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Por pura inercia me detengo en el buzón y miro a ver si me espera una sorpresa. En mi buzón sólo pone mi apellido, Gaena, no mi nombre completo, Rosa Gaena. Es peligroso hacer saber que vives sola. Lo abro. Sé lo que voy a encontrar: cartas del banco y folletos publicitarios.

En el ascensor echo un vistazo al último extracto bancario que he recibido. Debería invertir todo este dinero en algo. Resulta absurdo mantenerlo congelado en una cuenta. Tengo que recordar que mañana debo consultarlo con mi asesor, a ver qué tipo de inversión me aconseja.

Empujo decidida la puerta de mi apartamento conceptual, estrictamente monocromático. Todos los objetos de adorno han sido eliminados. Resulta moderno. Sofá negro por elementos diseño Philip Stark. Mesa de metacrilato transparente. Televisor, vídeo y equipo de alta fidelidad negros. Incluso los cedés (música clásica, en su mayoría) están almacenados en un mueble negro diseñado específicamente para albergarlos. Estanterías negras, ceniceros negros, lámpara negra. Alfombra irreprochablemente aspirada, y negra. Hasta el ordenador portátil es de color negro.

Y al fondo, en la pared, una enorme ampliación en blanco y negro de una foto de Diane Arbus, que me costó un ojo de la cara. Es el único toque personal que me he permitido en este entorno minimalista.

Cuando llego a mi apartamento lo primero que hago es quitarme el traje de chaqueta gris y colgarlo cuidadosamente en el armarlo.

El informe Dressfor Success, de John T. Molloy, publicado en 1977, recomienda a las ejecutivas el uso de un traje sastre en la oficina: «Las mujeres que llevan ropa discreta tienen un 150% más de probabilidades de sentirse tratadas como ejecutivas y un 30% menos de probabilidades de que los hombres cuestionen su autoridad.

»Una indumentaria que proyecte una imagen de sexualidad menoscaba el éxito profesional de quien la vista. Vestirse para el éxito profesional y vestirse para resaltar el atractivo sexual son dos cosas que casi puede decirse que se excluyen mutuamente.»

Me gustan los trajes sastre, también, porque resultan prácticos. Me basta con cambiar a diario de camisa y accesorios y puedo usar el mismo traje tres días seguidos. Eso sí, mis trajes son de la mejor calidad: Loewe, Armani y Angel Schelesser. Tengo tres: gris, azul marino y negro.

Colores sobrios para una imagen sobria. En la oficina siempre llevo camisas de seda abotonadas hasta el cuello, cuyo color combina con los elegantes conjuntos de gargantilla y pendientes que me gusta llevar. Si se trata de la camisa ocre, el conjunto de ámbar de Agatha. Si es blanca, el de plata de Chus Burés, y si es la verde botella, el de malaquita y oro de Berao.

Dispongo de tres pares de zapatos para combinar (gris, azul marino y negro), de exactamente el mismo modelo Robert Clergerie: corte salón y discretos tacones de tres centímetros. De esta manera, por las mañanas no tengo que emplear mucho tiempo en pensar qué me pongo.

Y el tiempo es oro. El armario en el que almaceno mi ropa de trabajo exhibe un orden meticuloso. Los zapatos, alineados por parejas. Los trajes, cada uno en su percha correspondiente, en el lado izquierdo. Las camisas, bien planchadas, en el derecho. De plancharlos se ocupa la asistenta, por supuesto, porque yo no puedo desperdiciar mi tiempo planchando.

Las medias en un cajón, la ropa interior (sujetadores y bragas blancos de La Perla, elegantes a la par que discretos) en el siguiente, y, en el último, los pañuelos.

Todo impecable. En el armario contiguo, el destinado al resto de mi ropa, reina el caos. De las perchas cuelgan pantalones vaqueros, camisas estampadas, trajes de noche y vestidos de verano mezclados en un batiburrillo de formas y colores. En uno de los cajones se acumulan un remolino de jerséis de lana. En el siguiente, la ropa interior negra, las bragas, los bodies, los ligueros y las medias. Y en el último, una masa informe de diferentes prendas. Gorros impermeables y sombreros de fiesta, camisas hippies y camisetas psicodélicas, cinturones dorados y bufandas a rayas.

Vestigios y recuerdos de todas las épocas de mi existencia que conforman una masa en la que un arqueólogo podría explorar, para verificar a través de los sedimentos a qué era correspondía cada uno de los hallazgos encontrados.

Supongo que este armario dividido en dos podría interpretarse como una metáfora de mi personalidad.

En la oficina no debo olvidar que, amén del modo en que visto, debo controlar cómo me comporto. He de recordar que en las reuniones no debo ahuecarme el cabello, ajustarme los tirantes del sujetador, manosearme los collares o los pendientes, estirarme los panties ni quitarme de la blusa una mota imaginaria.

«Debe usted controlar la postura de las piernas. Un hombre puede sentarse de cualquier manera que se le ocurra: piernas separadas o con un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna o con las piernas cruzadas. Las mujeres deben tener más cuidado en el ambiente profesional, para evitar que la visibilidad de las piernas distraiga a otros.

»Si se cruzan las rodillas, pantorrillas y tobillos deben juntarse en línea recta, no separarse en forma de uve puesta al revés. Esta postura se acompaña con demasiada frecuencia de agitación nerviosa o balanceo de la pierna colocada sobre la otra. En estas condiciones se anula el aspecto de seguridad que es obligatorio ofrecer a los colegas masculinos y se sustituye por una apariencia infantiloide o algo coqueta.»

Imperdonable si se desea aparentar eficacia y ser tomada en serio.

Cómo me gusta llegar a casa y vestir como me da la gana y sentarme como me da la gana.

Y balancear las piernas si me da la gana. Me deshago el moño, me pongo un pantalón de pijama y una vieja camiseta gris y me acerco a la cocina a ver si encuentro algo de comer. La nevera está llena de productos light: colas de dieta, yogures desnatados, quesitos bajos en calorías y botes de Nestea sin azúcar. Nada perecedero o caducable, dado que casi nunca como en casa.

Me armo de yogures y, cuchara en mano, me dirijo hacia el salón a mirar la televisión. Hoy ponen El Gatopardo.

Me arrellano en el sofá negro e intencionadamente balanceo las piernas.

Cómo lo disfruto. Y en ese momento suena el teléfono negro. Pego un respingo. Sospecho, o mejor dicho, sé, de quién se trata. Estoy tentada de dejar que el contestador automático se haga cargo de la llamada, pero finalmente no lo hago. La curiosidad es demasiado fuerte.

Descuelgo. Espero tres segundos y luego articulo con voz trémula un tímido «¿Diga?»

Al otro lado de la línea sólo se escucha el zumbido del vacío. Hago acopio de valor y repito «¿DIGA?» con tono más decidido. Y sigo sin obtener respuesta.

Espero. A través del auricular se escucha una música, al principio casi imperceptible. Luego, su volumen va ascendiendo gradualmente hasta hacerse perfectamente reconocible. Es La hora fatal, de Purcell. Reconozco la letra.

The fatal hour comes on a pace which I would rather die than see, cause wben Fate cal1s you from this place you go to certaín Misery.

Contengo la respiración. Pasan unos larguísimos minutos y la comunicación se corta. Sea quien sea, ha colgado. Muy despacio, como si lo hiciera a cámara lenta, vuelvo a colocar el auricular en su sitio.

Hace muchos, muchos años, yo había sido capaz de cantar esta misma canción nota a nota, sin fallar una sola. Estudié canto hasta los diez años y las monjas, que prepararon mi ingreso en el conservatorio, me consideraban un prodigio. Y no sólo para la música. Cuando rellené los test que todas las niñas del colegio debían superar para pasar a quinto curso de primaria, la madre superiora se apresuró a llamar a mi madre para comunicarle el asombroso descubrimiento: mi test había arrojado un cociente de inteligencia de 155.

El mejor resultado que se había visto nunca en toda la historia del colegio.

Pero entonces mi padre se marchó de casa, y yo dejé las clases de canto. Nadie me obligó. Habría podido seguir asistiendo, pero, sencillamente, ya no me apetecía cantar. Tanto mi madre como las profesoras aceptaron, a su pesar, mis razones. Lo cierto es que mi madre nunca ha cuestionado ninguna de mis decisiones.

Ha sido así desde que yo era pequeña. El teléfono vuelve a sonar. Dejo que conteste la máquina y bajo la tecla del volumen hasta su punto mínimo. No me apetece volver a escuchar La hora fatal.

No puedo explicar exactamente qué relación conectó las dos decisiones; la de mi padre de dejarnos a nosotras y la mía de dejar el canto, pero sé que tuvieron que ver entre sí. Si él no se hubiera ido, yo habría seguido cantando.

Yo ya sabía que él iba a dejarnos, creo que incluso antes de que él mismo lo hubiera decidido.

Me di cuenta aquel verano, el último que pasamos en Málaga. Solíamos alquilar un apartamento en Fuengirola pese a la oposición de mi madre, que habría preferido ir al norte, a San Sebastián o a Zarauz.

A mi madre las playas del sur le parecían demasiado chabacanas, y echaba de menos la elegancia burguesa de las playas vascas, de los cielos encapotados y el agua helada del Cantábrico.

A mi madre le gustaban aquellas playas matriarcales en las que las orgullosas mujeres vascas no se dignaban exhibir un centímetro más de lo necesario de su anatomía, y se paseaban, atléticas y decididas, enfundadas en elegantes maillots oscuros de una pieza.

A mi madre no le gustaba esa jarana de las sombrillas, las suecas en biquini, las cremas bronceadoras, los transistores a todo volumen y los lolailos de turno exhibiendo gruesos cadenones de oro sobre el pecho velludo.

Mi madre, que tenía esa piel blanca y pecosa, casi transparente, que yo he heredado, prefería no bajar a la playa hasta bien pasada la media tarde, para evitar quemarse. Se pasaba las mañanas encerrada en casa, a la sombra, leyendo un libro en su dormitorio, con el ventilador conectado a la máxima potencia.

Pero mi padre adoraba el Mediterráneo, los calamares fritos en los chiringuitos de la playa, las partidas de dominó que se organizaban espontáneamente en el patio central de la urbanización, el vocinglerío que armaban las marujas llamando a gritos a sus niños por la playa, TOÑI, DEJA YA DE COMERTE LA ARENA QUE TE VOY A CALENTAR EL CULO, DEMONIO CRíA.