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– No entiendo por qué.

– Pues es así. Yo misma debería ser vicepresidente. Estoy mejor preparada, con mucho, pero con mucho, que el inútil que tiene el puesto. Pero soy mujer, así que no me ascienden.

– Pues mira, qué quieres que te diga, si tan mal están las cosas, déjalo, dedícate a vivir la vida, no te amargues en una oficina.

– ¿Qué quieres decir con eso de «vivir la vida»?

– Pues eso, salir, conocer gente, ir de copas… -Hago una pausa premeditada antes de soltar la bomba-. Follar.

Mi imperturbable hermana finge no haber captado la indirecta.

– A mí no me apetece salir de copas todas las noches. Y el sexo me atrae cada vez menos.

– Te estarás volviendo anoréxica. Esto de que bebas cocacola light es muy mala señal.

– No, no tiene nada que ver. Simplemente, me resulta muy poco satisfactorio tener sexo con alguien incapaz de respetarme y de asumir que podemos estar al mismo nivel. Mi sexo reside en mi cabeza, no en mi entrepierna.

– Es curioso, el otro día intentaba explicarle lo mismo a Line…

– No es curioso. Es el signo de los tiempos. ¿No te has dado cuenta de que cada día hay más películas y más libros de homosexuales, y que cada día tienen más éxito? Es porque, superada la era patriarcal, los sexos estamos condenados a no entendernos.

– La era patriarcal… Rosa, no te ofendas, pero cada día eres más redicha. Como un repollo con lazos. Pero es verdad, lo de la guerra de los sexos, digo. El único tío que podría interesarme ahora, y te lo digo a ti porque eres mi hermana, es Iain. El resto, una panda de cafres.

– Eso es porque lo tienes idealizado. Iain es tan inmaduro como el resto. Si tú misma no hacías más que quejarte de que Iain era un pusilánime. Y él siempre estaba quejándose de que tú tenías demasiado carácter.

– Es que yo tengo mucho carácter.

– No más que la mayoría de los hombres con los que trato a diario. Sencillamente, es un rasgo que no está bien visto en una mujer pero sí en un hombre.

– Rosa, por Dios, no empieces otra vez con tus sermones feministas…

– Que sí, mujer… Se ve claramente en la oficina. Si yo me pongo dura con un proveedor que no nos ha presentado la factura a tiempo, si grito y me enfado, es un problema. El director de personal no pierde ocasión de recordarme que debería suavizar mis modales, el muy cretino. Y sin embargo, el director general se pasa el día tratando fatal a todo el mundo: proveedores, secretarias, administrativos y directora financiera, o sea, yo. En la vida le he oído dedicarle una palabra amable a nadie. Se comunica con la gente a gritos. Pero en su caso se trata de un ejecutivo agresivo, de modo que está bien visto, nadie le dice nada. Mientras que yo, claro está, debería suavizar mi comportamiento…

– Lo que hay que oír. ¿Ves? Yo, de camarera no tengo esos problemas.

– Tampoco tienes ninguna posibilidad de promoción. Ni ningún futuro. Ahora tienes veinticuatro años y quedas muy mona en una barra pero dentro de diez, cuando se te caiga esa delantera que tienes y puedas ponerte a jugar al fútbol con tus pechos, no habrá quien te quiera de camarera. Y entonces caerás en la cuenta de cómo has desaprovechado tu tiempo y tu cabeza.

– En primer lugar, deja de meterte con mis tetas, si no te importa. En segundo, que te quede claro que YO no desaprovecho mi cabeza.

– Eres demasiado lista para estar trabajando en una barra.

– Ya salimos con la de siempre. Yo trabajo en una barra si me sale del coño.

– ¿Y qué satisfacción intelectual te reporta eso?

– Rosa, estoy harta de discutir el mismo tema. La satisfacción intelectual me la busco en el tiempo libre. Cuando salgo de aquí leo, voy al cine y…

– Leer es pasivo. Estoy hablando de hacer algo productivo. De ser y sentirte útil.

– Ya salió la feminista. Me dirás que tú eres muy útil, arreglándole los problemas a una multinacional que tiene puteados a todos sus empleados, jodiéndoles la vida ocho horas al día a cambio del salarlo mínimo. Y tú te encargas de que Hacienda no les pille en los desfalcos y los chanchullos que se monta. ¡Pues menudo orgullo! Prefiero ser una inútil. En definitiva, guapa, que dejes de meterte de una vez con mi trabajo. Al menos yo no voy a tener problemas de conciencia moral, y, además, YO no trabajo para una estructura machista -remato, cabreada.

Supongo que mi hermana se ha quedado con ganas de decirme que había más de una redicha en este bar, pero se interrumpe al ver llegar al primer cliente de la noche. Se trata de un tipo bajito y repeinado, que no debe de tener más de treinta años. Lleva un polo rosa, pantalones de pinzas y zapatos italianos. Apenas supera el metro setenta. Un pijillo en la treintena. Fijo que es broker, como si lo viera.

– ¿Me perdonas un momento? -le digo a mi hermana overachiever y me marcho a atender al cliente-. Dime.

– Quiero un whisky con cocacola -me anuncia el de gafas con voz engolada. Habla como si se hubiera metido una patata frita en la boca.

– ¿Qué whisky? -pregunto, y lo hago por pura rutina. Bien sé yo que todas las botellas están rellenadas con el mismo tipo de alcohol de garrafa.

– No sé -duda él-. ¿Cómo se llama el de aquella botella marrón que está en lo alto del estante?

– Eso no es whisky -le hago saber con un deje de superioridad digno de una reina-. Es ginebra.

– Entonces quiero una ginebra con cocacola. Esa ginebra -recalca.

– Te advierto que esa ginebra es carísima -le aviso con retintín.

– No importa. El dinero no es problema.

Valiente gilipollas.

– Además, no voy a alcanzar ese estante…

– Pues te subes a una silla o a una caja. Yo soy el cliente y tú la camarera, y si pido una ginebra determinada estás obligada a servírmela, ¿o no?

Le dirijo una mirada asesina, dudando entre si mandarlo a la mierda o tirarle la cocacola de Rosa en la cara, pero finalmente agarro una caja y me encaramo como puedo a lo alto del estante. Mientras intento alcanzar la botella de marras me vuelvo y caigo en que el muy cabrón está aprovechando la ocasión para mirarme el culo. Acto seguido vuelvo la cabeza hacia Rosa, que también está contemplando la escena.

Mi altísima hermana se levanta del taburete y se yergue cuan alta es sobre sus imponentes ciento ochenta centímetros, sin tacones.

– ¿Le importaría dejar de mirar el culo de mi novia con semejante descaro? -le pregunta cortésmente al chico del polo rosa.

Las mejillas del gañán adquieren el color de su polo.

– ¿Es tu novia? -alcanza a articular con voz trémula.

– Ella es mi novia y yo soy cinturón negro de kárate, por si te interesa -escucho decir a mi imprevisible hermana.

Está de pie frente a mí, cuan alta es (más que él), las manos apoyadas en las caderas y soltando fuego por los ojos. Si hubiese tenido un revólver juraría que habría estado a punto de desenfundarlo. Me la quedo mirando con los ojos como platos y la boca tan abierta que Agassi hubiese podido colarme una pelota en ella. Pero mi impasible hermana ni se inmuta.

– ¿Por qué no te vas yendo a la pista? -le sugiere Rosa al de las gafas, sin perder un ápice de su calma-. En breve empezarán a llegar hordas de adolescentes a las que les podrás mirar el culo con toda tranquilidad.

El de las gafas se marcha sin decir palabra, y sin la ginebra.

– No trabajas en una estructura machista. Ya veo -observa mi irónica hermana con tanta tranquilidad como si se estuviera refiriendo al tiempo, y a continuación apura su cocacola de un trago-. Son casi las once y yo mañana me levanto a las siete. Tengo que dejarte. No te olvides de llamar a Ana.

Recoge su abrigo y abandona el bar. Me cuesta unos cuantos segundos recuperar el habla, y por tanto no puedo llamarla hasta que se encuentra justo en medio de la pista.

– ¡ROSA! Ella gira la cabeza… -¿Qué?… y yo sonrío. -Gracias.

– De nada. Y no te olvides de llamar a Ana.

– Lo haré. Cruza la pista en tres zancadas, marcial, solemne y estilosa. Todas las luces del bar se reflectan en su abrigo porque ni siquiera los focos pueden sustraerse a la tentación de seguir con la mirada a esa amazona rubia distante e insondable. Y yo pienso para mí, cuando la veo cruzar la pista con la velocidad constante de una flecha disparada a un objetivo claro, puede que no me lleve mucho con mi hermana, puede que no tengamos nada que ver, pero, joder, hay que reconocer, aunque me pese, que hay momentos en que la admiro profundamente.

El informe Harvard-Yale, publicado en 1987 por los sociólogos Bennet y Bloom y basado en el modelo paramétrico de análisis de diferentes grupos de población, dice textualmente: «A los treinta años las mujeres solteras con estudios universitarios tienen un 20% de posibilidades de casarse, a los treinta y cinco este porcentaje ha descendido al 5% y a los cuarenta al 1,3%. Las mujeres con educación universitaria que anteponen los estudios y la vida profesional al matrimonio encontrarán serias dificultades para casarse.»

Ya dicen los agoreros que a los treinta años es más fácil que te caiga una bomba encima que un hombre.

Yo tengo treinta años y estoy tan cansada que me cuesta trabajo empujar la pesada puerta de entrada de mi edificio. La cocacola que me he tomado en el bar de Cristina ha servido para ayudarme a superar el último tramo de la carrera, pero ahora caigo en la cuenta de que ya llevo encima del cuerpo catorce horas de actividad constante, y siento el agotamiento incrustado en cada uno de mis huesos.

No me atrevo a reconocer que probablemente mi hermana pequeña tenga razón y que no me sirva de nada trabajar tanto.

Las fábricas de la revolución industrial trabajaban con jornadas de hasta doce horas. Desde entonces la reducción de jornada ha sido uno de los principales objetivos de los sindicatos. Diversos estudios de psicología industrial publicados por la Universidad de Yale han demostrado que una jornada de trabajo superior a las ocho horas diarias incide negativamente en la salud física y psíquica.

Pero a pesar de los avances sociales y los cambios notables respecto a las condiciones laborales, yo llego a trabajar entre doce y catorce horas diarias, tanto como los más explotados obreros del siglo diecinueve.