La besaba precipitadamente, sembrando senderos de besos a lo largo de sus mejillas, hasta sus labios, descendiendo luego por el cuello hasta la garganta.
– Siempre he querido hacer esto -murmuraba-. Y hemos tardado demasiado tiempo…
– David… -susurró, frenética.
– Olvídalo. Esto es lo que importa ahora. Ninguna mujer me ha hecho sentir lo que tú.
Uno de los tirantes del camisón cedió bajo los urgentes movimientos de sus dedos. La estaba besando el cuello, los hombros, los senos. Jennifer se esforzaba por no reaccionar, pero los sentimientos que le inspiraba eran más fuertes que su propia voluntad. Estaba tan completamente hechizada por Steven que no fue consciente de que la había arrastrado hacia la habitación, que estaba abriendo la puerta y que…
– Jennifer…
Levantó la mirada hacia el rostro de Steven, pero no había sido él quien había hablado. Se había quedado rígido y pálido al escuchar aquella voz procedente de la cama. Jennifer pudo sentir cómo se tensaba de sorpresa. Lentamente se fue apartando de ella, con los ojos fijos en el lecho. David acababa de sentarse en el borde, cubriéndose los ojos con una mano.
Durante unos segundos fue como si el mundo se hubiera detenido de repente. Al fin David dejó caer la mano, los miró fijamente a los dos por un momento, y luego se tumbó de nuevo con los ojos cerrados.
– Pequeña embustera -pronunció lentamente Steven-. Lo has hecho otra vez -estaba blanco de furia mientras salía del dormitorio.
Jennifer intentó ordenar sus ideas. Su cuerpo seguía evocando su contacto, y apenas podía disimular los efectos de lo que había sucedido.
– Steven, tú no comprendes…
– ¿Qué es lo que hay que comprender? Sabías lo que sentía por ti y volviste a engañarme. ¡Otra vez!
– No es verdad -gritó-. No es lo que piensas…
– Ahora me dirás que no he visto a David Conner en tu cama.
– ¿Y qué si lo has visto? -replicó furiosa-. Resulta que es mi prometido. ¿Qué otro hombre tendría más derecho que él a estar en mi cama?
– En otra ocasión pude haberte contestado adecuadamente. Pero eso era antes de darme cuenta de que eres lo suficientemente estúpida como para tomarte en serio esta farsa.
– Pues así lo haré si quiero -gritó-. ¿Cómo te atreves a venir aquí a dictarme con quién puedo o no puedo casarme? Estabas tan seguro de ti mismo… Con sólo chasquear los dedos, Jennifer acudiría corriendo, porque no era posible que amara a otro hombre si Steven Leary la deseaba. Te equivocaste durante todo el tiempo. Todo lo que he hecho ha sido por David. Él es el hombre al que amo y ningún otro hombre podría significar nada para mí.
– Has estado jugando conmigo -susurró Steven.
– Sí, he estado jugando contigo, pero tú también, así que no te quejes. Simplemente te topaste con alguien que jugaba mejor que tú. ¿Qué es lo que se siente?
– Como si me hubieran desgarrado el corazón con un cuchillo -respondió en voz baja.
Su respuesta la conmovió profundamente, y más todavía al ver que su expresión, por un instante, no reflejó más que un fiero y violento dolor. Un dolor y una angustia que eran absolutamente sinceros, y que si hubieran durado un momento más podrían haber hecho reaccionar a Jennifer.
– Hay un viejo refrán, Jennifer, que dice así: «si me engañas una vez, vergüenza para ti; pero si me engañas dos, vergüenza para mí». Ya me has engañado dos veces, así que no puedo dejar las cosas así. Nadie me trata como tú lo has hecho. Nadie me engaña de esta forma y sale bien librado. Yo gano siempre.
– Pues este juego no lo has ganado -le espetó ella.
– Este juego aún no ha concluido. Y no concluirá hasta que yo haya ganado y tú así lo reconozcas.
– Tendrás que esperar bastante.
– No lo creas. Te arrepentirás de haberme convertido en tu enemigo. Recuerda que ya te lo avisé.
– Sal de aquí.
– Sí, pero no antes de decirte una cosa más. Sigue adelante y cásate con ese chico bonito. Te arrepentirás en una semana. Y cuando te vuelva loco con su debilidad y su petulancia, acuérdate de lo que pudo haber habido entre nosotros. Tú y yo pudimos haber hecho envidiar a las estrellas. Y tú lo echaste todo a perder.
Y se marchó, dejándola temblando de consternación.
Jennifer se despertó al sentir que alguien le daba un beso en la frente, y abrió los ojos para descubrir a David a su lado.
– Te he traído una taza de té -le dijo.
– Oh, gracias. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
– Bien. Esas jaquecas no suelen durar mucho, gracias a Dios.
Tenía mucho mejor aspecto, y sonreía contento. Lo cual era bien extraño, pensó Jennifer, para alguien que había sorprendido a su prometida besándose con otro la noche anterior. Pero quizá no lo hubiera visto. Durante gran parte del tiempo, se había cubierto los ojos con la mano. Y a veces las jaquecas lograban bloquearle por completo la mente.
– Tenías razón con lo del champán -le comentó David-. Menos mal que estabas conmigo.
Jennifer deseó que no hubiera dicho eso. Antes siempre le había gustado que le dijera lo mucho que confiaba en ella, pero aquello le suscitaba una sensación de ahogo, como si se sintiera prisionera suya. Y entonces recordó algo que le había dicho Steven en la playa: «me alegro de que estuvieras conmigo cuando lo descubrí».
Necesidad. Anhelo de sentir una mano amiga y reconfortante. Había asociado todas aquellas cosas con David, pero las había sentido con Steven. Era aquel indefinible eco lo que la inquietaba, y lo había recordado cuando ya era demasiado tarde.
David y Jennifer desayunaron en silencio. Luego ella lo acompañó al trabajo y se dirigió a su oficina, donde Trevor ya la estaba esperando. Le comentó algo irrelevante sobre su compromiso, pero tenía una expresión preocupada.
– Eres feliz, ¿verdad? -le preguntó él al fin.
– Por supuesto -respondió Jennifer.
– Es sólo que Maud creía que algo estaba sucediendo entre Steven y tú.
– Sólo lo frecuentaba por el asunto de la empresa -mintió Jennifer-. Y ahora todo eso ha pasado.
– Tu ruptura con él ha bajado el precio de nuestras acciones, aunque muy poco -la informó Trevor-. Ya volverán a subir otra vez.
Pero para consternación de todo el mundo, el precio de las acciones empezó a descender en picado, cada vez con mayor rapidez.
– Alguien está vendiendo acciones nuestras -comentaba Trevor, horrorizado.
Desesperada, Jennifer se dio cuenta de que la empresa iba cuesta abajo de manera dramática. Pero de repente el precio se estabilizó, y volvió a subir.
– Corren rumores de que un solo hombre está comprando acciones nuestras -le dijo Trevor-. Y probablemente las suficientes para exigir formar parte de nuestra junta de administración. Para empeorar las cosas, Barney ha convocado junta para esta tarde… y él estará allí.
Barney llegó diez minutos antes del comienzo de la reunión, y contempló la gran mesa de roble con sus sillas dispuestas en torno.
– Vamos a necesitar una más para nuestro nuevo miembro.
– Pero no sabemos quién es -repuso Trevor-. Y no creo que aparezca porque ni siquiera sabe que se ha convocado la junta.
– Cualquier tipo lo suficientemente inteligente para hacer lo que ha hecho, también lo sería para presentarse en una junta de la que nadie le ha hablado -declaró Barney con tono firme.
A las seis menos cinco, los tres socios ya estaban listos. Barney tomó asiento a la cabecera de la mesa.
– Presidente, podemos empezar cuando quiera -le dijo formalmente Trevor.
– No, esperaremos un poco más.
Jennifer y Trevor miraron la silla vacía como esperando, de un momento a otro, ver aparecer una figura fantasmal sentada en ella. En aquel preciso momento, el gran reloj de péndulo empezó a dar las seis.