– ¿Y tú?
– Creo en algo a primera vista, pero no sé si se trata de amor -se encogió de hombros-. Supongo que cada uno lo rellena del significado que quiera darle.
– Obviamente -comentó Jennifer con expresión pensativa-, ella ve en Trevor algo que a nosotros se nos oculta, y quizá esa instintiva percepción se llame amor. Y confiar lo suficiente en la otra persona como para dejarle ver la verdad sobre ti. Si han encontrado eso, no puedo menos que envidiarlos.
– Pero tú lo has encontrado -le señaló Steven-. David y tú.
– David y yo nos queremos, pero lo nuestro no es tan sencillo. No es lo que parece que les pasa a Trevor y a Maud.
– Si no es tan sencillo, quizá no sea amor después de todo-sugirió él.
– No voy a renunciar a ello porque tengamos algunos problemas. La mayor parte de las parejas los tienen. Los solucionaremos. Estamos muy lejos de Huntley.
– A unos ochenta kilómetros -respondió Steven, aceptando su cambio de tema-. Es un lugar pequeño, o al menos lo era la última vez que lo vi. No atraía muchos turistas debido a su playa de guijarros, así que nunca llegó a prosperar demasiado, y mucha gente mayor y jubilada solía descansar allí. Cuando era niño pensaba que era demasiado aburrido, pero con el tiempo he llegado a apreciar su tranquilidad.
Jennifer observó sus manos fijas en el volante, controlando el pesado vehículo sin esfuerzo. Eran manos fuertes y hermosas, y apenas la noche anterior habían acariciado su cuerpo con pasión, dando y demandando, sabiendo acariciar los lugares precisos… Y aun así, las había rechazado; ¿acaso se había vuelto loca?
Muy pronto alcanzó a detectar cierto sabor a sal en el aire, y comprendió que estaban muy cerca del mar.
– ¡Ahí está! -gritó de alegría-. Acabo de distinguir el mar entre esos árboles.
El sol arrancaba cegadores reflejos al agua, y Jennifer gozó del paisaje como cuando era una chiquilla. Siguieron por la carretera de la costa, hasta que encontraron un buen restaurante de marisco. Escogieron una mesa frente a un gran ventanal, para admirar la vista.
– Hay más gente aquí de lo que recuerdo -le comentó Steven-. Huntley debe de haber prosperado. Me alegro por Dan Markham.
– ¿Quién es Dan Markham?
– El dueño de la pequeña tienda de barrio que me proporcionó mi primer trabajo como repartidor de periódicos. Todavía me estremezco cuando me acuerdo de aquellas mañanas de invierno en que tenía que levantarme tan temprano. Pero siempre me daba una bebida caliente antes de salir con los periódicos, y otra cuando volvía. Era un gran tipo.
Jennifer nunca antes lo había oído hablar de nadie con aquel tono de cariño y añoranza.
– Cuéntame más cosas de él.
– Se parecía a Santa Claus, con su barba blanca y sus ojos vivarachos. Era generoso hasta decir basta. Me pagaba más de lo normal, y me subió el sueldo cuando mi madre murió.
– Un pésimo hombre de negocios -observó ella con una sonrisa.
– Terrible -convino Steven-. Era capaz de conceder créditos a sus clientes, y luego perdonárselos por su condición de buenas personas.
– ¡Impresionante! Supongo que lo reprenderías por su ineficacia.
– Lo hice. Todavía puedo oírme a mí mismo, con catorce años: «está usted recortando sus márgenes de beneficio, señor Markham». Y él respondiéndome asombrado: «Yo no sé una palabra acerca de márgenes de beneficio, chico. Yo sólo compro y vendo cosas». Mientras vivió su esposa, los libros de contabilidad corrieron a su cargo. Después los llevé yo. Y fue entonces cuando descubrí lo mucho que mi propia madre se había beneficiado de su caridad.
– Estoy segura de que le pagaste hasta el último céntimo -le dijo Jennifer.
– ¿Tan transparente soy?
– Bueno, creo que estoy empezando a conocerte de verdad.
– Sí, supongo que sí. Calculé lo que le debíamos, y me negué a seguir cobrando mi salario hasta amortizar la deuda. Tuve unas terribles discusiones con él, pero al final gané yo.
– Claro -murmuró Jennifer.
– Le devolví el dinero e intenté enseñarle todo lo que sabía de negocios. Pero fue inútil. La tienda iba cuesta abajo cada año, y él simplemente no entendía por qué.
Jennifer lo miró fascinada. Steven Leary tenía un gran corazón.
– ¿Perdió la tienda al fin?
– Casi. Afortunadamente alguien lo ayudó a salir de la crisis.
– No es difícil averiguar quién fue.
– Sí, bueno -sonrió tímidamente Steven-. Fui yo. Hace unos años pasé por Huntley y se me ocurrió hacerle una visita. Estaba a punto de renunciar, y le hice un crédito.
– ¿Pudo devolvértelo?
– Tuve que perdonárselo -replicó riendo-. Era demasiado papeleo y…
– No pongas excusas. En el fondo eres un sentimental.
– No, no lo soy -se defendió.
– Zarpas tendría algo que decir acerca de eso.
– Ayudar a Zarpas aquella noche fue un asunto de pura eficiencia práctica.
– Mentiroso. Detrás de esa apariencia de acero…
– Late un corazón de acero -la interrumpió-. Simplemente le debía eso al viejo. Fin de la historia.
– Si tú lo dices…
Cuando reanudaron su excursión, la carretera se internó tierra adentro para luego salir bruscamente a la costa de nuevo.
– Esos bloques de apartamentos son nuevos -observó Steven-. ¡Qué feos son, Dios mío! parece que las promotoras inmobiliarias se han trasladado aquí.
Más cerca de Huntley, resultó evidente hasta qué punto las inmobiliarias se habían apoderado de la zona. Había modernos edificios por todas partes, numerosas tiendas flanqueaban el paseo marítimo, y la pequeña población hervía de gente.
– Ya no reconozco este lugar -le confesó Steven, entristecido-. ¿Cómo es que de repente todo el mundo se ha venido aquí?
Encontraron la respuesta pocos minutos después, en un enorme casino situado frente al mar.
– Atrae a la gente en decenas de kilómetros a la redonda -los informó el portero-. Está abierto las veinticuatro horas del día. A los jóvenes les encanta.
– No lo dudo -repuso Steven horrorizado.
– Una buena inversión -fue el comentario de Jennifer.
– Al menos espero que el viejo Dan se haya beneficiado de esto -murmuró Steven con tono irónico.
Se dirigieron hacia el antiguo negocio del señor Markham, y para alivio de Jennifer se encontraron con una flamante tienda de aspecto próspero, con un gran letrero con su nombre en la fachada.
– Finalmente ha triunfado -comentó Steven, encantado.
– Gracias a ti.
– Vamos a darle una sorpresa.
– ¿En qué puedo servirle, señor? -le preguntó el joven dependiente que estaba detrás del mostrador.
– ¿Podemos ver a Dan Markham?
– ¿Dan…? Oh, se refiere al viejo señor Markham. Creo que se marchó a Canadá.
– ¿Está de vacaciones en Canadá?
– No, vendió el negocio.
– ¿Lo vendió? Pero el nombre de…
– Oh, sí, todavía lo llamamos así porque la gente se ha acostumbrado a ello, pero de hecho la tienda pertenece a una gran cadena comercial, que se la compró a Dan Markham.
– Querrá decir que lo obligaron a que se la vendiese -comentó Steven, sombrío.
– No fue necesario. Él estaba muy dispuesto a venderla. El tipo al que debía dinero y que le perdonó el crédito… ¡qué inocente fue! Una semana después Dan vendió el local. Dijo que estaba muy contento con agarrar el dinero y marcharse…
– Entiendo -dijo Steve, y salió lentamente de la tienda. Jennifer lo siguió preocupada. Al ver lo pálido que estaba, como si hubiera recibido una fuerte impresión, se compadeció terriblemente de él. Lo tomó del brazo y Steven no la rechazó; continuó caminando con la cabeza baja y el ceño fruncido, ensimismado en su furia y en su consternación.
– No importa… -le dijo ella a manera de consuelo.