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Y cuando llegó Gonzalo, vi por fin una luz al final del túnel. Volvía a tener un hombre que me prestaba atención, que se concentraba exclusivamente en mí, que me encontraba maravillosa. Además, era guapo, tan guapo como había sido mi padre, y era evidente que a todas las mujeres les gustaba. Diréis que a los cinco años una no se da cuenta de eso. Que a los cinco años una no se enamora. Mentira.

Sentía una extraña afinidad con él. Era como si yo también pudiera gustarle. Era como si los ángeles me lo hubieran enviado expresamente para protegerme, para compensarme de la catástrofe que supuso la partida de mi padre. Sabía que Gonzalo había sido enviado expresamente para mí. Era mío.

Y una noche, años después, estábamos mirando la tele en el salón, solos. Mamá y la tía habían salido de compras, Ana había quedado con Borja y Rosa estaba encerrada en su cuarto, estudiando. Yo estaba tapada con una vieja manta de viaje a cuadros escoceses y noté que su mano se colaba por debajo de la manta y avanzaba por mis piernas. Sus dedos iniciaron una aventurada incursión por debajo de mis bragas. Y no intenté detenerle. Noté que el corazón se me aceleraba y que respiraba más deprisa que de costumbre, pero traté de disimularlo porque pensé que si reaccionaba de cualquier manera él se detendría. Y yo no quería que se detuviese. No hice otra cosa que seguir como estaba y asumir lo que estaba pasando. No sabía muy bien qué estaba haciendo él, pero de alguna forma yo lo había deseado, aunque no supiese de qué se trataba. Sólo sabía que nadie debía tocarme ahí. Y por eso precisamente quería que él lo hiciera, porque él era especial, porque él no era cualquiera. A él debía, quería, concederle privilegios especiales. Su mano seguía avanzando y el resto del cuerpo permanecía quieto, mientras miraba fijamente la tele. Él también prefería fingir que todo seguía como siempre, que no estábamos saltándonos ninguna regla. Y así seguimos, con los ojos puestos en la pantalla y el cerebro concentrado en lo que sucedía debajo de la manta a cuadros. Yo estaba muy nerviosa, y feliz a la vez. Sabía muy bien que al hacer lo que estaba haciendo Gonzalo estaba concediéndome la categoría de persona mayor. Para él ya no era su primita, era algo más. Yo nunca había experimentado una sensación parecida, nunca me había acercado siquiera a esa especie de cosquilleo que parecía darme vueltas en el estómago, como la colada en una lavadora. Sentía como si me hubiese tocado el premio gordo de la rifa de fin de curso del colegio, que llevaba cinco años deseando con toda mi alma y que nunca había conseguido.

La cosa no quedó ahí. Siguió adelante noche a noche. Pronto aprendí a tocarle a él. Con los dedos, con las manos, con la boca. Cada día aprendía un poco más. Avanzaba peligrosamente, como a través de un campo minado. A veces, cuando veía a otro chico mayor que me gustaba, a los estudiantes de los Maristas con los que coincidíamos en el autobús, al chico de la panadería, al quiosquero, me entraban ganas de intentarlo con ellos, y me preguntaba si responderían de la misma manera que Gonzalo, o si no sería algo exclusivamente de éste. Pero no podía decir una palabra, porque Gonzalo me había hecho jurar que lo mantendría en secreto, me había hecho entender que todo el mundo pensaría que él estaba abusando de mi porque yo sólo tenía nueve años y él veinte, que si alguien se enteraba me echarían del colegio, me encerrarían en un reformatorio o en un hospital psiquiátrico, y yo no quería que nada de aquello ocurriese, porque sabía que era una buena chica, una buena chica a mi manera.

Así estuvimos un año. A veces en mitad de la noche, me colaba en su cuarto, donde me encantaba mezclar aquellas dos sensaciones: el miedo a ser descubiertos y el descubrimiento de mi propia capacidad para el placer. Deseaba que pudiera hacerme a todas horas aquello que me hacía, porque nunca había sospechado que en mi cuerpo existiera semejante disposición para la dicha. Adoraba dormir abrazada a él. Adoraba su olor y su calor jamás me planteé la posibilidad de perderle.

Y, de pronto, la tía Carmen decidió irse a vivir a Donosti y mi vida se pulverizó en pequeños pedacitos de colores, como una vidriera rota. Gonzalo intentó explicarme que yo tenía que crecer y hacerme mayor sin él, cuando fuera mayor tenía que ir con chicos de mi edad, que no debía llorar.

No me preguntéis cómo lo superé. Yo misma no lo sé. Supongo que debí de olvidarlo. Quizá haya que achacarlo a la incapacidad de los ninos para conservar recuerdos y afectos precisos. Es cierto que hubo una época en que me sentía cada día más invisible, como si fuera cubriéndome un barniz espeso y oscuro, capas y más capas sucesivas de tinieblas que amenazaban con asfixiarme. Pero luego me puse bien. Algo había cambiado dentro de mí, me sentía a salvo en mi piel. Sentía una curiosidad enorme que iba creciendo día a día, como un monstruo enorme e insaciable que se alimentaba de mis experiencias y que cada vez me exigía más comida, empujándome a la puerta, obligándome a salir al exterior, arrastrándome por las calles, viendo cosas y sintiendo la caricia del aire en las mejillas y el cosquilleo de la luz en los ojos. Una mañana desperté y Gonzalo había dejado de importarme. Miré con buena cara el día que me quedaba por vivir. Poco a poco la pena fue disipándose, poco a poco, exactamente igual que la neblina de la mañana va desapareciendo en Donosti. De repente, antes de que caigas en la cuenta, ya hay un rayo de sol que te sube por la cara y le arranca reflejos cobrizos a tu Pelo, cuando unas horas antes te resultaba imposible ver más allá de tus narices.

Después conocí a Mlkel, en Donosti, y comprendí que podía hacer con otros lo mismo que hacía con Gonzalo. Lo hice con varios, pero nunca llegué hasta el final. Tenía reservada mi virginidad.

Fue natural que cuatro años más tarde fuera Gonzalo el encargado de llevársela. No podía haber sido ningún otro. No me forzó. Yo lo había decidido así. Había decidido tomar el control. Y no me arrepiento. No fue doloroso, no fue desagradable. Me gustó muchísimo. Las sonrisas más francas, las caricias más tiernas, el destello de gloria entre las piernas. Habrá quien diga que he sido una víctima. Puede. Pero, sinceramente, creo que ha habido primeras experiencias muchísimo peores que la mía.

Y luego comenzaron las llamadas continuas a Madrid, los chantajes sentimentales, las cartas, los acosos. Fue una pesadilla. Yo no quería repetir la experiencia. En realidad, la única razón por la que me acosté con él es porque me sentí obligada, porque sentí que se lo debía. Porque sabía que eso era lo que él esperaba de mí. Pero pensaba que, tal y como me habían dicho las monjas, en cuanto le diese lo que me pedía se hartaría y no querría volver a saber nada de mi persona. Y eso era exactamente lo que yo quería: que me dejara en paz. Quería salir con chicos de mi edad, llevar mi vida. Quería dar por terminada aquella historia. Ya me sentía mayor por mí misma y no necesitaba que nadie me lo probara. Pero él, erre que erre. Durante años, cuando venía a vernos a Madrid insistía en salir conmigo de marcha, se emborrachaba e intentaba seducir a mis amigas, visto que yo no le hacía mucho caso. Se acostó con Line y no dejó de intentarlo con Gema, aunque ella le hubiese dejado muy claro cuáles eran sus gustos.

Gonzalo es ahora un cuarentón sin oficio ni beneficio, que diría mi madre. No sé mucho de él, excepto por las noticias que nos llegan a través de la tía. No trabaja ni lo necesita, porque ha heredado dinero suficiente para vivir de las rentas toda su vida. La última vez que le vi fue hace dos años, en la boda de mi prima Andone. Por poco no le reconozco. Había engordado, se le había caído el pelo, le habían salido arrugas, y aquellos increíbles ojos grises de antaño estaban enrojecidos y vidriosos, cubiertos por un velo cristalino tejido a fuerza de mucho alcohol y muchas drogas. Imagino, por las pintas que llevaba, que todavía escucha aquellos discos de Hendrix y la Joplin. Su cuerpo ha envejecido, pero él no ha crecido. No se ha casado, claro, ni se le ha conocido ninguna relación seria. Me parece que es incapaz de mantener relaciones profundas con mujeres de carne y hueso. Sólo con niñas.

No se lo conté a ninguno de los psicólogos. Para qué. Sin embargo, hubo uno que debió de adivinarlo, porque una tarde dejó caer, así, como quien no quiere la cosa, que las niñas que han sufrido abusos sexuales tienden a ser muy promiscuas en la edad adulta, porque van buscando desesperadamente aquella atención exagerada que se les prestaba de pequeñas. Puede. Puede que yo sea una víctima. No lo sé. Puede que realmente tenga un conflicto mental y que esta fijación obsesiva que siento por Iain no se llame amor sino dependencia neurótica. Puede. Puede que se trate, sencillamente, de un defecto de serotonina. 0 de un exceso de testosterona.

Yendo de nada a nada, sin patrón ni destino, sin refugio ni brújula. A la deriva. Emnpeñada en la inútil huida de mí misma, en busca de un lugar donde caerme viva. Bebiendo cubalibres y fumando chinos y tragando éxtasis y sirviendo copas y besando labios y chupando pollas y aprobando exámenes y redactando trabajos y leyendo libros y escribiendo poesías, por lo general bastante malas, todo hay que reconocerlo. Politoxicómana confesa y pendón vocacional. Digamos que quería ser Burrouglís, como Gema, supongo, aspiraba a ser Jane Bowles. He probado todas las drogas disponibles y me he acostado con todos los hombres más o menos presentables que se me ponían a tiro. Me lo he pasado bien, en suma. 0 quizá lo he pasado fatal. Puede que ni siquiera me haya enterado.

Así estaban las cosas en mi vida, ni mejores ni peores, distintas, hasta que, de esto hace ya meses, Line se empeñó en que probáramos un jaco nuevo que Santiago había pillado.

Pobre Santiago. El camarero más mono del Planeta X. Yo estaba loca por él, aunque nunca se lo reconociera a nadie, ni siquiera a mí misma. Me sobraba orgullo para admitir que estaba quedada con alguien que a su vez bebía los vientos por otra, mi mejor amiga, por más señas. Y Santiago estaba tan loco por Line que desde el preciso momento en que ella comentó que cada vez le gustaba más el caballo no paró hasta encontrar el mejor de Madrid, recién traído de Thallandia, cero/cero, prácticamente puro.

A mí no me hacía mucha gracia la idea, entre otras cosas porque el jaco siempre me ha parecido una droga cara y aburrida. No le encuentro mucho sentido al tema ese de ponerse y quedarse mudo e inmóvil durante horas, presa de una relajación que despega los músculos de los huesos, que le hace a uno flotar sin límites como si estuviera tendido sobre una cama de agua, y que luego se extiende por los tejidos, haciéndote navegar por otros mundos pero dejando tu cuerpo en éste, y uno se vuelve incapaz de relacionarse con otro ser humano, sencillamente porque uno ya no está ahí. Creo que sólo les atrae a los que no se aguantan a sí mismos, a los que necesitan olvidarse de su propia identidad.