– Por el amor de Dios, haz algo -insistió Maud una vez más-. Ve a buscarla antes de que sea demasiado tarde.
– Ya es demasiado tarde -gruñó Steven.
– Hoy he comido con Jennifer, y me ha contado lo que sucedió aquella noche en el piso.
– ¿Qué es lo que había que contar? Estaba en la cama con su prometido.
– No es cierto. Él tenía jaqueca por haber bebido champán, y ella lo llevó a su casa para acostarlo. Estaba durmiendo en la otra habitación.
– ¡Dios mío! -se echó a reír, sarcástico-. ¿Cómo es posible que…?
– Si Jennifer lo dice, yo estoy segura de que es verdad.
– ¿Verdad? Pues claro que es verdad. Es justo el tipo de estúpida actuación que esperaría de ese bobalicón.
– Bueno, supongo que ese pobre hombre no puede evitar ser como es.
Steven se levantó y se dirigió hacia la puerta, a grandes zancadas.
– Te diré una cosa -le comentó con tono despreciativo-. Si yo estuviera desnudo y yaciendo en la cama de la mujer más hermosa que he conocido nunca, estoy absolutamente convencido de que pensaría en algo más sugerente que hacer que quejarme de una jaqueca.
La llamada de teléfono que trastornó completamente el mundo de Jennifer tuvo lugar una tarde, a eso de las cinco.
– Soy el agente Constable Beckworth. Tenemos a un hombre en el calabozo de la comisaría de Ainsley. Ha sido arrestado por armar jaleo, y nos pidió que la llamáramos. Se llama Fred Wesley, y afirma que es su padre.
Jennifer aspiró lenta y profundamente para intentar sobreponerse a la punzada de emoción que le atravesó el pecho.
– ¿Señorita Norton?
– Sí, sigo aquí.
Condujo a la comisaría como un autómata. Su padre había regresado a su vida después de dieciséis años de ausencia, y no podía formular un solo pensamiento coherente.
Estaba envejecido, más delgado, con el cabello gris, despeinado. Parecía un hombre desgastado por la vida. Pero tenía la misma sonrisa alegre y llena de vida que tanto la había conmovido de pequeña.
– La bala perdida ha retornado -fue lo primero que le dijo-. ¿Contenta de verme?
– Salgamos de aquí -lo urgió, eludiendo la pregunta.
No hablaron durante el trayecto a casa. Silbó de admiración cuando vio su piso, pero su único comentario fue:
– Qué bonito.
Después de tantos años echándolo de menos, anhelándolo, preguntándose por qué nunca había retomado el contacto con ella, Jennifer se sentía absolutamente confundida. Él era prácticamente un desconocido, hasta que volvió a esbozar aquella sonrisa tan suya, haciéndola sonreír a ella también. Pero en aquel preciso momento sintió un escalofrío. Evidentemente, Fred había confiado mucho en aquella sonrisa para que lo sacara de apuros: seguramente demasiado.
– ¿Cómo supiste dar conmigo? -le preguntó ella mientras preparaba algo de comer en la cocina. Fred permanecía de pie en el umbral, observándola con una copa de vino en la mano.
– Leí una noticia en un periódico. Hablaba de Trevor y de Jennifer Norton…
– Barney nos cambió el apellido cuando éramos niños -se apresuró a explicarle.
– No te preocupes; no me importa -ya le había dado la espalda y estaba contemplando su salón-. Muy bonito.
– ¿Por qué me llamaste a mí y no a Trevor? -le preguntó Jennifer mientras se sentaban a cenar.
– No creo que me hubiera dedicado mucho tiempo. Cuando sólo era un crío, no nos llevábamos muy bien. Pero tú y yo siempre estuvimos muy unidos.
– Tan unidos que de repente te marchaste y nunca más volví a saber de ti -no pudo evitar recriminarlo.
– Yo sólo pensaba en ti. Nunca le gusté a Barney. Pensé que si yo no andaba de por medio, tu madre podría regresar a su casa y él cuidaría bien de ti.
– ¿Así que se trató de un acto de generosidad en nuestro beneficio? -le preguntó con tono tranquilo.
– Exacto. Una cuestión de amor paternal -y volvió a ensayar su sonrisa.
– No, papá -replicó, tensa-. Me alegro de verte otra vez, pero prefiero ahorrarme todo esto.
– Bueno, vale. Saliste adelante, y eso es lo principal.
– ¿Qué pasó con aquella mujer con la que vivías?
– ¡Oh, ella! Rompimos. Lo que fácil llega, fácil se va.
– Como los autobuses -comentó Jennifer.
– Hey, no es tan malo -rió Fred-. Sí, es un poco como los autobuses.
– Podrías haber retomado el contacto con nosotros.
– Barney me dijo que me abstuviera de hacerlo -explicó con forzada naturalidad, pero al advertir su expresión de asombro añadió, encogiéndose de hombros-: Bueno, en cualquier caso estuviste mejor sin mí que conmigo. Mira este sitio. Muy bonito, de verdad.
Jennifer se clavó las uñas de las manos en las palmas, deseando que dejara de repetir continuamente aquella palabra. Durante años había estado imaginándose aquel reencuentro, pero ahora que ya se había producido, se hallaba frente a un desconocido que ni siquiera le agradaba.
Luchó contra aquella sensación. Su imagen había anidado en su corazón durante demasiado tiempo para desecharla con tanta felicidad. De alguna manera, aquel reencuentro debía reconciliarse con sus sueños. Las cosas mejorarían al día siguiente. Una buena noche de sueño los cambiaría a ambos para mejor. Le preparó la cama en la habitación de los invitados, asegurándose de que estuviera bien cómodo.
Fred se alegró de acostarse temprano. Cuando ya estaba roncando, Jennifer aprovechó para llamar a Trevor.
Su hermano expresó su asombro, pero no reaccionó con la violencia con que antaño de seguro lo habría hecho.
A la mañana siguiente Trevor se presentó temprano en la casa, y los tres desayunaron juntos. Jennifer pudo entender entonces que Fred hubiera sido lo bastante prudente como para no llamar a Trevor en primer lugar. Padre e hijo no tenían nada que decirse el uno al otro. Trevor se mostraba excesivamente formal y educado. Cuando mencionó su inminente matrimonio, Fred le comentó:
– ¿Habrás cazado a alguna chica rica, verdad?
Trevor lo miró con descarada fijeza, y cambió en seguida de tema. Cuando se disponía a marcharse, le dijo a Jennifer en voz baja:
– No me gustaba hace años, y sigue sin gustarme ahora -le tomó suavemente una mano-. Si tuvieras algo de sentido común, guardarías las distancias con él. No permitas que te haga daño.
– No me lo hará después de tanto tiempo.
– Eso espero. Pero me temo que te muestras demasiado sentimental con él.
– Bueno, es nuestro padre. Vamos a pasar el día juntos.
Había empezado a temer lo peor, pero la experiencia terminó por ser un éxito. Fred se comportó de forma encantadora, haciéndola reír y desplegando todo su encanto mientras comían juntos. De alguna forma, Jennifer empezó a relajarse. No era demasiado tarde. El pasado podía ser reparado.
Jennifer lo aprovisionó de ropa nueva, incluyendo un par de trajes, y tuvo que admitir que estaba espléndido con ellos. Aquella noche cenaron en el Ritz, y ella empezó a pensar en cómo pasarían el día siguiente.
– ¿Por qué no te vas a trabajar por la mañana -le sugirió Fred-, mientras yo visito la tumba de tu madre? Podríamos comer juntos.
A la mañana siguiente le explicó cómo ir al cementerio, y quedó en verlo en el Ritz a las doce y media. Salió temprano del trabajo y se detuvo de camino para comprarle una corbata de seda.
Llegó al restaurante con diez minutos de adelanto, y pidió un sabroso aperitivo. Se imaginó la cara que pondría cuando llegara y lo encontrara todo listo y esperándolo. Pero dieron las doce y media sin que Fred apareciera. Jennifer pensó que probablemente se habría olvidado de la hora de la cita. Se preguntó cuál de sus dos nuevos trajes se habría puesto.
La una menos diez. Pidió un agua mineral e intentó no escuchar el odioso murmullo de miedo que susurraba su corazón. Por supuesto que llegaría. Estaría allí a la una.