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Después de suministrarnos esta información, volvió la cabeza hacia Rosa, le miró fijamente a los ojos y se puso a hablar con ella como si yo no existiera.

– Te he llamado -dijo- porque creo que eres la mujer más inteligente que conozco. Y la única que puede ayudarme en estas circunstancias, creo. Además, eres mi hermana, claro. Pero eso no tiene nada que ver. Llevo pensando en esto varios días, en lo lista que eres, quiero decir, y en que nunca te lo he dicho. También he pensado en que a pesar de lo mucho que te admiro casi no te conozco. No sé, en el fondo no estoy segura de que pueda contar contigo. Quiero decir, que no sé qué estarás pensando de mí ahora…

– Claro que puedes contar conmigo -le interrumpió Rosa con el aire cansado y deferente de una maestra-. No digas tonterías, por favor.

Yo no tenía muy claro si pintaba algo en aquella escena, pero nadie me había dicho que me marchara, de modo que allí me quedé, escuchando cómo Ana desgranaba quejas y argumentos con su vocecita aguda. El caso es que Ana estaba decidida a divorciarse y quería saber si existía alguna posibilidad de que su marido utilizase lo de sus problemas con las pastillas y lo de su internamiento en la clínica como argumento para reclamar la custodia del niño en un tribunal. Yo no entendía nada, porque a mis ojos, como a los de mi madre, no existía ninguna razón lógica para que Anita decidiera divorciarse así como así, de la noche a la mañana. Por eso me sorprendió tanto que Rosa pareciera tomarse la cosa en serio y empezara a hablarle de casos que conocía y de compañeras de trabajo que se habían divorciado y habían mantenido la custodia de sus niños a pesar de sus infidelidades notorias o de sus sobradamente conocidos problemas con el alcohol, e incluso se ofreciera a hablar con el bufete de abogados que le gestionaba a ella sus asuntos legales, en el que seguro que había un buen abogado matrimonialista. Yo no daba crédito a mis oídos, porque no me parecía muy coherente que mi hermana Rosa, la sensatísima, la racionalísima, la estiradísima, la cuerdísima, se pusiera automáticamente de parte de Ana sin preguntarle siquiera lo que cualquiera le habría preguntado, esto es, si su marido le pegaba o si bebía, o si le había pillado follando con otra, o qué puñetera razón había podido encontrar Ana para decidir, así, de la noche a la mañana, tirar su matrimonio por la borda. Entonces Ana me miró fijamente, los enormes ojos de agua abiertos en una expresión de ángel suplicante que me devolvía una imagen líquida de mí misma.

– Y tú, Cristina, ¿qué opinas? -preguntó. Y como me pilló desprevenida y con la guardia baja sólo se me ocurrió decirle lo que en aquel momento me salió del alma: que la vida es una pelea de la que no se puede salir derrotado. Y la explicación pareció satisfacerle, porque ya no me preguntó nada más.

Nos explicó después que no pensaba quedarse en aquel sitio (este sitio, decía, evitando así definir el tipo de establecimiento al que había ido a parar) más de un mes, el tiempo suficiente, añadió, para que se acostumbrase a funcionar sin pastillas. Y yo asentía quedamente y contemplaba con oidos atónitos la recién acaecida transformación de mi hermana.

Al cabo de un rato apareció la misma doctora de antes para comunicarnos que nuestro tiempo de visita había terminado. Así que plantamos en las mejillas de Ana los obligados besos fraternales, abandonamos la habitación y desanduvimos todo el camino que nos había conducido a aquella habitación.

Volvíamos a Madrid sin cruzar palabra. Rosa conducía con la mirada fija en la carretera. Contuve mi curiosidad durante los primeros treinta minutos, pero al final no pude resistir más y tuve que preguntarle a Rosa por qué le había hecho tanto caso a Ana y había tomado tan en serio lo que no parecía sino un arrebato de niña rica y mimosa, empastillada de puro aburrimiento. Entonces aminoró la velocidad del coche y desvió la mirada del parabrisas para dirigirla hacia mi humilde y desgarbada persona.

– ¿Sabes cuántos años tengo, Cristina? -dijo-. Treinta. Y ¿sabes qué he hecho durante estos treinta años con mi vida? Nada. Nada de nada.

– Yo no diría eso, precisamente. Has hecho una carrera de la que pocas mujeres de tu edad pueden presumir.

– No me entiendes. Eso, precisamente, no es nada. Yo no he hecho nada. No me he emborrachado hasta caer redonda al suelo, no he tenido una amiga con la que pelearme o a la que envidiar, no he hecho el ridículo llamando a un tío a su casa cuando era evidente que él ya no me quería, no he deseado en secreto a un compañero de la oficina… En fin, no he vivido ninguna de esas pequeñas tragedias cotidianas que constituyen el pan de cada día del común de los mortales, las que les hacen apegarse al aire que respiran y al suelo que pisan, las que les permiten levantarse cada mañana con la ilusión de que el día que comienza va a ser distinto del anterior y del siguiente. Los últimos años he sido una máquina. Eso es todo. He sido como una réplica de mí misma, pero que en el fondo no era yo, porque yo no soy, no puedo ser, alguien que no siente absolutamente nada. Nada.

– Te entiendo -susurré. Y la entendía, porque estaba describiendo exactamente la situación que vivo yo en el bar todas las noches, recogiendo vasos y esquivando cuerpos sudorosos, un androide cibernético que pasea mis mismas facciones, mis curvas y mis gestos, entre las sombras, con la mente en blanco, para conseguir aguantar las seis horas del turno de cada noche sin pénsarlo.

– Y lo peor es que ni siquiera lo sabía -prosiguió Rosa-, ni siquiera era consciente de lo que estaba sucediéndome. No empecé a serlo hasta hace cosa así de un mes, cuando empezaron las llamadas.

– ¿Qué llamadas?

– Verás, Cristina, alguien empezó a llamarme todas las noches, todas, más o menos a la misma hora. No decía nada, nunca. Se limitaba a hacerme escuchar una canción. La hora fatal, de Purcell. No sé si la conoces.

– Creo que no. A mí, si me sacas del techno…

– Te acuerdas de aquellas fiestas de fin de curso horribles que hacíamos en el colegio?

– ¿Aquellas en que tú siempre salías a tocar el plano y yo a recitar poesías?

– Sí, éramos como monos de feria.

– Más bien. -Sonreí ante lo acertado de la definición.

– Pues bien, un año, yo debía de tener once o doce años, me empeñé en cantar esa canción en la fiesta de fin de curso, La hora fatal, 0 sea, la misma que el llamador anónimo me hacía escuchar al teléfono. Entonces, cuando tenía once años, no creo que te acuerdes, yo estudiaba solfeo y plano, pero no canto. Y la profesora se empeñó en decir que no podía cantar a Purcell, que podría interpretar la partitura pero que no conseguiría aportarle los matices, que para eso tendría que estudiar canto con un repertorista que me ayudase a entender qué quería decir Purcell con aquella canción. Y yo respondía que me bastaba con escuchar la canción para saber qué quería decir Purcell, que no me hacía falta un repertorista, que sabía muy bien lo que Purcell quería transmitir. -Miraba hacia la carretera con expresión soñadora y por un momento temí que nos la pegáramos-. Tuvimos una bronca memorable a cuenta del asunto, ella venga a llamarme niña tozuda y yo empeñada en cantar lo que quería. Y el caso es que al final me salí con la mía y canté a Purcell, ¿sabes? Fue un triunfo de mi voluntad.