Выбрать главу

Yo quería matar a Cristina. Y sin embargo, cuando era más pequena, cuando era poco más que una muñequita morena que no sabía hablar, la había acunado entre mis brazos hasta que se dormía. Le había cambiado los pañales, me había encargado de calentarle el biberón.

La había querido con locura. Cuando era muy pequeña, cuatro, cinco, seis, siete años, jamás sentí celos de mi hermana, como habría sido de esperar. Puede que fuera porque nunca sentí que la pequeña me robaba ningún tipo de atención. Mi padre casi nunca estaba y mi madre no le dedicaba cariño a nadie.

Cristina era cosa mía, mi juguete. Quise a Cristina hasta que cumplió cuatro años y empezó a cecear y a ser graciosa. La quise hasta que mi padre empezó a quererla. Cuando Cristina cumplió cuatro años, dejé de quererla.

Cuando cumplió siete, ya la odiaba. La verdad es que nunca he tenido demasiado éxito con los hombres. En el colegio iba a lo mío. Me di cuenta desde el principio de que una chica como yo, tan alta y tan reservada, no estaba destinada a ser popular.

Me concentré en mis estudios y en mis intereses, y me daban igual los chicos, el SuperPop, los cuentos de Ester y su mundo, los guateques que acababan a las nueve y media de la noche, el esmalte de uñas color rosa bebé.

Prescindía de los intereses que se le suponían a una chica de mi edad.

Tenía mis libros, mis discos y mi universo propio, y no me importaba el de las demás. Hacía los deberes, estudiaba para los exámenes, escribía trabajos en los que incorporaba bibliografía y notas al final.

Alguna vez oí a las otras niñas hacer comentarios sobre mí en los lavabos del colegio, mientras yo me escondía en uno de los retretes. Es más estirada que un espantapájaros, decían. No me importaba. Seguí adelante, ajena al desprecio general. Me daban igual las niñas de mi edad. Me daba igual todo.

Me había convertido, sin saberlo, en una nihilista de trece años.

Lo único que no había dejado de importarme era Gonzalo. Seguía fascinada por él.

Pero ése era mi secreto. El teléfono vuelve a sonar. Compruebo la hora en mi reloj. Son las doce y cuarto. No debería descolgar, pero lo hago. Sé perfectamente lo que voy a oír. La hora fatal. Acerco el auricular a la oreja y escucho.

The fatal hour comes on a pace which I would rather die than see.

Esta vez no espero a que quien sea cuelgue, y vuelvo a dejar el auricular en su sitio.

A los catorce comencé el bachillerato y sorprendí a toda la familia con mi decisión de escoger ciencias puras: matemáticas, física y química. Les extrañó porque yo nunca había manifestado particular interés por las ciencias. Al contrario, siempre había leído muchísimo, y había ganado todos los concursos de redacción del colegio. Ni mi madre ni las profesoras entendieron aquella decisión.

Pero para mí estaba muy claro.

Resultaba tranquilizador saber que en una existencia en constante cambio, en un mundo en que tu padre podía desaparecer de la noche a la mañana y tu hermana de seis años podía robarte el afecto de tu primo, existía un universo que se regía por leyes inmutables. Un universo en el que dos y dos siempre serían cuatro, se marchase tu padre o no, y la suma de los cuadrados de los catetos siempre sería igual al cuadrado de la hipotenusa.

Y nada de lo que Cristina hiciese o dejase de hacer podría cambiar eso.

Me lancé a estudiar matemáticas con el entusiasmo del converso y, como era de esperar, saqué el BUP con matrículas de honor. Mientras mis compañeras de clase se dedicaban a pintarse las uñas con brillo, rizarse la melena, maquillarse los ojos e intercambiar citas y teléfonos con los chicos de los Maristas, yo me encerré en mí misma y en mis números, completamente ajena al hecho de que más allá de las paredes de mi casa y mi colegio existía un mundo lleno de citas, flirteos, risas, cocacolas y cucuruchos de helado.

Lleno de chicos. Entretanto, la tía Carmen había decidido irse a vivir definitivamente a San Sebastián, y se llevó con ella a Gonzalo. Cuando me enteré me pasé dos noches enteras llorando, mordiendo la almohada para ahogar el sonido de los sollozos.

Antes morir que reconocer lo que me estaba pasando. Superé su partida a fuerza de estudiar de corrido tablas de elementos y valencias, y la desesperación por el hecho de haber perdido a mi primer amor se tradujo en la primera matrícula de honor en química que había conocido el Sagrado Corazón.

Como era de esperar, obtuve un ocho con cinco en el examen de selectividad, la nota más alta que había obtenido jamás una alumna de mi colegio. Mi futuro se me antojaba claro como el agua: estudiaría exactas y luego trabajaría como auditora o me dedicaría a estudiar modelos matemáticos.

Me matriculé en la escuela de exactas. En mi clase éramos cinco chicas para sesenta varones. Pero a pesar de la sobreabundancia de machos entre los que elegir, yo seguía sin sentirme particularmente atraída por el sexo opuesto.

Hay que decir, de todas formas, que los chicos de mi clase no constituían precisamente el orgullo de su sexo. La mayoría tenía el pelo graso y el cutis acneico, y varios kilos de más, todo ello resultado de pasar la mayor parte del día encerrados estudiando a la luz mortecina de un flexo eléctrico.

Acabado el segundo curso fui la única de mi clase que no dejó una sola asignatura para septiembre. A nadie le extrañó. Por entonces me dedicaba al estudio con una fe casi mahometana.

En el fondo casi lamenté haber aprobado todo, porque me había acostumbrado a la hiperactividad y la perspectiva de pasar tres meses sin hacer nada me resultaba un poco desoladora.

Entonces Ana anunció que se casaba. Mi hermana Ana, la mayor, siempre hacía gala de un vestuario sobrio, discreto y algo aniñado, como correspondía a su condición de niña modelo, ejemplo de sensatez y principios cristianos. Aquellos trajecitos de flores, aquellas faldas escocesas que no revelaban nada. Tan sólo inocencia y tranquilidad. Ana tenía novio formal, se encargaba de las tareas de la casa y apenas salía.

Vivía en la estratosfera. Yo la encontraba excesivamente apocada e infantil para sus veintidós años. Siempre tan callada, tan modosita. Acababa de finalizar un curso de secretariado internacional pero no parecía albergar la menor intención de ponerse a trabajar. Todas habíamos tenido muy claro que en cuanto Borja, su formalísimo novio y proyecto de ingeniero, acabara la carrera y encontrase un buen trabajo, Ana se casaría y se dedicaría a cuidar de su casa como ahora cuidaba de la nuestra.

En fin, yo no tenía nada que criticar a Ana. No podía decir que la vida de ella fuese mejor ni peor que la mía. Y por lo menos, esa obsesión que Ana tenía con el orden y la limpieza nos ahorraba a las demás tener que preocuparnos de limpiar el polvo, hacer las camas o planchar la ropa. Teníamos criada gratis.

Lo triste es que la perderíamos en breve, ahora que se casaba.

Por supuesto, Gonzalo estaba invitado a la boda. Hacía dos años que yo no veía a Gonzalo. No habíamos coincidido los veranos en Donosti, porque él los pasaba en Inglaterra o Francia, aprendiendo idiomas.

Para qué negarlo: ardía en deseos de volver a verle. Me compré el mejor traje para la ocasión. Era de raso negro, entallado, con los bordes ribeteados de dorado. Zapatos dorados de tacón. Iba a resultar difícil andar sobre eso.

Me sentía ridícula así vestida, como un personaje de circo que hubiese caído por accidente en una reunión de gala.

Frente al espejo, me preguntaba qué pensaría Gonzalo al verme por primera vez en dos años, así, vestida de vampiresa. Me repetía a mí misma que la cosa no tenía mayor importancia, que al fin y al cabo aquella obsesión que tuve por Gonzalo no pasaba de ser un capricho de adolescencia y que cuando volviera a verlo caería en la cuenta de que, en realidad, nunca me había importado.

Que nunca había estado enamorada de Gonzalo, sino de la idea misma del amor.

En cuanto a Cristina, se compró su primer traje de mayor. Blanco, de lino, con volantes en la falda. Una bomba. El color blanco resaltaba su tez de oliva y sus rizos de ébano. Y el lino transparente dejaba clarísimo que acababa de dejar de ser una niña.

Cristina me eclipsaría. Estaba cantado. Desde hacía años. Según entramos en la iglesia escuché un cuchicheo a mi espalda: ¿Es verdad que sólo tiene catorce años? Me volví. Un joven de veintitantos miraba a Cristina con la expresión de un niño ante el escaparate de una pastelería. Debía de ser uno de los amigos de Borja.

Gonzalo estaba de pie en la primera fila de bancos. Llevaba un esmoquin negro. Me dio un vuelco el corazón. Nunca le había visto tan guapo.

Volvieron a mi cabeza todas mis fantasías de adolescente, aquellos sueños en que me colaba en el cuarto de Gonzalo en mitad de la noche y le besaba todo el cuerpo: las sienes, los párpados, las comisuras de los labios, el cuello, los hombros, los pezones, el vientre, el ombligo, y Gonzalo seguía allí dormido y no se despertaba. Mis fantasías de adolescente sólo llegaban hasta allí.

Pero la Rosa de veinte años que yo era, por muy virgen que fuese, sabía cómo completarlas.

Los labios seguirían bajando hasta la ingle, y encontrarían un falo perfecto, enorme, casi art déco, que parecería dibujado con aerógrafo, sin venas azules ni imperfecciones, un falo que estaría allí esperándome desde tiempos inmemoriales, y me lo metería en la boca, hasta el fondo, aspirando su olor dulzón, acariciándolo con la lengua, y después me montaría encima de él como había visto hacer en las películas y él me agarraría fuerte por las caderas, haría que me moviese arriba y abajo, dejaría impresas las huellas de sus dedos en mi cintura y me arrebataría de golpe esa virginidad incómoda que llevaba lastrándome desde hacía tantos años.

No dolería. No podría doler, e incluso si doliese, me gustaría. Disfrutaría del dolor de la misma manera que de niña había disfrutado del miedo que sentía cuando subía en la montaña rusa. Sería como la montaña rusa. Subir, bajar, marearse, perder el sentido de una misma.