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Borja y yo empezamos a salir casi sin darnos cuenta. Quedamos alguna vez para ir al cine y pasear por el Retiro, y una noche me acompañó a casa, y a la entrada del portal me preguntó si podía besarme. A mí nunca antes me lo habían preguntado, siempre habían dado por hecho que diría que sí, y el gesto me conmovió tanto que a punto estuve de echarme a reír, y juntamos nuestros labios y nuestros dientes entrechocaron y me resultó evidente que Borja no tenía ni idea de besar, no como Antonio, y después me miró fijamente y, aunque a mi me parecio que tenía cierto aire bovino, me sentí orgullosa de verme reflejada en esa mirada que oficializaba nuestra relación, me sentí orgullosa de mí misma.

Llevaba un año sin experimentar esa sensación. Estuvimos saliendo durante cinco años, y prácticamente desde el principio se dio por hecho que nos casaríamos en cuanto Borja acabara la carrera, y yo, que sabía muy bien que nunca haría otra cosa que dedicarme a mi casa y a mis niños de la misma manera que llevaba dedicándome a la casa y a mis hermanas desde que se había marchado mi padre, decidí estudiar secretariado porque algo había que hacer, porque no podía pasarme el día metida en casa fregando y planchando y ordenando, por mucho que eso fuera lo único que me apeteciera hacer.

Siempre temí que Borja notara que yo no era virgen, pero cuando llegó el momento ni siquiera mencionó el tema; no sé, quizá no le había importado, quizá ni siquiera se había dado cuenta.

Es cierto, para qué vamos a engañarnos, que nunca sentí por Borja lo que sentí por Antonio, aquella angustia perpetua, aquella ansiedad que no me permitía dormir, aquella especie de corriente de lava ardiente que había notado ascender por mi columna con los primeros besos de Antonio, pero siempre supe que Borja era alguien de quien podía estar orgullosa: guapo, ingeniero, de buena familia, educado, amable y loco por mí, el tipo de chico que le gustaría a cualquier madre. Y había una razón más que yo no me atrevía a reconocer, ni siquiera, creo, ante mí misma: el hecho de que Borja fuera amigo de toda la vida de Antonio, el saber que Antonio acabaría por enterarse que había quien valoraba lo que él había despreciado, que me valoraba hasta el punto de querer hacerme la madre de sus hijos, de querer reconocer ante Dios y ante los hombres que yo valía la pena. Y probablemente ésa fuese la razón de que yo insistiera en casarme por la Iglesia, a pesar de que no iba a misa desde los dieciséis años, a pesar de que mamá, amargada por el fracaso de su propio matrimonio, me dijo que aquello del velo blanco, de las arras y los anillos, de las damitas de honor y la madrina, e incluso la propia institución del matrimonio, le parecía una solemne tontería. Pero yo insistí y tuve lo que quería: boda con traje y velo blanco en San Fermín de los Navarros, con damitas de honor y banquete de boda en el Mayte Conmodore.

Durante aquellos cinco años de noviazgo volví a ver a Antonio exactamente once veces, lo sé porque las conté. Cinco de ellas en Donosti, y el resto en Madrid, en las contadas ocasiones en que él se pasaba por la capital para hacerle una visita a Borja, normalmente coincidiendo con la necesidad de solucionar algún papeleo o arreglar algunos trámites. Los tres salíamos juntos de tapeo o a cenar, y nadie mencionó el hecho de que en su día Antonio hubiese sido el primer novio de la radiante enamorada de su mejor amigo. De hecho, Antonio parecía encantado con la situación, y no hacía más que llamarme Anita mía y tratarme con una familiaridad y un cariño que no me demostraba desde hacía muchos, muchos años.

Antonio asistió a la boda vestido de chaqué, e incluso se recortó las patillas para la ocasión, y yo pensé que estaba, no sé, como muy guapo, a pesar de que se le veía cada día más delgado y ojeroso; y es que sus coqueteos con las drogas habían pasado de ser meros rumores a convertirse en un secreto a voces. Y a mí aún me avergüenza recordar el que mientras caminaba hacia el altar del brazo de mi abuelo (porque mi padre, por supuesto, no estaba disponible para entregarme al novio) tuve presente en todo momento que en la segunda fila de bancos estaba Antonio.

Al principio la vida matrimonial me hizo realmente feliz y durante una temporada experimenté, no sé, como una auténtica euforia, y pensaba que no existía en el mundo sensación comparable a la seguridad que proporcionaba tener un marido. Cuando los sábados íbamos a comprar al hipermercado me daba la impresión de que todo el mundo comentaba la buena pareja que hacíamos. Me encantaba estar casada, tener una casa propia, ir a la compra, me encantaba limpiar el polvo y que me llamasen señora. Coleccionaba florecitas de porcelana que acumulaba en un aparador del salón, les limpiaba el polvo cuidadosamente, una por una, con mimo, y a pesar de que sabía que eran muy delicadas tenía la certeza de que nunca se romperían.

Y un día, Borja invitó a Antonio a pasar un fin de semana en Madrid.

En principio, resultaba lógico. Dos amigos de toda la vida, uno de ellos recién casado. Era normal que ahora que no vivían en la misma ciudad ambos se esforzaran por mantener el contacto, y aunque últimamente se trataban cada vez menos, hubo un tiempo en que habían sido inseparables, y esas cosas nunca se olvidan. Además, Borja sentía nostalgia de su tierra y sus amigos, y cuanto más tiempo pasaba sin ver a Antonio, más le echaba de menos y más olvidaba todas las cosas que les habían ido distanciando: la drogas, las juergas, las diferentes maneras de ver la vida.

Yo me enteré un lunes de que Antonio había aceptado pasar el fin de semana en casa, y de lunes a jueves no hubo una sola noche en que pudiera dormir; no sé, me levantaba sudorosa en mitad de la noche, con el vago recuerdo de una pesadilla, y me sentía incapaz de recordar exactamente con qué había soñado, pero estaba segura, sin embargo, de que Antonio aparecía en el sueño.

Me temía que Borja notase algo, pero no notó nada. No sé, a veces como que me sorprende lo poco intuitivo que puede llegar a ser, pero no demasiado. Hay momentos en que pienso que las monjas tenían razón y que los hombres y las mujeres somos distintos, no sé, las mujeres, todo sentimiento, y los hombres, todo cabeza. Nosotras nos quedamos en casa y cuidamos de los niños, cocinamos pasteles de coco y nos encargamos de mantener vivo el fuego y el cariño, y ellos salen a la calle, cazan mamuts e invierten en bolsa, y regresan exhaustos y sudorosos después de haberse jugado la vida para mantener a su prole. Quizá Borja trabajaba demasiado, no sé. No sé.

El viernes por la noche llegó Antonio. Yo me había esmerado en la preparación de la cena y había pasado horas en la cocina, libro de recetas en mano, había comprado tres botellas del vino más caro que pude encontrar, había encargado la tarta especialmente a Mallorca, una torre rebosante de barroquismos hechos de nata y limón, y había dejado la mesa hecha un primor: el mantel de hilo, la cubertería de plata y las copas de Bohemia que presagiaban elegantes aburrimientos. Incluso me había comprado un traje para la ocasión, un traje tan ceñido que apenas me permitía respirar, y que tenía en la parte delantera dos triángulos de terciopelo que aplastaban cada uno de mis senos y se encargaban de elevarlos casi a la altura de la garganta. Había tenido que ensayar toda la mañana, pasillo va, pasillo viene, para mantener el equilibrio sobre los tacones de siete centímetros de mis zapatos nuevos y, a pesar de todo, tenía la impresión de que en lugar de resultar mundana y sofisticada, que era lo que había pretendido, recordaba un poco al pato Lucas; y cuando me miré en el espejo lo primero que pensé fue que parecía Cristina. Era una extraña mezcla de orgullo y vergüenza, no sé, quizá me diese vergüenza sentirme orgullosa de verme tan guapa, no sé, quizá en el fondo pensara que en realidad parecía una prostituta cara, o eso era lo que mamá habría dicho. Pero a Borja le parecieron bien el vestído y los tacones, así que puede que mamá llevara años equivocándose, y, de paso, yo también.