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Después conocí a Mlkel, en Donosti, y comprendí que podía hacer con otros lo mismo que hacía con Gonzalo. Lo hice con varios, pero nunca llegué hasta el final. Tenía reservada mi virginidad.

Fue natural que cuatro años más tarde fuera Gonzalo el encargado de llevársela. No podía haber sido ningún otro. No me forzó. Yo lo había decidido así. Había decidido tomar el control. Y no me arrepiento. No fue doloroso, no fue desagradable. Me gustó muchísimo. Las sonrisas más francas, las caricias más tiernas, el destello de gloria entre las piernas. Habrá quien diga que he sido una víctima. Puede. Pero, sinceramente, creo que ha habido primeras experiencias muchísimo peores que la mía.

Y luego comenzaron las llamadas continuas a Madrid, los chantajes sentimentales, las cartas, los acosos. Fue una pesadilla. Yo no quería repetir la experiencia. En realidad, la única razón por la que me acosté con él es porque me sentí obligada, porque sentí que se lo debía. Porque sabía que eso era lo que él esperaba de mí. Pero pensaba que, tal y como me habían dicho las monjas, en cuanto le diese lo que me pedía se hartaría y no querría volver a saber nada de mi persona. Y eso era exactamente lo que yo quería: que me dejara en paz. Quería salir con chicos de mi edad, llevar mi vida. Quería dar por terminada aquella historia. Ya me sentía mayor por mí misma y no necesitaba que nadie me lo probara. Pero él, erre que erre. Durante años, cuando venía a vernos a Madrid insistía en salir conmigo de marcha, se emborrachaba e intentaba seducir a mis amigas, visto que yo no le hacía mucho caso. Se acostó con Line y no dejó de intentarlo con Gema, aunque ella le hubiese dejado muy claro cuáles eran sus gustos.

Gonzalo es ahora un cuarentón sin oficio ni beneficio, que diría mi madre. No sé mucho de él, excepto por las noticias que nos llegan a través de la tía. No trabaja ni lo necesita, porque ha heredado dinero suficiente para vivir de las rentas toda su vida. La última vez que le vi fue hace dos años, en la boda de mi prima Andone. Por poco no le reconozco. Había engordado, se le había caído el pelo, le habían salido arrugas, y aquellos increíbles ojos grises de antaño estaban enrojecidos y vidriosos, cubiertos por un velo cristalino tejido a fuerza de mucho alcohol y muchas drogas. Imagino, por las pintas que llevaba, que todavía escucha aquellos discos de Hendrix y la Joplin. Su cuerpo ha envejecido, pero él no ha crecido. No se ha casado, claro, ni se le ha conocido ninguna relación seria. Me parece que es incapaz de mantener relaciones profundas con mujeres de carne y hueso. Sólo con niñas.

No se lo conté a ninguno de los psicólogos. Para qué. Sin embargo, hubo uno que debió de adivinarlo, porque una tarde dejó caer, así, como quien no quiere la cosa, que las niñas que han sufrido abusos sexuales tienden a ser muy promiscuas en la edad adulta, porque van buscando desesperadamente aquella atención exagerada que se les prestaba de pequeñas. Puede. Puede que yo sea una víctima. No lo sé. Puede que realmente tenga un conflicto mental y que esta fijación obsesiva que siento por Iain no se llame amor sino dependencia neurótica. Puede. Puede que se trate, sencillamente, de un defecto de serotonina. 0 de un exceso de testosterona.

Yendo de nada a nada, sin patrón ni destino, sin refugio ni brújula. A la deriva. Emnpeñada en la inútil huida de mí misma, en busca de un lugar donde caerme viva. Bebiendo cubalibres y fumando chinos y tragando éxtasis y sirviendo copas y besando labios y chupando pollas y aprobando exámenes y redactando trabajos y leyendo libros y escribiendo poesías, por lo general bastante malas, todo hay que reconocerlo. Politoxicómana confesa y pendón vocacional. Digamos que quería ser Burrouglís, como Gema, supongo, aspiraba a ser Jane Bowles. He probado todas las drogas disponibles y me he acostado con todos los hombres más o menos presentables que se me ponían a tiro. Me lo he pasado bien, en suma. 0 quizá lo he pasado fatal. Puede que ni siquiera me haya enterado.

Así estaban las cosas en mi vida, ni mejores ni peores, distintas, hasta que, de esto hace ya meses, Line se empeñó en que probáramos un jaco nuevo que Santiago había pillado.

Pobre Santiago. El camarero más mono del Planeta X. Yo estaba loca por él, aunque nunca se lo reconociera a nadie, ni siquiera a mí misma. Me sobraba orgullo para admitir que estaba quedada con alguien que a su vez bebía los vientos por otra, mi mejor amiga, por más señas. Y Santiago estaba tan loco por Line que desde el preciso momento en que ella comentó que cada vez le gustaba más el caballo no paró hasta encontrar el mejor de Madrid, recién traído de Thallandia, cero/cero, prácticamente puro.

A mí no me hacía mucha gracia la idea, entre otras cosas porque el jaco siempre me ha parecido una droga cara y aburrida. No le encuentro mucho sentido al tema ese de ponerse y quedarse mudo e inmóvil durante horas, presa de una relajación que despega los músculos de los huesos, que le hace a uno flotar sin límites como si estuviera tendido sobre una cama de agua, y que luego se extiende por los tejidos, haciéndote navegar por otros mundos pero dejando tu cuerpo en éste, y uno se vuelve incapaz de relacionarse con otro ser humano, sencillamente porque uno ya no está ahí. Creo que sólo les atrae a los que no se aguantan a sí mismos, a los que necesitan olvidarse de su propia identidad.

Y luego está todo lo que el jaco significa, ese submundo que vive regido por el reloj de la droga: sus tres chutes diarios y, entre un chute y otro, llenar el tiempo de cualquier manera, esperando el próximo. Esto si eres pijo y rico, claro. Si no, debes emplear ese tiempo en encontrar el dinero para agenciarte otro chute, ya sea robando, trapicheando o haciendo la calle.

Una vida en perpetuo movimiento, la búsqueda en la calle de la droga, el temor al palo y la denuncia, la travesía continua de la ciudad, salidas a horas intempestivas, encuentros en lugares inesperados, persecuciones, engaños, traiciones, revanchas, nuevas caras, nueva gente, nuevos yonkis y camellos, chinos, chutas, papelinas, rohipnol, palos, broncas, buprex, monos, pastillas para superar el mono, calabozos de cárceles y celdas de clínicas, la amenaza constante de los maderos, idas y venidas, ningún lugar seguro, ningún día igual a otro. El vértigo de la aventura, el coqueteo con la muerte. Una vida dura. Una vida a cien. El éxtasis del héroe. De la heroína.

Yorikis consumidos, flacos y nerviosos, de esos que llaman «mi mujer» a la novia. Esqueletos andantes que sólo piensan en el jaco. Mirada moribunda, confusos, resentidos, deprimentes, estúpidos.

Más exigente que la más posesiva de las amantes, más peligrosa que la más desalmada de las zorras. La heroína le chupa a uno la sangre y a cambio sólo ofrece la seguridad contra la carencia de ella misma.

Pero Line insistió y acabé por ceder. Nos creemos muy listos y siempre pensamos que podemos meternos de cuando en cuando, que sabemos controlarlo. Qué soberbios somos todos, convencidos de que estamos por encima del resto de los mortales. Al fin y al cabo, me decía a mí misma, no había probado el jaco en un año. Ya iba siendo hora de darme un homenaje. ¿Por qué no?

«Si uno quiere vivir la vida de verdad debe estar preparado para introducir toda clase de objetos y sustancias extrañas por todos los orificios de su cuerpo.» Las boutades de Line en la barra del bar. Conversación de bar de moda a las seis de la mañana. Pobre Santiago. Habría hecho cualquier cosa por impresionar a Line, y si Kurt Cobain se metía caballo, Line quería caballo, y si Line quería caballo habría que dárselo. Las cosas son muy simples a los veinticinco años. Así que a las siete de la mañana, cuando acabó nuestro turno en el bar, nos metimos en el coche de Santiago y nos dirigimos hacia parque del Oeste. Line, Santi y Yo. Yo quería follar con Santi, Santi quería follar con Line y Line quería follar con todos y con ninguno.