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¡Cuántas veces les había oído decir que ellas no podrían vivir sin trabajar, que se aburrirían, que se asfixiarían entre cuatro paredes, que se volverían locas…! Pamplinas. Puro cuento. Entre la casa y el niño, decía yo cuando hablaba del tema con mamá, a poco que te esmeres no te queda un minuto libre, y debía de ser verdad, porque por entonces yo nunca me aburría.

Sé que suena absurdo, pero a mí me gustaba hacer la casa, no sé, siempre me ha parecido relajante limpiar, fregar y abrillantar. Me gustaba quitar el polvo del salón y ver cómo mi imagen se reflejaba en la mesa de caoba, y me gustaba limpiar los grifos de la cocina y comprobar cómo bastaba con una bayeta y un poco de Cristasol para arrancar destellos a una superficie opaca, y, no sé, parecerá tonto, pero a mí me parece que hay algo de relajante y tranquilizador en el acto de poner orden, de arreglar cosas, de transformar el caos en pulcritud. Mi marido se empeñaba en que tuviéramos una chica interna, pero yo no quería, porque al fin y al cabo durante años yo lo había limpiado todo en casa, y, además, mi casa era mía y no me apetecía tener una filipina, o una polaca, o peor aún, una dominicana, o cualquier extranjera que ni siquiera iba a entender lo que yo le dijera, instalada en mi nido como un pájaro cuco.

Pero hace ya un mes que he dejado de dedicarme a la casa y he prescindido de mi antigua costumbre de ir al mercado a diario, porque ahora prefiero hacer la compra una vez por semana, ir al supermercado y llenar un carrito hasta los bordes, y ahorrar tiempo. Eso significa que en casa ya no se come pescado fresco ni ensaladas, pero no parece que mi Borja se dé cuenta. Él llega tan cansado por las noches que casi ni presta atención a lo que cena.

He olvidado también mi antigua obsesión por la limpieza. No sé, antes practicaba un ritual diario compuesto de numerosos pasos sucesivos: hacía las camas, quitaba el polvo, ponía la lavadora, planchaba la colada, pasaba el plumero por las estanterías, aspiraba todas las alfombras y la moqueta del dormitorio, ahuecaba uno por uno los almohadones de los sofás del comedor y restregaba las superficies de los baños hasta dejar los grifos y los espejos relucientes. Pero ahora como que me he dado cuenta de que el trabajo de la casa puede estirarse hasta lo indecible o reducirse al máximo, y el resultado, en la práctica, siempre es el mismo. La chica viene, y con lo que ella hace basta con que yo le dedique media hora diaria a la cocina y otra media hora a los baños, y a veces ni eso, para que la casa esté bien. Desde luego, Borja no ha apreciado la diferencia. Así que dispongo de siete horas diarias para llorar a gusto, llorar lágrimas y lágrimas transparentes y saladas, ahora que el niño se pasa la mayor parte del tiempo en la guardería y que Borja ya no viene a casa a la hora de comer. Sí, lo cierto es que podría aprovechar de alguna manera todo ese tiempo libre. Podría tomar clases de aerobic, o de pintura, o aprender francés, o incluso dedicarme a los arreglos florales. Hasta ahora no había caído en la cuenta de que me sobra tanto tiempo, y creía que la casa no me dejaba un minuto libre, y lo creía de verdad, estaba tan convencida de eso como de pequeña, con las monjas, lo estaba de que Dios existía; pero ahora sé que el trabajo de la casa no es tan absorbente, y tampoco estoy muy segura de que exista Dios, y si existe, que ya no lo sé, desde luego no se preocupa mucho por ninguno de nosotros. Es más fácil creer en Dios cuando eres pequeña y la vida se limita a ir y venir del colegio y jugar con tus muñecas. Luego de mayor, cuando ves todas las cosas malas que hay en el mundo, ya no te resulta tan fácil eso de ser católica, y por muy bonitas que sean las estatuas de la virgen con su manto azul y su corona de estrellas y las flores de mayo, no sé, como que se te pasa. Me parece que yo dejé de creer a los doce años. Yo era buena, era una buena chica, sigo siéndolo, y Dios no tenía ninguna razón para tratarme mal.

A los doce años perdí al hombre más importante de mi vida, mi padre, y conocí al segundo hombre que me marcaría y me convertiría en lo que soy, Antonio. Yo quería mucho a mi padre, muchísimo. Mi padre era un señor alegre que siempre estaba gastando bromas, y, no sé, tampoco es que yo quiera meterme con mamá, que me ayuda muchísimo y es mi mejor amiga, y que siempre está al otro lado del teléfono por si la necesito, pero lo cierto es que mi madre es bastante seria y reservada y nos venía muy bien tener a alguien que canturreara e hiciera chistes. Yo le quería mucho a pesar de que él nunca me hiciera demasiado caso, a pesar de que bebiese más de lo debido, a pesar de que no se llevase bien con mi madre; no podía evitarlo, un papá siempre es un papá para su hija, y no le perdono que se largase así, de repente, sin volver a dar señales de vida. Alguna vez escuché a la tía Carmen decir algo acerca de que había otra mujer. No sé si la había, ni lo sé ni quiero saberlo, ni ahora querría volver a ver a mi padre aunque él sí quisiera. Nunca, nunca, nunca podré perdonarle lo que nos hizo, y sé que odiar no es cristiano, pero, como ya he dicho, probablemente yo ya tampoco lo sea, aunque durante todos estos años he procurado que no se me note.

Hasta que mi padre se marchó siempre habíamos veraneado en Fuengirola, pero después de que se fuera empezamos a pasar los veranos con los abuelos, los padres de mamá, en San Sebastián, en un caserón enorme que olía a polvo y humedad. Allí, en San Sebastián, conocí a Antonio. Antonio tenía su pandilla, y yo, la mía. Todo chicos, todo chicas, porque entonces no estaba bien visto eso de mezclarse y nos contentábamos con ir cada uno por nuestro lado y dirigirnos miraditas en el parque, en los coches de choque, en el malecón. Éramos alevines de las mejores familias de San Sebastián, educados en colegios carísimos de estricta educación católica, expertos jugadores de tenis vestidos con ropa comprada en Zarauz, sobria pero de la mejor calidad. Fue natural que, al cabo del tiempo, ambas pandillas empezáramos a salir juntas, a compartir los paseos por el parque y por el malecón, y que al final algunos de sus miembros acabaran más o menos emparejados. Karmele y Kepa, Borja y Nerea, Antonio y yo. Antonio y yo.

De todos aquellos primeros amoríos de verano sólo el nuestro se mantuvo más allá de las dos semanas de rigor, y nuestra relación aguantó nueve meses de separación con la llama mantenida a fuerza de muchas cartas mías y unas pocas de Antonio; y volvió a renacer al verano siguiente, con la misma intensidad o incluso mayor que en aquel primer verano de los doce años. Porque durante aquellos nueve meses yo no había hecho otra cosa que pensar en Antonio. En Madrid apenas salía, no hacía sino ir del colegio a casa y de casa al colegio, y los fines de semana al club de tenis y a misa, y aunque en el club había algunos chicos que intentaban tirarle los tejos a aquella Anita prepúber, toda ñoñerías y sonrojos de colegio de monjas, que era yo entonces, ninguno, en mi opinión, podía compararse a Antonio, ni siquiera Gonzalo, mi primo, que sería muy guapo, eso sí, pero a mí no me decía nada, todo el día en su cuarto escuchando aquellos discos tan raros. Además, no estaba bien, o eso creía yo entonces, que una chica que salía con un chico en serio se fijara en otro, por mucho que el primero residiese a cuatrocientos kilómetros de distancia.

El verano siguiente regresé convertida en toda una mujer, como decían las monjas. Ya llevaba mi primer sujetador y empezaba a acostumbrarme a los piropos que escuchaba por la calle y que hacían que me ruborizase y mirase al suelo.

En San Sebastián me encontré con un Antonio también transformado, que fumaba cigarrillos rubios y conducía una Vespa recién estrenada. Antonio acababa de cumplir dieciséis años pero parecía un hombre de verdad, y era capaz de llegar nadando hasta la isla de Santa Clara y regresar; y cuando salía del agua, sonriendo con aquella dentadura blanquísima y apartándose el pelo mojado de la cara con gesto indolente, daba la impresión de que se lo había tomado como un simple paseíto; y cuando jugaba a palas, y ganaba siempre, las chicas no hacian más que dirigirle miradas de soslayo, fascinadas por aquellos abdominales bronceados que parecían esculpidos en mármol. Por las tardes, en La Cepa, Antonio me retaba, entre risas, a echar un pulso, y aquello me resultaba imposible, no llegábamos ni a empezar, porque en cuanto yo agarraba su mano me encontraba con la mía sobre la mesa. Así de fuerte era Antonio.