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– ¡Por nosotros! -exclamó, brindando.

– ¡Por nosotros! -repuso ella mientras entrechocaba su copa.

Tal y como temía Jennifer, el champán le dio dolor de cabeza a David; en sus ojos había una expresión de dolor y su sonrisa era muy forzada.

– Creo que deberíamos irnos -comentó con mucho tacto.

Asintió agradecido, y ella lo ayudó a salir para llamar un taxi. Estaban demasiado lejos del piso de David, y su casa estaba mucho más próxima: pensó en acostarlo en su cama para que durmiera y se le aliviara el dolor. Llegaron al bungaló en unos minutos. Una vez en su dormitorio, le quitó la ropa y lo ayudó a tumbarse en la cama.

– Gracias por cuidarme tan bien -le susurró, apretándole la mano-. Gracias, querida.

– Siempre cuidaré de ti -le prometió Jennifer, emocionada.

David sonrió levemente y cerró los ojos, de manera que Jennifer salió sigilosamente del dormitorio para dejarlo descansar. Se preparó la cama en la habitación de invitados, pero antes entró en el cuarto de baño para tomar una ducha; pensó que quizá así podría liberarse de la extraña sensación de insatisfacción que había experimentado durante la noche que habría debido de ser la más feliz de su vida. Había conseguido aquello que se le había negado durante tanto tiempo, demostrándole al mismo tiempo a Steven que no aceptaba sus órdenes. Pero aun así se sentía inquieta, incómoda.

Salió de la ducha y se secó vigorosamente. De repente, mientras se ponía su finísimo camisón de seda, sintió que su cuerpo se despertaba, deseoso de unas manos febriles que la acariciaran íntimamente. Cerró los ojos y poco a poco un rostro empezó a cobrar forma en sus sueños…

De pronto, consternada, abrió los ojos otra vez. ¿Cómo se atrevía Steven a irrumpir en una noche así?

Él no era el hombre al que amaba, ni el hombre con quien iba a casarse. Pero aun así, no podía desembarazarse de él. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta de su dormitorio para echar un vistazo a David. Había retirado a un lado las sábanas y yacía medio desnudo. Era hermoso, pensó mientras lo contemplaba admirada. Pero al cabo de un rato se dio cuenta de que su admiración era fría y desapasionada, ajena a toda punzada de deseo. Se apresuró a decirse que eso se debía a que estaba enfermo, y oyó de nuevo la burlona voz de Steven: «siempre se preferirá a sí mismo antes que a ti».

Empezó a retroceder, dejando abierta la puerta en caso de que David la llamara durante la noche. De pronto la sobresaltó el timbre de la puerta. Después de ponerse la bata sobre el camisón, se apresuró a abrir. Steven Leary estaba en el umbral, mirándola con expresión sombría.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Será mejor que hablemos dentro.

– No tenemos nada de qué hablar. Márchate en seguida.

– Me iré cuando haya hablado contigo. Puede que tú no tengas nada que decirme, pero yo sí: muchas cosas. Y podemos empezar por tu extraño sentido del humor.

– Por lo que a ti respecta, no tengo sentido del humor.

– Bueno, pues yo creo que es muy divertido que te comprometas en matrimonio y me lo hagas saber por los periódicos.

Entró sin que lo invitara a pasar. Jennifer nunca lo había visto antes en aquel estado. En lugar de su inmaculada apariencia, no llevaba corbata, tenía abierto el cuello de la camisa y estaba despeinado. Pero lo más extraño de todo era su mirada desquiciada. Por una vez Steven había perdido el control sobre sí mismo.

– ¡Debería…! De acuerdo, tuvimos una discusión, y quizá te dije algunas cosas que… ¡pero vengarte de mí con esto!

– ¡Vengarme de ti! -repitió furiosa-. ¿Es eso lo que crees que es mi matrimonio? ¿Una especie de venganza?

– No me hables de tu matrimonio. Tú no tienes más intención de casarte con David Conner que yo mismo. Lo hiciste para devolverme el golpe. De acuerdo, estuve especialmente torpe. Debí haber adivinado que correría a tus brazos y que tú estarías tan enfadada conmigo que serías capaz de cometer cualquier estupidez. ¿Pero esto? ¿Acaso te has vuelto loca?

– Estás en un error, Steven. Esto tenía que suceder un día u otro. Yo estoy enamorada de David; lo sabes desde que nos conocimos. Y él está enamorado de mí.

– Sé que albergas la estúpida idea de que él es el hombre que resolverá todos tus problemas, y que ha quedado deslumbrado por ti. Pero basta ya. La broma ha terminado.

– Esto no es una broma.

– ¡Crece de una vez, Jennifer! No puedes casarte con él. Y tú no quieres realmente hacerlo. Organizaste todo esto para ponerme en mi lugar. De acuerdo, has triunfado. Cedo.

Inexplicablemente para una mujer que se había comprometido con otro hombre, el corazón empezó a latirle acelerado.

– ¿Y qué quieres decir… exactamente… con eso de que «cedes»?

– ¿No es obvio?

– A mí no me lo parece.

– He venido aquí a buscarte, ¿no? Yo no voy detrás de las mujeres suplicándoles favores, pero he venido a pedirte, a rogarte, que pongas fin a este absurdo, porque de otra manera…

– ¿De otra manera qué? -inquirió Jennifer, casi incapaz de hablar.

Vio que su rostro se tensaba. Un hombre que se hubiera encontrado de pronto en el borde de un precipicio habría adoptado la misma expresión que Steven en aquel instante.

– De otra manera mis acciones caerán en picado -terminó con tono cortante.

Jennifer se lo quedó mirando de hito en hito, estupefacta.

– ¿Qué? -susurró.

– Tu súbito compromiso puede perjudicarme mucho en el mercado de valores.

– No puedo creerlo -gritó furiosa-. ¡A mí no me importa el mercado de valores! Voy a casarme con David porque lo amo.

– ¡Absurdo! Vas a casarte con él porque te has enfadado conmigo -le espetó Steven-. Y él se va a casar contigo porque tú se lo pediste.

– Eso… no es verdad -balbuceó, intentando ahuyentar de su mente la imagen del rostro de David, pálido de asombro cuando le propuso matrimonio.

– ¡Porque no irás a decirme que él mismo te lo pidió! -exclamó Steven-. Tiene demasiado instinto de supervivencia para hacer eso. Tú le dijiste: «no vamos a dejar que nos dicte órdenes, ¿verdad, David? Vamos a comprometernos para que se entere». Y menuda sorpresa debió de llevarse el pobre hombre.

– No tienes ningún derecho a decir eso.

Vio entonces tal mirada de ardor en sus ojos que tuvo la impresión de que su bata era transparente.

– Tengo derecho a decir cualquier cosa con tal de sacarte de este lío. ¿Sabe él lo que sentiste en mis brazos? ¿Se le ha ocurrido compararlo con lo que sientes en los suyos?

– Tú no sabes lo que siento cuando estoy con David.

– Sé que no ardes ante su contacto como haces conmigo, porque ninguna mujer podría reaccionar así ante dos hombres.

– Has cambiado de tono. Apenas hace unos días, en este mismo apartamento, me acusaste de haber fingido contigo…

– Porque estaba muy enfadado, y tenía razones para ello. Pero cuando me tranquilicé, comprendí que no habías podido fingir hasta ese punto. Con sólo tocarnos, los dos empezábamos a arder y…

– ¡Cállate! -gritó, volviéndose y tapándose los oídos.

– ¿Por qué? -la obligó a que lo mirara-. ¿Te duele acaso la verdad? Mírame a los ojos y dime que no es así.

– Es… demasiado tarde -murmuró.

– Nunca será demasiado tarde mientras siga existiendo esto entre nosotros -repuso Steven, y la estrechó en sus brazos.

Una parte de Jennifer había sabido que aquello era inevitable desde el principio, pero aun así la tomó por sorpresa. Fue un beso exento de ternura, la expresión del puro poder de su voluntad. Le abrió la bata, dejándola caer al suelo, de modo que únicamente quedó la finísima tela del camisón entre su cuerpo desnudo y las manos febriles de Steven. A través de la seda Jennifer podía sentir cada caricia, cada íntimo contacto. La estaba tratando sin ningún respeto o cortesía, forzándola a reconocer el deseo que se imponía sobre cualquier otro sentimiento. Y su acelerado corazón le decía que Steven le estaba haciéndole pagar el tributo de una fiera pasión que no podía dominar.