– Steven… Steven, espera…
Pudo sentir el esfuerzo que le costó apartarse para mirarla.
– ¿Qué sucede, Jennifer? ¿Qué pasa?
– No lo sé… de repente todo estaba yendo demasiado rápido… No estoy preparada para esto.
– Jennifer, tu sentido de la oportunidad es admirable -ironizó-. ¿Crees que puedo detenerme ahora?
– Creo que puedes hacer cualquier cosa que te propongas -repuso ella con voz temblorosa.
– Oh, maldita sea. ¡Siempre tienes que pronunciar la palabra adecuada en el momento adecuado! -la soltó lenta, dolorosamente, y se pasó las manos por el pelo-. Lo lamento.
No podría haber dicho nada que la hubiera sorprendido más. Steven Leary había pedido disculpas. Era como si los astros se hubieran escapado de sus órbitas.
– Es culpa mía -logró decir-, por no conocerme lo suficientemente bien a mí misma.
– No nos culpabilicemos por esto; no podría soportarlo -emitió una risa forzada-. Me marcharé ahora mismo, si quieres…
– Sí, quizá debieras hacerlo…
Jennifer ansiaba pedirle que se quedara, pero sabía que no debía. Al cabo de unos segundos Steven saldría por aquella puerta y su relación habría terminado para siempre…
De pronto, el sonido del timbre los sobresaltó, como despertándolos de un sueño. Jennifer se recuperó lo suficiente para abrir la puerta, y se encontró con una pareja de unos cuarenta años, con una niña que no debía de rebasar los diez.
– Sentimos molestarla a esta hora -se disculpó la mujer-. Hemos estado llamando durante toda la tarde, pero no había nadie. Hace horas que Brenda debería haberse acostado, pero no teníamos corazón para obligarla a volver a casa mientras quedara alguna posibilidad de encontrar a Nieve…
– ¿Nieve? -inquirió Jennifer con el corazón encogido.
– La pusimos el nombre de Nieve por sus patitas de color blanco -explicó la niña, y de pronto una enorme sonrisa iluminó su rostro-. ¡Nieve!
Entró precipitadamente en la casa para abrazar a Zarpas, que ya la había reconocido. Sonriendo tristemente, Jennifer invitó a los padres a pasar. Steven cerró la puerta, contemplando discretamente la escena. Las presentaciones fueron rápidas. El matrimonio Cranmer iba bien provisto de fotografías familiares en las que Zarpas aparecía en los brazos de la pequeña; no había ninguna duda de que eran los legítimos propietarios de la gata. Brenda ya había descubierto los gatitos, y los estaba acunando con amorosa ternura.
– Vivimos a unas cuatro calles de aquí -la informó la señora Cranmer-. Uno de nuestros vecinos nos comentó que alguien de esta calle había recogido a un gatito perdido, negro con las patas blancas, pero no estaba seguro de quién era. Nos preocupamos tanto cuando desapareció de casa… Gracias a Dios que ha estado a salvo con usted… Permítanos al menos pagarle los gastos del veterinario.
– El veterinario llegó cuando el parto ya había terminado -les explicó Jennifer-. Steven se encargó de todo.
Mientras tomaban café, les contaron la historia de aquella noche. Celebraron con risas las diversas anécdotas, pero Steven, mirando de cerca a Jennifer, advirtió que su sonrisa era un tanto forzada. Cuando la familia Cranmer se dispuso a marcharse, Nieves saltó al regazo de Jennifer, ronroneando.
– Le está dando las gracias -comentó Brenda-. La quiere mucho.
– Y yo a ella -repuso Jennifer con voz ronca de emoción-. Y me alegro de que haya podido recuperar a su familia.
– ¿Le gustaría quedarse con uno de los gatitos? -le preguntó Brenda, ofreciéndole el único varón, que era casi idéntico a su madre-. Yo se lo traeré cuando sea lo suficientemente mayor para dejar a su madre.
Reacia, Jennifer negó con la cabeza:
– Me encantaría, pero no estaría bien dejarlo solo en esta casa durante todo el día. Con Zar… con Nieves era diferente; para ella, estar sola aquí era mejor que andar por las calles. Pero este pequeñín se merece algo mejor.
– ¿No lo quiere? -inquirió Brenda.
– Sí, claro que lo quiero, pero… -se le quebró la voz.
– Lo entendemos -declaró la señora Cranmer con tono suave.
Steven se quedó mirando a Jennifer mientras se despedía de la familia y cerraba la puerta, advirtiendo su aspecto abatido. Conteniendo los sollozos y dándole la espalda, Jennifer se dirigió a la cocina mientras él pedía un taxi por teléfono. Desde donde estaba, pudo oír cómo se sonaba la nariz.
– El taxi estará aquí dentro de unos minutos -lo informó.
– Bien -repuso con tono ligero, aunque Steven sabía que aquella falsa alegría se evaporaría en cuanto se marchara. Entonces se quedaría realmente sola, sin los gatos, sin David, sin él mismo, sin nadie. Y le dolió terriblemente pensar en aquella soledad que con tanto empeño se negaba a reconocer.
Las palabras salieron de sus labios antes de que fuera consciente de ello:
– Pasa el día de mañana conmigo, Jennifer.
– Yo… tengo varias reuniones… -balbuceó.
– Cancélalas. Tómate el día libre. Vente conmigo a la costa.
– ¿A la costa? -repitió.
– Quiero llevarte a Huntley y enseñarte el lugar donde crecí. Nos divertiremos mucho.
– Oh, sí -convino Jennifer, repentinamente entusiasmada con la idea.
– Te recogeré a las ocho de la mañana. Buenas noches.
Cuando Steven se hubo marchado, Jennifer empezó a pasear nerviosa por la casa, intentando ordenar sus pensamientos. Deseaba tanto a Steven que apenas podía formular un pensamiento coherente, a pesar de que no se había dejado llevar por la pasión del momento. ¿Por qué se había asustado tanto? Quizá porque su anhelo por Steven amenazaba con abrumarla, turbando la ordenada vida que había jurado llevar desde mucho tiempo atrás, cuando todavía era una niña solitaria e insegura.
A la mañana siguiente y a la hora en punto, Steven estaba llamando a su puerta. Para su asombro, se presentó vestido con camiseta y vaqueros. ¿Steven Leary… sin corbata? ¿Y sonriendo como un niño entusiasmado con la excursión que iban a emprender?
Su apariencia, por otra parte, concordaba perfectamente con la de Jennifer; unos pantalones de color beige y una camisa amarilla constituían un atuendo que jamás se habría puesto para ir a trabajar. Y tampoco se habría anudado un pañuelo de seda al cuello, colgándose un vistoso bolso de lienzo al hombro.
– Estás vestida de la cabeza a los pies para pasar un día entero frente al mar -le comentó Steven.
– Bueno, espero que mis esperanzas no se vean defraudadas: Una playa de arena, o una cala, con un vendedor de helados.
– Me temo que la playa es de guijarros. Pero hay una cala y un hombre que vende helados. Estoy seguro de que eso no ha cambiado.
– Cuando era pequeña, nuestros padres solían llevarnos a Trevor y a mí a la playa -comentó Jennifer una vez que subió a su coche-. Tengo un recuerdo imborrable de aquellos viajes. El sol siempre brillaba radiante, los helados siempre eran deliciosos, y Trevor y yo siempre discutíamos sobre qué castillo de arena era el mejor…
– Seguro que ganabas tú.
– No siempre. Él solía hacer trampas.
– Por cierto, hablando de Trevor, anoche Maud no vino a dormir a casa… y no es la primera vez. Creo que debemos prepararnos para una boda inminente.
– ¡No estarás hablando en serio!
– No sabes de lo que es capaz mi hermana cuando se le mete una idea en la cabeza. Es impresionante.
– Me dijiste que decidió casarse con él la misma noche que lo conoció -recordó Jennifer-. ¿Tú crees que lo ama de verdad?
– ¿Por qué si no habría de querer casarse con él?
– Bueno… en la vida de las modelos suele haber una etapa en la que… -se interrumpió, segura de que Steven ya había comprendido lo que quería decirle.
– No se va a casar con él buscando una seguridad económica, si es eso a lo que te refieres. Ya tiene un montón de dinero. ¿Es que tú no crees en el amor a primera vista?