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A mí no me hacía mucha gracia la idea, entre otras cosas porque el jaco siempre me ha parecido una droga cara y aburrida. No le encuentro mucho sentido al tema ese de ponerse y quedarse mudo e inmóvil durante horas, presa de una relajación que despega los músculos de los huesos, que le hace a uno flotar sin límites como si estuviera tendido sobre una cama de agua, y que luego se extiende por los tejidos, haciéndote navegar por otros mundos pero dejando tu cuerpo en éste, y uno se vuelve incapaz de relacionarse con otro ser humano, sencillamente porque uno ya no está ahí. Creo que sólo les atrae a los que no se aguantan a sí mismos, a los que necesitan olvidarse de su propia identidad.

Y luego está todo lo que el jaco significa, ese submundo que vive regido por el reloj de la droga: sus tres chutes diarios y, entre un chute y otro, llenar el tiempo de cualquier manera, esperando el próximo. Esto si eres pijo y rico, claro. Si no, debes emplear ese tiempo en encontrar el dinero para agenciarte otro chute, ya sea robando, trapicheando o haciendo la calle.

Una vida en perpetuo movimiento, la búsqueda en la calle de la droga, el temor al palo y la denuncia, la travesía continua de la ciudad, salidas a horas intempestivas, encuentros en lugares inesperados, persecuciones, engaños, traiciones, revanchas, nuevas caras, nueva gente, nuevos yonkis y camellos, chinos, chutas, papelinas, rohipnol, palos, broncas, buprex, monos, pastillas para superar el mono, calabozos de cárceles y celdas de clínicas, la amenaza constante de los maderos, idas y venidas, ningún lugar seguro, ningún día igual a otro. El vértigo de la aventura, el coqueteo con la muerte. Una vida dura. Una vida a cien. El éxtasis del héroe. De la heroína.

Yorikis consumidos, flacos y nerviosos, de esos que llaman «mi mujer» a la novia. Esqueletos andantes que sólo piensan en el jaco. Mirada moribunda, confusos, resentidos, deprimentes, estúpidos.

Más exigente que la más posesiva de las amantes, más peligrosa que la más desalmada de las zorras. La heroína le chupa a uno la sangre y a cambio sólo ofrece la seguridad contra la carencia de ella misma.

Pero Line insistió y acabé por ceder. Nos creemos muy listos y siempre pensamos que podemos meternos de cuando en cuando, que sabemos controlarlo. Qué soberbios somos todos, convencidos de que estamos por encima del resto de los mortales. Al fin y al cabo, me decía a mí misma, no había probado el jaco en un año. Ya iba siendo hora de darme un homenaje. ¿Por qué no?

«Si uno quiere vivir la vida de verdad debe estar preparado para introducir toda clase de objetos y sustancias extrañas por todos los orificios de su cuerpo.» Las boutades de Line en la barra del bar. Conversación de bar de moda a las seis de la mañana. Pobre Santiago. Habría hecho cualquier cosa por impresionar a Line, y si Kurt Cobain se metía caballo, Line quería caballo, y si Line quería caballo habría que dárselo. Las cosas son muy simples a los veinticinco años. Así que a las siete de la mañana, cuando acabó nuestro turno en el bar, nos metimos en el coche de Santiago y nos dirigimos hacia parque del Oeste. Line, Santi y Yo. Yo quería follar con Santi, Santi quería follar con Line y Line quería follar con todos y con ninguno.

Aparcamos en un rincón apartado y Santi sacó de la guantera toda su parafernalia de yonki: la bolsita con el jaco, la cuchara, la jeringuilla y el limón para desinfectar, amén de una botella de agua mineral y unos kleenex. No iba preparado ni nada, el tío.

Rasgó una larga tira de papel, la mojó con la boca y la enrolló alrededor del extremo de la chuta. Abrió la bolsita del jaco cuidando de no derramar el contenido, lo vació con un movímiento de muelle sobre la cucharilla y añadió un poco de agua mineral de la botella que, como buen pastillero, siempre llevaba en el coche. Puso un mechero encendido bajo la cuchara hasta que la droga se disolvió como la nieve que cae sobre un charco. Acto seguido, introdujo la jeringa en la solución a través del algodón que hacía de filtro.

Según vi aquello, empecé a arrepentirme. Había pensado que íbamos a meternos un chino, o esnifarlo. No había contado con el pequeño detalle de que Santiago habría hecho cualquier cosa para impresionar a Line. El muy bestia. Queda mucho más cool meterse un pico, claro. Muy Tarantino.

Me daba miedo inyectarme, para qué negarlo. La aguja, el pinchazo, la grima de sentir el jaco entrándote por la vena. Uno puede fumar el jaco o esnifarlo, pero la gente se inyecta en la vena para ahorrar material y porque dicen que el efecto inmediato es mejor. La forma más fácil de encontrar la vena es pincharse en el antebrazo, pero hay gente que no lo hace para evitar las marcas delatoras, los estigmas de yonki. 0, simplemente, porque ya no pueden hacerlo, porque tienen el brazo hecho un acerico, atravesado por una cordillera de bultos encallecidos de tanto hurgar en ellos. Se pinchan en los pies o en las manos, algunos incluso en la lengua, pero entonces la vena es más difícil de encontrar. Algún colgado que conozco se ha pinchado en la polla. Hay que hacerlo con cuidado, pincharse en la vena, nunca en la piel, si no habrá que limpiar la aguja varias veces, porque se obturará con la sangre coagulada.

¿Entendéis ahora mi pasión por las pastillas, esas dosis de felicidad comprimida que se deslizan sin sentirlo por tu esófago, que no exigen sacrificios ni autoperforaciones? Yo, que tengo terror hasta a los análisis de sangre, ¿cómo iba a meterme una aguja, así, a lo bruto? Sentía compasión por la carne penetrada y las venas violadas.

De modo que les dije que salía a hacer pis, más que nada porque no soporto ver cómo alguien se pone un pico. Prefería volver cuando todo el ritual de la jeringuilla y la vena hubiera terminado, y entonces meterme una raya tranquilamente.

– Tú haz lo que quieras -dijo Santi-, pero yo pienso meterme ahora mismo.

– Pues yo te acompaño, Cris -me dijo Line-, que también me estoy meando viva.

Si Santi pretendía impresionarla, se había lucido. Así que Line y yo salimos del coche y buscamos un lugar apartado entre los arbustos donde poder dar rienda suelta a nuestra incontinencia, mientras Santiago se ponía a gusto. Hicimos pis en cuclillas entre unos arbustos, intentando sin mucho éxito no salpicar nuestras flamantes Doctor Martens. Cuando nos levantábamos a Line se le cayó al suelo su bolsito en forma de corazón. Debía de tenerlo mal cerrado y el contenido se desparramó sobre la hierba. Nos costó Dios y ayuda encontrar las llaves, que habían ido a parar debajo de un alibustre, y debido a la poca luz y a lo mucho que habíamos bebido tardamos por lo menos media hora en dar con ellas. Cuando las encontramos caímos en la cuenta de que quizá habíamos perdido demasiado tiempo. Probablemente Santiago ya se hubiese largado, apunté yo, y ¿dónde coño íbamos a encontrar un taxi a semejantes horas, y, para colmo, en el culo del mundo?

– No te preocupes tanto -dijo Line-, si está puesto, seguro que se ha quedado donde estaba. Si el material es tan bueno como asegura, ni se habrá enterado de cuánto tiempo hemos tardado.

Volvimos a la carretera y divisamos su coche a lo lejos. El coche seguía allí. Santiago estaba apoyado contra el volante, inmóvil. Pensé que iría tan puesto que se había quedado grogui, sin más. Le sacudí.

– Eh, levántate, que no podemos quedarnos aquí toda la noche. -Le zarandeé, pero él no contestaba-. Line, me temo que va a tocarte conducir, que este tío no reacciona.

Y entonces me fijé bien en Santi. La aguja clavada en el brazo, la cara blanca como el papel y una mancha de sangre alrededor de los labios morados, entumecidos como si le hubieran asestado un puñetazo. Los ojos abiertos, la mirada fija en un punto indeterminado. Unas enormes ojeras malva, tan exageradas que parecían maquillaje, cuyo color hacía juego con los labios. El cuerpo duro, contraído, tumefacto. Parecía embalsamado, como si le hubiesen inyectado pegamento bajo la piel. Su carne sin sangre, casi transparente, semejaba la de un lagarto inmóvil, aterido y debilitado, al que el invierno hubiese pillado desprevenido.

Me asusté, y empecé a sacudirle todavía más, entre gritos, pero él seguía sin reaccionar. Line se acercó y, cuando le vio, se puso casi tan blanca como él. Luego le tomó el pulso y apretó su cabeza contra el pecho de él. Exactamente igual a como yo había visto hacer en las películas.

– Este tío está muerto -anunció. Fue la única vez en la vida que oí su voz su voz, no su vocecita, sin el timbre agudo que normalmente la caracteriza.

– ¿Cómo lo sabes? Quizá sólo esté en coma -dije.

– Está muerto. Estoy totalmente segura.

– ¿Por qué? ¿Cómo puedes tenerlo tan claro? Yo quería creer que quizá sólo estuviese en coma o inconsciente.

– Porque soy socorrista. Sé tomar el pulso y sé reconocer a un cadáver. Y este tío está muerto. Vámonos de aquí. -Parecía asustada de verdad-. Qué suerte hemos tenido de no haber sido las primeras en probar el material.

Me escandalizó la frase con que había rematado la cuestión. Parecía no afectarle el que uno de nuestros amigos, precisamente el que hacía cualquier cosa por ella, la hubiese palmado. Sólo le importaba que la china no le había tocado a ella.

– No podemos irnos así como así. No podemos dejarlo aquí -insistí.,

– Mira, Cris, ya no hay nada que podamos hacer por él -dijo Line-. Y yo paso de meterme en líos. Vámonos inmediatamente.

Me cuesta mucho justificar ante mí misma cómo consentí en dejarle allí, solo. Supongo que estaba tan aturdida que me dejé arrastrar por la recién descubierta voluntad férrea de Line. Me pareció que ella tenía razón. Si estaba muerto, nosotras no podíamos ayudarle en nada quedándonos allí. Y si estaba vivo, lo mejor era irnos y llamar una ambulancia. Nada ganábamos permaneciendo a su lado, y teníamos mucho que perder, en cambio, si no nos largábamos. Sobre todo Line, que vive con sus padres y que no podría silenciar el asunto y se vería obligada a ofrecer interminables explicaciones y confrontaciones. Yo lo entendía perfectamente. No hacía falta que ella me dijera nada. Al fin y al cabo no somos más que dos niñas pijas recicladas.