar mal con él. Al fin y al cabo, era uno de los candidatos a convertirse en mi director de tesis.

Intenté explicarle que la responsabilidad de un matrimonio roto era demasiado para mí. No era verdad, por supuesto, pero se trataba de la única excusa que encontraba para acabar diplomáticamente con la relación.

Él se puso a llorar. Era la primera vez que yo veía llorar a un hombre, excepto en la televisión, claro, y me sentía enormemente incómoda. No merecía la pena pagar tanto por tan poco.

Tanto derroche de lágrimas. Tanto chantaje sentimental. Y todo por tener a un sujeto balanceándose encima de ti, jadeando como un cachorro.

No me extrañaría que fuese él quien llama. Me conoce lo bastante como para saber de mi obsesión por Purcell, y tiene un carácter lo suficientemente inestable como para hacer una tontería así. Pero no puede ser él. Le resultaría casi imposible conseguir mi teléfono. Sólo los más cercanos lo tienen, y, por expreso deseo mío, no figura en la guía. Aunque, ¿quién sabe?, todo es posible. Al fin y al cabo, hay muchas formas de conseguir un número de teléfono. En la vida casi todo se consigue si uno insiste lo suficiente.

Podría tratarse de aquel medio novio que tuve en la universidad, aquel pijo mocoso cuyo padre poseía la mayor cadena de cafeterías de Madrid y que se había empeñado en que su hijo estudiara económicas para dirigir un día aquel emporio, a pesar de que el pobre chico era claramente negado para los estudios y apenas había leído cuatro libros en su vida.

Él debió de encontrarme atractiva, porque yo suponía un respiro de todas aquellas rubias teñidas con que había salido que se llamaban Elsa o Patricia o Natalia, y que conducían coches con frenos ABS que sus papás les habían regalado al cumplir los dieciocho años. Aquellas chicas a las que conocía de toda la vida, de los veranos en Mallorca y las mañanas en el club de equitación.

Por qué me dejé embobar por todo su dinero y su manía de alargar las eses al hablar, sigue siendo un misterio. Tal vez supuse, sencillamente, que eso era lo que debía hacer.

Una vez que llegué a la universidad y comprendí que aquél era un lugar como cualquier otro, que mis compañeros de clase no eran el súminum de la intelectualidad y el savoir faire, sino solamente un hatajo de hormonas con patas, exactamente igual al resto de los adolescentes que no iban a la universidad, decidí que, ya puestos, mejor liarse con uno que tuviese el dinero suficiente para invitarme a todas las copas, sacarme de Madrid los fines de semana y dejarme por las noches a la puerta de casa en su Peugeot 205.

En suma, que pagara mis favores como lo merecían. Estuvimos juntos casi un año. Y cuando me dejó diciendo que le creaba complejo de inferioridad salir con una mujer más inteligente que él, no le guardé ningún rencor. Al fin y al cabo había sido sincero.

Y, además, siempre supe que tarde o temprano volvería a su mundo de botas a medida y clubes de campo, a sus rubias teñidas, vestidas de Cerruti de pies a cabeza. Pero tampoco es él quien me llama, aunque podría haber conseguido mi teléfono a través de algún amigo común de la facultad. No, no creo que sea él.

Él debe de pensar que Purcell es una marca de electrodomésticos.

Tampoco creo que sea Ramón. El asesor jurídico de la empresa. Casado. Citas furtivas y llamadas en clave. Ramos de rosas con tarjeta anónima. «Rosas para Rosa.» Qué cursi podía llegar a ser, el pobre. Dos niños a los que nunca dejaría. Y no mucho más que recordar. Tampoco creo que él me recuerde mucho, aun cuando sólo se encuentre a dos despachos de distancia.

Menos todavía que me llame. «Si ha iniciado un romance en la oficina póngale fin.» Palabras de Debra Carter, especialista en formación y asesoría de empresas. Atesoro sus libros en la estantería de mi despacho al lado de una lista interminable de manuales de econometría y contabilidad.