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Trevor le había recordado todo lo que Barney había hecho por ellos. Él los había acogido en su hogar a la muerte de su madre, cuando Jennifer sólo contaba doce años y Trevor dieciséis. Nadie había descubierto nunca el paradero de su padre desde que abandonó a su familia unos dos años antes: después de divorciarse, se fue al extranjero con su nueva amante. Sólo quedó su abuelo para cuidarlos.

Barney era muy cariñoso, pero su idea de criar a dos niños había estado determinada por su atareada vida, de manera que se los había llevado consigo en sus constantes viajes. Había sido algo divertido e interesante, pero aquello también había hecho que Jennifer se sintiera poco menos que como una huérfana.

Barney no podía sustituir al padre que la había abandonado, pero lo quería mucho y estaba siempre dispuesta a complacerlo. Se había esforzado mucho con sus estudios, disfrutando con su alegría cuando sacaba buenas notas, y poco a poco se había ido haciendo a la idea de trabajar en su negocio.

– Realmente me encantaría teneros a los dos como socios -les había comentado un día, muy contento.

Trevor había entrado en Norton nada más terminar la universidad, y desde entonces Barney había empezado a anhelar el día en que Jennifer siguiera sus pasos. No había tenido corazón para decirle que prefería trabajar con animales; decepcionarlo habría sido como arriesgarse a perder su amor, y hacía mucho tiempo que había descubierto lo doloroso que eso podía llegar a ser. Así que había entrado en la empresa y trabajado en ella sin descanso, para orgullo y satisfacción de su abuelo. Tanto Trevor como Jennifer se habían dedicado a prepararse para hacerse cargo de la empresa cuando se jubilara. Ante los ojos de todo el mundo Jennifer era una exitosa y eficiente ejecutiva, pero por dentro se sentía atrapada, fracasada…

Y allí estaba, dispuesta a representar una farsa que no le interesaba lo más mínimo en compañía de un hombre al que no conocía, más prisionera que nunca de las expectativas de los demás. Y ansiando con toda su alma poder escapar de aquella situación.

Steven Leary se detuvo ante la puerta del apartamento, mirando con desazón el suburbio marginal en el que se encontraba. Doce años atrás su amigo Mike Harker había tenido posibilidades de convertirse en una gran estrella de cine, pero su carrera se había truncado y por eso vivía en aquel barrio. Steven había procurado mantener el contacto con él, pero hacía cinco años que Mike no lo veía. La puerta se entreabrió con un crujido.

– ¿Quién eres tú? -inquirió una voz apagada.

– ¿Mike? Soy yo, Steven.

– Diablos. ¿Steven? -Mike se apresuró a invitarlo a pasar y cerró rápidamente la puerta-. Temía que fueras el casero.

Se saludaron efusivamente. Mike seguía conservando su atractivo, aunque tenía los ojos legañosos y la nariz enrojecida.

– No te acerques demasiado -le dijo a Steven-. No quiero contagiarte la gripe.

– ¿He venido en un mal momento? -inquirió Steven mirando el traje negro y la corbata blanca que llevaba-. Parece como si estuvieras a punto de asistir a una gala de cine.

– Si estuviera acostumbrado a ir a esas cosas, ¿crees que viviría en un barrio como éste? -le lanzó una mirada cargada de ironía.

Mientras tomaban café, Steven le preguntó con cierto embarazo si aún seguía dedicándose al trabajo de actor. Y con mayor embarazo aún, como respuesta a sus preguntas, le habló de su éxito en los negocios.

– Todavía me acuerdo de cuando entraste en Empresas Charteris -le comentó Mike-. Te dije que terminarías dirigiendo tú la empresa, y así ha sido.

– No es para tanto -repuso Steven-. Deberías irte a la cama -le dijo a Mike.

– Tengo que salir. Sobrevivo trabajando en una agencia de acompañantes, y esta noche tengo trabajo.

– ¿Trabajas de gigoló? -exclamó Steven, consternado.

– No, maldita sea. ¡No soy un gigoló! Mi trabajo es absolutamente respetable. Si una mujer tiene que asistir a algún acto social y carece de pareja, llama a mi agencia y me contrata. Sólo tengo que ser atento y causar la impresión adecuada. Ella se vuelve a casa, a su cama, y yo a la mía.

– Que es donde deberías estar ahora mismo. No puedes acompañar a una mujer en ese estado. Le contagiarás la gripe. Llama a tu agencia para que envíe a otra persona.

– Demasiado tarde -replicó Mike, presa de un ataque de tos.

– ¿Cómo es ella?

– No lo sé. No la conozco. Se llama Jennifer Norton: es todo lo que sé. Se trata de una gala comercial, así que probablemente se ajuste al tipo de mujer ejecutiva: cuarenta años, ceñuda, demasiado ocupada haciendo dinero como para mantener una relación…

– Vete a la cama -le ordenó firmemente Steven-. Yo iré en tu lugar.

– Pero me dijeron que me querían a mí en concreto…

– Creía que habías dicho que no la conocías.

– Y no la conozco. Pero quería a alguien muy atractivo.

– ¿Y yo soy el monstruo de Frankenstein? -sonrió Steven, en absoluto ofendido.

– Recuerdo que siempre has tenido más éxito con las mujeres del que te correspondía. Y no entiendo por qué, visto lo mal que las tratabas.

– Nunca tuve que arrastrarme ante ellas para halagarlas, si es eso lo que quieres decir. Mi padre solía decir que las mujeres eran como autobuses. Siempre que se iba uno venía otro -se echó a reír-. ¿Sabes? Solía asegurarse bien de que mamá no andaba cerca antes de comentármelo.

Era cierto que Steven no tenía los rasgos absolutamente perfectos de Mike, pero muchas mujeres lo encontraban muy atractivo. Era alto, moreno, de fuerte constitución y con un poderoso aire de autoridad. Sus ojos castaños irradiaban una intensa energía que daba un acentuado carácter a su rostro. Su boca era ancha y generosa, y encantadora su sonrisa. Era un hombre, en suma, que habría destacado en una multitud.

– No puedes ir y punto -declaró-. Usaré tu nombre, y me comportaré lo mejor que pueda. Será mejor que pase por casa para cambiarme de ropa.

– No hay tiempo. Me espera dentro de veinte minutos: tendrás que llevar mi traje. Afortunadamente tenemos la misma talla -Mike tosió de nuevo-. Espero que no te haya contagiado la gripe.

– Nunca me contagio. Soy invulnerable. ¿Qué estás mirando por la ventana?

– Ese impresionante coche, con matrícula de este año, aparcado bajo mi casa. Si fuera tuyo, nadie pensaría que eres un actor sin un céntimo, obligado a trabajar de acompañante.

– Gracias por el consejo. Lo aparcaré cerca de su casa e iré a buscarla a pie, para que no sospeche. Y ahora métete de una vez en la cama.

Jennifer se alegraba de que su acompañante se estuviera retrasando. Así tendría tiempo para dar de comer a Zarpas antes de salir.

– Vamos, date prisa. Va a venir de un momento a otro.

Zarpas reapareció un par de minutos después, chorreando agua después de haberse remojado en un charco, y no tardó en demostrarle su cariño saltando a su regazo.

– ¡Oh, no! -gimió Jennifer, mirando las manchas que le había dejado en el vestido.

Fue apresurada al dormitorio, se quitó la prenda y empezó a buscar otro vestido de noche, rezando desesperadamente para que sus peores temores no se vieran realizados.

Pero no tuvo éxito. No tenía más opción que llevar el vestido de satén azul oscuro.

– ¡Desagradecido animal! -le espetó a Zarpas-. Te rescato de la calle y ahora me haces esto.

Reacia, se puso el vestido, que le pareció todavía más atrevido que cuando se lo compró. La prenda se ajustaba a su cintura y a su vientre plano como si fuera una segunda piel, mientras que el escote era bajo, muy pronunciado. Se había recogido el cabello castaño de una manera muy sofisticada, y haciendo juego con el vestido lucía un collar y pendientes de diamante.

En aquel momento parecía una joven mundana capaz de enfrentarse a cualquier problema o adversidad. Deseaba sinceramente poder sentirse así. Terminó justo a tiempo, precisamente cuando estaba sonando el timbre. Y tan pronto como abrió la puerta, comprendió que había cometido el gran error de su vida.