– Sí, sí que importa -repuso con voz ronca-. No sé por qué, pero… diablos, sí que importa. Vamos a dar un paseo.
Cruzaron la carretera y bajaron a la playa, que estaba poco concurrida. En aquellos días la gente visitaba Huntley principalmente para jugar en el casino, y el remanso de paz que había conocido Steven había desaparecido para siempre.
Rodearon un pequeño cabo y llegaron a la pequeña cala de la que él le había hablado. No había nadie a la vista. Steven se detuvo bruscamente y, recogiendo un puñado de guijarros, empezó a lanzarlos al mar uno a uno, con creciente rabia.
– Qué inocente -repetía con amargura-. ¡Qué inocente he sido!
– ¿Pero por qué te importa tanto?
– ¡Una semana! Ya entonces debía de haberse decidido a vender. Me tomó por imbécil.
– Parece que al final sí que aprendió algo de ti, después de todo.
Steven la miró frunciendo el ceño, pero un momento después le rodeó los hombros con un brazo y continuaron paseando. Ninguno de los dos habló durante un buen rato, sumidos en un cómodo silencio, y de pronto Jennifer se dio cuenta de que se habían alejado bastante. Habían dejado atrás la población y estaban completamente solos en la playa, con el mar como única compañía.
– No quiero que sufras -le dijo ella, deteniéndose y mirándolo fijamente a los ojos.
Pero sufría, y era aún peor para Steven porque no estaba acostumbrado al dolor producido por la desilusión, no sabiendo cómo combatirlo. Jennifer experimentó una oleada de ternura hacia él, y al momento se quedó desconcertada. Aquello era lo mismo que había sentido por David, algo peligrosamente cercano al amor. Y se había prometido a sí misma no amar a Steven Leary. Sus siguientes palabras, sin embargo, la inquietaron todavía más:
– Me alegro de que estuvieras conmigo cuando lo descubrí.
Jennifer detectó el leve eco de otras palabras similares, pronunciadas en otro tiempo y por otro hombre. Pero el eco se desvaneció antes de que pudiera identificar su origen. Steven la acercó hacia sí, abrazándola sin llegar a besarla, y ella se sorprendió de la naturalidad con que su cabeza se adaptaba a la forma de su hombro.
– Ya está. Ya he conseguido calmarme otra vez -la informó con un suspiro-. Perdóname por haberte traído hasta aquí. Me he comportado como un estúpido, ¿verdad?
– No importa; no te preocupes.
– Vamos -la tomó de la mano-. Salgamos ya de Huntley. No me importaría no volver a ver este lugar en mi vida.
Capítulo 8
Volvieron en autobús a la población, subieron al coche y se marcharon.
– Bueno, no ha sido para nada el día que había planeado -comentó con tono irónico Steven mientras conducía-. Pero al menos ha sido instructivo.
Se detuvieron en un antiguo pub, con una terraza al aire libre. Mientras comían en una mesa cercana a un estanque, Jennifer le comentó con tono suave:
– Míralo de otra forma. Estabas en deuda con él, y se la pagaste proporcionándole una próspera jubilación. ¿Por qué no debería haber seguido su propio camino?
Steven asintió abstraído y comió en silencio durante un rato. Al final dijo:
– Por supuesto, tienes razón. ¿Quién era yo para exigirle que se transformara en un empresario próspero y eficiente? Era un anciano. Para entonces debía de estar harto de trabajar.
– ¿Pero aun así no es lo mismo, verdad?
– No. Sigo teniendo esa irracional sensación de que traicionó mi confianza… lo cual es absurdo, supongo -sonrió con irónica expresión-. Mi problema es que me gusta organizarle la vida a la gente. Y no sé por qué este caso en particular ha podido molestarme tanto. Es como si Dan hubiera sido la única persona en la que pudiera confiar.
– ¿Y no confías en nadie más?
– Sí, en ti -respondió, para asombro de Jennifer. Y añadió al ver su expresión-: No te lo esperabas, ¿verdad?
– No podías haber dicho algo que me hubiera sorprendido más.
– Confío plenamente en ti. A pesar de nuestras discusiones, creo que eres la persona más honesta y honrada que he conocido. Creo, o más bien sé, que nunca traicionarías a alguien que confiara en ti.
Que Steven Leary le estuviera diciendo aquellas cosas la dejó literalmente sin habla. Había un matiz de ternura en su voz que nunca había oído antes. Mirándola con una nueva e insólita expresión, tomó una mano entre las suyas y pronunció:
– Jennifer…
– ¡Steven, por favor! Mi vida ya es bastante complicada como para que tú la compliques aún más.
– ¿A causa de David?
– Bueno, sí. ¿Acaso ahora mismo no lo estoy engañando a él?
– No. De manera natural e inevitable, lo vuestro está llegando a su final. No te conviene, y los dos estáis empezando a daros cuenta de ello -como no contestó, le apretó suavemente las manos mientras le preguntaba-: ¿Lo llamaste anoche, después de que yo me fuera?
– No -se dijo que debería haber telefoneado a David, quien esperaba ansioso lo que tenía que decirle acerca de Martson. Pero no había sido capaz de hacerlo.
– ¿Te llamó él?
– No. No me preguntes por David, por favor, Steven.
– No puedo evitarlo. Estoy celoso. Quizá no tenga ningún derecho, pero me siento celoso de cada hombre que te ha conocido en el pasado, que te ha tocado, que te ha besado… ¡que el diablo me lleve! No puedo seguir así.
– ¿No deberíamos quizá dejar de vernos?
– ¿Quieres hacer eso? -se apresuró a preguntarle Steven.
Jennifer negó lentamente con la cabeza. Pero la manera en que lo había engañado para concertar el encuentro de la noche anterior pesaba terriblemente sobre su conciencia.
– Steven… hay algo que debería decirte… sobre la razón por la que te llamé ayer.
– ¡Shhh! -le puso delicadamente un dedo sobre los labios-. No hay necesidad de que me digas nada. Te conozco mejor de lo que crees.
– Quizá no me conozcas tan bien.
– Conozco lo más importante: la verdad de tu corazón. Me llamaste por… razones de tu propio interés, digámoslo así. Es lógico que algunas cosas no deban ser expresadas.
Jennifer se dio cuenta de que Steven pensaba que se había inventado una excusa para buscar su compañía. Pero, ¿acaso no tenía razón? No podía decirle más. Estaba cayendo bajo su hechizo, admirada de que Steven le hubiera abierto finalmente su corazón. La mujer que en aquel momento se estaba enamorando de Steven Leary apenas había nacido hacía unos momentos. Enterraría su secreto en lo más profundo de su corazón, para que jamás pudiera interponerse entre ellos.
Hablaron poco durante el resto de la comida. Jennifer se sentía feliz simplemente estando sentada allí, saboreando la caricia del sol, disfrutando de su compañía mientras su relación se hacía cada vez más profunda. Steven era arrogante y orgulloso, y a veces irracional, impaciente y de carácter difícil. Pero el inesperado descubrimiento de su vulnerabilidad la había conmovido profundamente. Por unos instantes él realmente la había necesitado, y no había temido revelarle esa necesidad. A partir de entonces todo había seguido su curso natural, hasta aquel momento en que tenía la sensación de encontrarse en el umbral de un nuevo y maravilloso futuro.
Regresaron a casa. Una vez, cuando se detuvieron en un semáforo, Steven la tomó de la mano y se la apretó suavemente; luego siguió conduciendo sin pronunciar una sola palabra. Jennifer se sentía rebosante de felicidad. Aquella pasión era tan dulce… tanto como su creciente intimidad. En un momento en que el coche se detuvo de nuevo, Steven le dijo:
– Todavía no te he explicado lo de Martson.
– ¿Martson? Ah, sí. Martson.
No lo había recordado; todo excepto Steven le resultaba ya distante e irrelevante… Mientras entraban en la casa, cada movimiento le parecía especial, cargado de reveladores significados: el sonido de su llave en la cerradura, o el de la puerta al cerrarse a sus espaldas, cuando se volvió para descubrir que Steven la estaba mirando. Ya había oscurecido para entonces, pero en la penumbra reinante alcanzó a leer en sus ojos una confusión, una indecisión que jamás había visto antes. Jennifer también se sentía confundida, y sólo pudo susurrar su nombre. Al momento siguiente se encontró en sus brazos, sintiendo la caricia de sus labios en los suyos…