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Mi hermana Ana es una santa, una buena chica con todas las letras, pero enormemente aburrida, como todas las buenas chicas, y no precisamente el tipo de persona a la que quieres ver en tu cumpleaños.

Y Cristina… Bueno, hay que reconocerlo. Sí, la odié con toda mi alma, pero puede que sea, precisamente, porque la he querido mucho. Aun así, no me apetecía celebrar mi cumpleaños con una cena íntima con Cristina. No nos llevamos tan bien como para eso.

Podría también organizar una fiesta por todo lo alto e invitar a colegas del trabajo y a sus señoras, a viejos conocidos de la universidad, a clientes y proveedores.

«Cuando se disponga a organizar una reunión debe tener siempre en la cabeza cuatro puntos fundamentales: ¿Qué clase de reunión quiero?, ¿a quién voy a invitar?, ¿cuándo debo programarla? y ¿dónde la celebraré?

Invite sólo a los que deben estar allí. Invite sólo a los que esté dispuesta a escuchar. No recurra a la lista de protocolo para seleccionar a los invitados. Reserve tiempo suficiente para los preparativos. Programe la reunión para una fecha en que todos los protagonistas necesarios puedan estar disponibles. No olvide la cortesía. Calcule los costes. Compruebe las condiciones del lugar.

»Si entra en la reunión sabiendo exactamente qué quiere, es muy posible que salga de ella habiéndolo conseguido.»

Eso me apetecía aún menos. Horas de preparativos y quién sabe cuánto dinero empleado en los canapés y las bebidas para que un montón de gente invada la intimidad de mi casa, corte el aire con sus charlas intrascendentes y sus risitas fingidas. Y todo para que al día siguiente la cosa se quede en una resaca de las serias, en cenizas y grumos pegajosos en la mesa de metacrilato y en el suelo, en botellas derramadas por la cocina, en vasos de plástico volcados aquí y allá, en servilletas y platos sucios olvidados encima de las estanterías.

No, gracias. Nada de fiestas. Decidí pedir un día libre en el trabajo, cogí mi BMW y emprendí camino al sur. Doce horas conduciendo, escuchando a todo volumen los lieder de Schubert. No paré hasta que llegué a Fuengirola. Serían las seis de la tarde.

Ya habían pasado veintidós años. Veintidós años desde aquel verano en Fuengirola. El último verano que pasamos con mi padre.

El pueblo había cambiado mucho. La línea de playa estaba cubierta de grandes edificios blancos, enormes adefesios de ladrillo, gigantes de cemento y vidrio que miraban directamente al mar, cuadrados como búnkers. Y a sus pies, como hormiguitas, montones de bares y chiringuitos ahora cerrados, que anunciaban sus calamares y sus ensaladas en estridentes carteles de plástico barato, reclamos de colores chillones plagados de faltas de ortografía.

Era un miércoles fuera de temporada y la playa estaba desierta.

Me senté en la terraza del único bar que encontré abierto y pedí un vaso de vino tras otro, Estaba decidida a beberme treinta vasos, como mis treinta años. Pero no puedo recordar cuántos bebí. En un momento dado debí de perder la cuenta.

Y fui bebiendo vasos y vasos, lentamente, mientras miraba aquella enorme extensión de color crema que era la playa. Pasaban las horas y el paisaje iba cambiando de color.

El cielo fue tornándose, alternativamente, celeste, añil, azul índigo, cobalto, azulón, violeta. El mar fue de color botella, esmeralda y verdinegro. La arena adquirió todos los colores del espectro cálido: ocres, ambarinos, castaños, pardos, rojizos. Mi borrachera hacía del paisaje un caleidoscopio, un delirio cromático.

Finalmente cayó la noche y todos los colores se fundieron en negro.

Entonces me dirigí hacia la playa y me puse a contar las estrellas.

Debieron de pasar una o dos horas. Tenía muchísimo frio, y treinta años encima. No había un alma en la playa. Sólo yo, la arena, el agua y las estrellas.

Me puse en pie y me quedé mirando embobada el agua negra, prácticamente plana e inmóvil a excepción de unas olas sutilísimas, pequeñas líneas blancas horizontales, hechas de espuma, que se deslizaban lentamente hacia la playa.

Empecé a pensar que podría caminar hacia el agua, caminar y caminar hasta que ya no tocara fondo, y ahogarme sin más. Como Virginia Woolf.

Morir joven y con elegancia. Si resistes la natural urgencia de salir a la superficie a respirar, la muerte por asfixia en el agua es la menos dolorosa de las que existen. Es incluso placentera. Una muerte muy dulce. La carencia de oxígeno produce alucinaciones y uno se va desvaneciendo en una especie de éxtasis, sin enterarse.

He oído decir que hay gente que practica el sexo con la cabeza metida en una bolsa de plástico, incluso con máscaras de gas puestas, porque la carencia de oxígeno multiplica por diez la intensidad del orgasmo.

El mar sería mi último amante. Las olas me darían el beso de la muerte. Lamerían dulcemente mis senos y mis piernas y mi sexo, hasta el final.

Llegaría a un país submarino donde el ánimo amedrentado, los malos pensamientos, las deslealtades, los rencores, los amores desafortunados, la amargura, la melancolía, la nostalgia y las ganas de llorar no tendrían cabida. Miraba con ganas la paz en blanco que la muerte podría proporcionar.

Pero sabía que, aun cuando entrara en el agua, no iba a tener el valor de ahogarme. Sentía un intenso deseo de acabar con todo, pero no tenía la fuerza de voluntad necesaria para acabar realmente. No tenía ninguna razón para seguir viviendo, pero tampoco sufría con la suficiente intensidad corno para ser capaz de dejar de respirar por iniciativa propia.

Aún me quedaban por delante años de hombres a los que no entendería, y todo un mundo desbaratado con el que tendría que lidiar a diario, un mundo en que las familias se desintegran y las relaciones humanas carecen de sentido. Un mundo en que sólo tienen cabida los triunfadores. Y para llegar a serlo hay que sacrificar casi todo lo demás.

When fate calls you from this place… No tenía miedo, no me daba miedo morir.

No se me pasaba por la cabeza que en realidad lo único que me daba miedo era seguir viviendo.

Lo siguiente que recuerdo es despertar entumecida, con la boca seca como el corcho y un repicar intermitente en las sienes. El sol ya estaba bastante alto en el cielo y la arena caliente parecía un nido acogedor. Me había quedado dormida, con la conciencia embotada por el vino y arrullada por el hipnótico murmullo de las olas.

«Frente a una situación de crisis haga una lista de las alternativas de que dispone y clasifíquelas en opciones deseables y no deseables. Considere el asunto como si ya estuviera decidido y evalúe la decisión. Repita este proceso para todos los posibles resultados que logre imaginar. Elimine mentalmente los impedimentos. Invente analogías. Rompa los esquemas del pensamiento lógico a la hora de analizar la situación de crisis. Y sobre todo, tenga siempre a mano un plan B: en caso de apuro podrá utilizarlo. Su plan B le dará a usted una sensación de seguridad que le permitirá aventurarse y hacer lo necesario para triunfar.”

Ahí radicaba mi fallo. Yo no había previsto un plan B. Había jugado todas mis cartas a una sola mano, y ahora que la jugada me había fallado, ahora que caía en la cuenta de que la ganancia apenas me servía para cubrir pérdidas, no sabía cómo seguir adelante. Qué hacer cuando una descubre que ha vivido su vida según los deseos de otros, convencida de que perseguía sus propias ambiciones.

Y mientras conducía de regreso a Madrid, ante la perspectiva de tener que enfrentarme a una sucesión infinita de días iguales, grises, borrosos y anodinos, sola, esclavizada, condenada a jugar como peón en un tablero que no entendía, sin compañero ni amantes, sin hijos, sin amigos íntimos, pensé más de una vez en soltar las manos del volante y dejar que el coche se despeñara en una curva.