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Fue un beso distinto de cualquier otro que le hubiera dado. En aquella ocasión Jennifer percibía un ansia extraña, casi una súplica.

– Sabes que te deseo, ¿verdad? -murmuró Steven.

– Sí, pero…

– Sshh. «Pero» es para los cobardes. Y tú no eres una cobarde. Eres lo suficientemente fuerte para hacer lo que quieras. Sólo existe un «sí» o un «no» para esta pregunta.

La estaba besando entre cada palabra, tentándola con sus labios. Jennifer se esforzaba por pensar, pero Steven se lo estaba impidiendo a propósito, y se aferró a él, ansiando permanecer en sus brazos para siempre.

– Abandona a David y vivamos una aventura juntos -murmuró Steven.

– ¿Una aventura?

– Tú no necesitas casarte, Jennifer, al menos no lo necesitas más que yo. Incendiemos juntos el cielo, vayamos juntos a todas partes, dejemos que el mundo sepa lo que sentimos el uno por el otro.

Jennifer se apartó para mirarlo con expresión desafiante.

– Quizá sintamos cosas distintas.

– Sentimos lo mismo. Lo que pasa es que yo soy sincero, y tú no. ¿Sabes con cuánta desesperación ansío acostarme contigo en este momento?

– ¿Esa es tu idea de una relación romántica?

– Es una sincera declaración hecha a una mujer a la que siempre le ha gustado hablar claro. ¿No estás enamorada de mí más de lo que yo lo estoy de ti, verdad?

– No -se apresuró a responder-. No estoy enamorada de ti.

– Entonces nos pertenecemos el uno al otro, y lo sabes -en aquella ocasión su beso tuvo un fiero y arrebatador propósito, como si hubiera despejado toda duda y estuviera seguro de su victoria-. Me perteneces -musitó-. ¿Verdad? ¿Verdad?

Jennifer intentó responder, pero era como si sus sentidos no la obedecieran. La palabra «sí» tembló en sus labios, y en un rapto de locura quiso gritarle que era suya y solamente suya. Entonces una nueva vida empezaría para ella, llena de gozo, alegría y pasión. Un segundo después pronunciaría aquella palabra fatal, sin importarle las consecuencias… Pero de pronto sonó el teléfono.

– ¡Diablos! -musitó Steven.

– Déjalo -susurró ella-. El contestador está conectado.

Al cabo de un par de llamadas, oyeron la voz de Jennifer sugiriendo que dejaran un mensaje. Y luego la de David.

– Jennifer, llevo todo el día intentando localizarte. ¿Has podido averiguar algo sobre Martson? Dijiste que tenías una forma infalible de lograrlo. Ya sabes lo mucho que significa para mí, cariño.

Sintió que Steven se tensaba en sus brazos antes de apartarse.

– ¡Dios mío, sí que eres inteligente!

– ¡Steven… no! No es eso -exclamó aterrada.

– Es exactamente eso -estaba terriblemente pálido-. Me has engañado. No lo niegues. Después de todo, has ganado; deberías sentirte orgullosa.

– No, por favor, escúchame…

– ¿Era por eso por lo que me llamaste para que saliéramos juntos, verdad?

– ¿Steven…

– ¿Era por eso?

– Sí, pero…

– Y yo caí en la trampa. ¡Cuánto has debido de reírte de mí! Fui lo suficientemente estúpido como para olvidarme de David. Porque todo esto se trata de David, ¿eh?

– No lo hice por David -gritó-. Lo hice por mí. Quería darte un escarmiento. Y, si quieres saberlo, te diré que esa información era para él, sí, pero sólo quería conseguirla por el placer de irritarte…

– ¡Oh, por favor…!

– Sé que fue una estupidez y cambié de idea. Hoy…

– No menciones el día de hoy a no ser que quieras que haga algo de lo que podamos arrepentimos los dos. Cuando pienso que yo… ¡maldita sea!

Jennifer se volvió hacia otro lado, incapaz de soportar la furia y el dolor que veía en sus ojos. Pero apenas se había movido, cuando él la agarró por los hombros.

– Mírame. Mírame a la cara, si puedes. Te consideraba una mujer sincera, Jennifer.

Sin previo aviso, la atrajo hacia sí para besarla en los labios. Fue un beso mezclado de deseo, dolor y furia vengativa. Su rabia la alarmó, pero junto con el miedo se abría paso un ansia primitiva; casi a pesar de sí misma, entreabrió los labios y su cuerpo empezó a moverse invitador contra el suyo.

– ¿Cómo puede una mujer besar así, cuando todo esto no ha sido más que una farsa? -gruñó Steven contra su boca.

– No ha sido…

– ¡Cállate! No quiero oír nada que tengas que decirme -y la besó de nuevo-. El corazón te late acelerado. Apuesto a que incluso sabes fingir eso.

– Steven, por favor…

– ¡Pequeña mentirosa! ¿Y todo para qué? En beneficio de esa mediocridad que te encargó hacer el trabajo sucio. ¿Pensó acaso en lo lejos que podrías llegar para conseguirle lo que deseaba? ¿Le importaba? Que el infierno se congele si consiento alguna vez que mi mujer corra algún peligro por mí. ¿O ni siquiera tuviste el suficiente sentido común para darte cuenta de que estabas haciendo algo peligroso? ¿Creíste que podrías manipularme como si fuera un muñeco sin sufrir luego las consecuencias?

De repente Jennifer recuperó las fuerzas, y se las arregló para liberarse.

– No te temo -exclamó.

– Entonces es que eres una estúpida.

– Sólo fue un truco infantil e inocente, y además anoche cambié de idea. En todo el día de hoy no he pensando ni una sola vez en David. Y no hay lugar para él en mis pensamientos porque… tú y yo… ¿Cómo no puedes darte cuenta de que lo de hoy ha sido diferente…?

– Sí que lo ha sido -repuso él con voz ronca-. Tan diferente que hoy he descubierto cómo eres en realidad.

– Quiero que te vayas hora mismo, Steven -le dijo Jennifer, emitiendo un profundo y tembloroso suspiro.

Steven recogió la carpeta del caso Martson, que antes había dejado sobre la mesa, y se dispuso a marcharse. Pero en el último momento se detuvo, emitió una corta risa burlona y se la lanzó:

– Tómala. Has trabajado duro para conseguirla.

Y la puerta se cerró sigilosamente a su espalda.

– Querida, eres maravillosa. Pero, ¿cómo la has conseguido? -David estaba hojeando el informe mientras hablaba.

– Simplemente se la pedí a alguien al que se le dan bien estas cosas -respondió Jennifer.

– Aquí hay un material importante, muy delicado. Bien hecho -David se inclinó para darle un beso.

Se encontraban en la oficina de David. Jennifer había ido allí a la mañana siguiente para entregarle la carpeta Martson. En aquel preciso instante, Penny entró en el despacho con una bandeja de café. Después de servirlo, le lanzó una respetuosa sonrisa a Jennifer y se retiró.

– Parece que hoy Penny está un poquito pálida -observó-. ¿Es que está enferma?

– No, no, se encuentra perfectamente -se apresuró a afirmar David-. De hecho, eres tú la que estás pálida.

– Anoche me acosté tarde.

– Sí, te dejé un mensaje en el contestador. ¿Va todo bien?

– Sí, claro.

Jennifer se dijo que era normal que estuviera pálida: no había conseguido cerrar los ojos después de que Steven se hubo marchado. Se sentía incapaz de ordenar sus pensamientos y sensaciones. Era como si la furia y la tristeza batallaran en su interior. Tan pronto se sentía furiosa con Steven por las cosas que le había dicho, como llena de remordimientos por lo que ella le había hecho a él.

El día anterior había vislumbrado al hombre verdadero que se ocultaba detrás de su apariencia. Steven se había abierto a ella lo suficiente para revelarle los matices de su compleja personalidad. Ya sabía que tenía un carácter sensible y generoso. Cuando le había preguntado en quién confiaba, le había respondido que en ella, dejándola boquiabierta y sin aliento. Y Jennifer había traicionado aquella confianza. Una y otra vez se había dedicado a rememorar aquella discusión. Steven se había quedado amargado, y su amargura se había expresado como furia. ¿Había habido también tristeza, incluso desesperación, o simplemente lo había imaginado?