Выбрать главу

Mis soldados alineados, en formación, preparados para defenderme en todas las batallas.

«No ascienda a la persona con quien ha mantenido esa relación y no cometa la equivocación de creer que la incidencia es “inocente” y que nadie se enterará. Todo acaba por saberse, y ésa es una regla que no conoce excepciones.

»La mayoría de los triunfadores una vez han tomado la decisión de atacar la cumbre, ponen término a todas las relaciones privadas susceptibles de originar equívocos. Saben que es alterar las reglas del contacto humano y llamar al desastre.»

Así que pusimos término a nuestra relación. Lo decidimos de mutuo acuerdo. Ambos queríamos ser triunfadores.

No, él no puede ser.

Y sólo nos queda Luis. Un ejecutivo de Willis Faber. Seis meses de aburridísimos fines de semana en común. Paseos por exposiciones y cenas en restaurantes caros. Ligueros que parecían murciélagos cuando los dejaba colgados en el respaldo de la silla. Ropa interior negra llena de lazos y encajes. Incluso un par de esposas. Había visto, claro está, Nueve semanas y media. Este sí podía ser. Lo de las llamadas está en su línea de perversión light. Pero algo no concuerda. Él era demasiado racional como para eso.

Además, fue él quien decidió acabar la relación.

No, no tendría sentido que ahora me acosara.

A veces fantaseo con la idea de que sea Gonzalo. Quizá Gonzalo siempre supiese lo que yo había sentido durante todos aquellos años en que convivimos. Quizá después de la metedura de pata con lo de Cristina no se atreva a dirigirme la palabra.

Qué manera de engañarse.

Apuntes para mi tesis: Catulo dedicó toda su obra a Lesbia. Antinoo se arrojó a un estanque cuando pensó que ya no era suficientemente bello para Adriano. Marco Antonio perdió un imperio por Cleopatra. Lancelot traicionó a su mentor y mejor amigo por el amor de la reina Ginebra, y enfermo de amor y remordimiento emprendió el peregrinaje en busca del Santo Grial. Robin Hood raptó a lady Marian. Beatriz rescató a Dante del Purgatorio. Petrarca dedicó toda su obra a Laura. Abelardo y Eloísa se escribieron durante toda la vida. Diego Marcilla, en Teruel, cayó muerto a los pies de Isabel de Segura al enterarse de que ésta había desposado al pretendiente designado por su padre. Julieta bebió una copa de veneno cuando vio muerto a Romeo. Melibea se arrojó por la ventana a la muerte de Calixto. Ofelia se tiró al río porque pensó que Hamlet no la amaba. Polifemo cantó a Galatea hasta el final de sus días mientras vagaba lloroso entre prados y ríos. Botticelli enloqueció por Simonetta Vespucci después de inmortalizar su belleza en la mayor parte de sus cuadros.

Juana de Castilla veló a Felipe el Hermoso durante meses, día y noche y sin dejar de llorar, y acto seguido se retiró a un convento. Don Quijote dedicó todas sus gestas a Dulcinea. Doña Inés se suicidó por don Juan y regresó más tarde desde el paraíso para interceder por su alma. Garcilaso escribió decenas de poemas para Isabel de Freire, aunque nunca la tocó. San Francisco de Borja abandonó la corte a la muerte de la emperatriz Isabel. No volvió a tocar a una mujer. Isabel de Inglaterra rechazó a príncipes y reyes por el amor de sir Francis Drake. Sandokán luchó por Marianna, la Perla de Labuán. Werther se pegó un tiro en la sien cuando le anunciaron la boda de Carlota. Hólderlin se retiró a una torre a la muerte de Diotima, a la que no había tocado jamás, y nunca salió de allí. Rimbaud, que había escrito obras maestras a los dieciséis años, no escribió una sola línea desde el momento en que acabó su relación con VerIaine, se hizo tratante de esclavos y se suicidó literariamente. VerIaine intentó asesinar a Rimbaud, acto seguido se convirtió al catolicismo y escribió las Confesiones; nunca volvió a ser el mismo. Julián Sorel aguantó dos meses sin mirar a los ojos a Matilde de la Mole para recuperar su cariño. Ana Karenina abandonó a su hijo por el amor del teniente Vronski, y se dejó arrollar por un tren cuando creyó que había perdido aquel amor. Camille Claudel enloqueció por Rodin, que nunca movió un dedo por ella. Y yo sigo dejándole a Iain recados diarios en el contestador, pero si me lo pidiera dejaría de hacerlo y nunca más volvería a llamarle. Y no se me ocurriría mayor prueba de amor, porque pienso en él constantemente.

La tristeza se extiende como una mancha de aceite, lenta e imborrable. No encuentro un estropajo para fregarme el alma. Llevo un mes sin dejar de llorar y apenas puedo comer. Todas las noches me meto en la cama y lloro, lloro, lloro y lloro. Lloro en silencio lágrimas saladas que resbalan por mis mejillas como gotas de lluvia en un cristal. Mi matrimonio se está yendo a pique y Borja aguanta la situación como puede, y yo pienso que lo hace, sobre todo, por el niño, y puede que también por pena, porque al fin y al cabo, yo lo sé, Borja es buena persona y es lógico que le parta el alma verme así. Al principio le intuía más preocupado. Pero ahora se le nota algo cambiado, y se le ve, sobre todo, desilusionado. Cuando Borja vuelve del trabajo se encuentra a su mujer metida en la cama, ojerosa, demacrada y taciturna, y a veces se me pasa por la cabeza si Borja no se dará cuenta, aunque sólo sea un poco, de lo que pasa, si no se dará cuenta de que lo mío es más serio de lo que parece. Pero, no sé, él no dice nada.

Me levanto todas las mañanas a las siete, despierto al niño, le lavo, le visto y lo hago todo de forma mecánica. Me esfuerzo en volver a sentir aquella energía cálida y envolvente que sentía antes cuando le bañaba, aquella sobredosis de cariño que se me salía por los poros, que se me escapaba por las puntas de los dedos como una corriente eléctrica, pero ya no es lo mismo. Sigo queriendo a mi hijo tanto o más que antes, eso es innegable, una madre siempre es una madre, vamos, creo yo, pero el caso es que ahora, por las mañanas, siento una infinita pereza, unas ganas incontrolables de volver a la cama a llorar. Preparo el desayuno como puedo. He perdido el entusiasmo, la alegría que me inspiraba enjabonar las piernecitas regordetas del bebé. Oigo los ruidos que hace Borja cuando se despierta, como de costumbre, media hora más tarde que yo, cuando se encamina cansinamente hacia el baño, arrastrando los pies dentro de sus zapatillas de felpa. Luego desayunaremos juntos en la cocina, Borja leerá el periódico y yo mordisquearé pedacitos de tostada y mientras intentaré que el niño se trague su potito Bledine. Antes insistía mucho en que se lo acabara entero, pero ahora, no sé, como que cada vez me da más igual. Cuando acabemos de desayunar terminaré de vestir al niño y Borja se marchará con el crío en brazos y camino del trabajo lo dejará en la guardería, pero, eso sí, antes de irse, en la puerta, me besará en la mejilla como ha venido haciendo de lunes a viernes todas las mañanas durante los últimos cuatro años, porque mi marido es una buena persona, aunque bastante previsible, eso sí. Y cuando la puerta se cierre, regresaré a la cama, me tumbaré y me pondré a llorar. Tengo un manantial inagotable que me brota desde dentro del estómago y del que surgen lágrimas y más lágrimas cristalinas que parecen pequeños caramelitos de anís.

Antes se me ocurrían millones de cosas que hacer, y las mañanas se me pasaban volando. Limpiaba la casa, iba a hacer la compra, llamaba a mamá, contestaba cartas, pintaba cenefas, tejía maceteros, regaba plantas, cosía almohadones, restauraba muebles, colgaba cuadros, fijaba estanterías… tenía la casa hecha una bombonera. Entre unas cosas y otras siempre estaba ocupadísima. No, no trabajaba, ni falta que me hacía. En mi opinión Rosa y Cristina podían quedarse con sus monsergas feministas.