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El Gran Porqué es ese hecho particular de la vida que te hace ser como eres. Los maltratos infantiles que convirtieron en asesino al Estrangulador de Boston, la carencia de padre que volvió depresivo a Baudelaire, la ausencia de figura paterna que hizo una lesbiana de Jane Bowles. Pero si no crees en el Gran Porqué podrás decir que el Estrangulador de Boston se cargó a diez tías porque era un hijo de puta, sin más; que Baudelaíre no era depresivo sino que nació artista y sensible, y que Jane Bowles era lesbiana desde el primer día, y vino al mundo con el amor por las mujeres impreso en su código genético.

De esta manera los psicoanalistas creen que tus problemas pueden arreglarse si logras aislar el Gran Porqué, si logras encontrar el hecho particular que te convirtió en lo que eres; mientras que los psicólogos insisten en modificar la conducta, en tratar de alterar las pautas de comportamiento que, según los psicoanalistas, el Gran Porqué habría creado.

Yo lo he intentado todo y no ha servido de nada. He ido a psicoanalistas que me han hecho hablar de mis primeros recuerdos (algunos me tumbaban en un diván, otros no), y he ido a psicólogos que me han hecho dibujar árboles e interpretar el significado de unas manchas de tinta impresas en un papel.

Pero aún no sé por qué pierdo los nervios y me pongo histérica y me ataco a mí misma cuando no viene a cuento.

Puede que yo sea como soy porque padezco un exceso de testosterona. Y puede que Gonzalo sea mi Gran Porqué.

Pues sí, Gonzalo fue el saqueador de mis tesoros virginales, si es así como queréis llamarlo.

El mundo se destrozó para mí cuando nuestro padre nos dejó. Yo sólo tenía cuatro años y la gente cree que aquella Cristinita no se enteró de nada, pero sí que me enteré. Me enteré de todo, perfectamente. Me enteré de que la persona que más quería en el mundo se había marchado. Me enteré de que ya nadie me hacía mímos y carantoñas, nadie me llevaba en volandas, nadie jugaba conmigo a la carretilla. Me enteré de que mi madre se pasaba el día llorando. Me enteré de todo, a pesar de que llevaba baby y coletitas, a pesar de que aún jugaba con mi Nancy.

Al principio me encerraba en el armarlo del recibidor y pasaba horas sumida en la oscuridad, entre el manto cálido de las trencas y los abrigos, envuelta entre tantísimas capas de protección que todo lo que pudiera pasar en casa dejaba de afectarme. Debía de pasar allí horas, y sin embargo nadie me echaba en falta.

Y cuando llegó Gonzalo, vi por fin una luz al final del túnel. Volvía a tener un hombre que me prestaba atención, que se concentraba exclusivamente en mí, que me encontraba maravillosa. Además, era guapo, tan guapo como había sido mi padre, y era evidente que a todas las mujeres les gustaba. Diréis que a los cinco años una no se da cuenta de eso. Que a los cinco años una no se enamora. Mentira.

Sentía una extraña afinidad con él. Era como si yo también pudiera gustarle. Era como si los ángeles me lo hubieran enviado expresamente para protegerme, para compensarme de la catástrofe que supuso la partida de mi padre. Sabía que Gonzalo había sido enviado expresamente para mí. Era mío.

Y una noche, años después, estábamos mirando la tele en el salón, solos. Mamá y la tía habían salido de compras, Ana había quedado con Borja y Rosa estaba encerrada en su cuarto, estudiando. Yo estaba tapada con una vieja manta de viaje a cuadros escoceses y noté que su mano se colaba por debajo de la manta y avanzaba por mis piernas. Sus dedos iniciaron una aventurada incursión por debajo de mis bragas. Y no intenté detenerle. Noté que el corazón se me aceleraba y que respiraba más deprisa que de costumbre, pero traté de disimularlo porque pensé que si reaccionaba de cualquier manera él se detendría. Y yo no quería que se detuviese. No hice otra cosa que seguir como estaba y asumir lo que estaba pasando. No sabía muy bien qué estaba haciendo él, pero de alguna forma yo lo había deseado, aunque no supiese de qué se trataba. Sólo sabía que nadie debía tocarme ahí. Y por eso precisamente quería que él lo hiciera, porque él era especial, porque él no era cualquiera. A él debía, quería, concederle privilegios especiales. Su mano seguía avanzando y el resto del cuerpo permanecía quieto, mientras miraba fijamente la tele. Él también prefería fingir que todo seguía como siempre, que no estábamos saltándonos ninguna regla. Y así seguimos, con los ojos puestos en la pantalla y el cerebro concentrado en lo que sucedía debajo de la manta a cuadros. Yo estaba muy nerviosa, y feliz a la vez. Sabía muy bien que al hacer lo que estaba haciendo Gonzalo estaba concediéndome la categoría de persona mayor. Para él ya no era su primita, era algo más. Yo nunca había experimentado una sensación parecida, nunca me había acercado siquiera a esa especie de cosquilleo que parecía darme vueltas en el estómago, como la colada en una lavadora. Sentía como si me hubiese tocado el premio gordo de la rifa de fin de curso del colegio, que llevaba cinco años deseando con toda mi alma y que nunca había conseguido.

La cosa no quedó ahí. Siguió adelante noche a noche. Pronto aprendí a tocarle a él. Con los dedos, con las manos, con la boca. Cada día aprendía un poco más. Avanzaba peligrosamente, como a través de un campo minado. A veces, cuando veía a otro chico mayor que me gustaba, a los estudiantes de los Maristas con los que coincidíamos en el autobús, al chico de la panadería, al quiosquero, me entraban ganas de intentarlo con ellos, y me preguntaba si responderían de la misma manera que Gonzalo, o si no sería algo exclusivamente de éste. Pero no podía decir una palabra, porque Gonzalo me había hecho jurar que lo mantendría en secreto, me había hecho entender que todo el mundo pensaría que él estaba abusando de mi porque yo sólo tenía nueve años y él veinte, que si alguien se enteraba me echarían del colegio, me encerrarían en un reformatorio o en un hospital psiquiátrico, y yo no quería que nada de aquello ocurriese, porque sabía que era una buena chica, una buena chica a mi manera.

Así estuvimos un año. A veces en mitad de la noche, me colaba en su cuarto, donde me encantaba mezclar aquellas dos sensaciones: el miedo a ser descubiertos y el descubrimiento de mi propia capacidad para el placer. Deseaba que pudiera hacerme a todas horas aquello que me hacía, porque nunca había sospechado que en mi cuerpo existiera semejante disposición para la dicha. Adoraba dormir abrazada a él. Adoraba su olor y su calor jamás me planteé la posibilidad de perderle.

Y, de pronto, la tía Carmen decidió irse a vivir a Donosti y mi vida se pulverizó en pequeños pedacitos de colores, como una vidriera rota. Gonzalo intentó explicarme que yo tenía que crecer y hacerme mayor sin él, cuando fuera mayor tenía que ir con chicos de mi edad, que no debía llorar.

No me preguntéis cómo lo superé. Yo misma no lo sé. Supongo que debí de olvidarlo. Quizá haya que achacarlo a la incapacidad de los ninos para conservar recuerdos y afectos precisos. Es cierto que hubo una época en que me sentía cada día más invisible, como si fuera cubriéndome un barniz espeso y oscuro, capas y más capas sucesivas de tinieblas que amenazaban con asfixiarme. Pero luego me puse bien. Algo había cambiado dentro de mí, me sentía a salvo en mi piel. Sentía una curiosidad enorme que iba creciendo día a día, como un monstruo enorme e insaciable que se alimentaba de mis experiencias y que cada vez me exigía más comida, empujándome a la puerta, obligándome a salir al exterior, arrastrándome por las calles, viendo cosas y sintiendo la caricia del aire en las mejillas y el cosquilleo de la luz en los ojos. Una mañana desperté y Gonzalo había dejado de importarme. Miré con buena cara el día que me quedaba por vivir. Poco a poco la pena fue disipándose, poco a poco, exactamente igual que la neblina de la mañana va desapareciendo en Donosti. De repente, antes de que caigas en la cuenta, ya hay un rayo de sol que te sube por la cara y le arranca reflejos cobrizos a tu Pelo, cuando unas horas antes te resultaba imposible ver más allá de tus narices.