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El hombre que tenía delante era sencillamente impresionante, aunque no fuera guapo a la manera clásica: irradiaba un aura de arrogancia y de implacable voluntad. Desde el primer momento, mientras se miraban fijamente a los ojos, Jennifer comprendió que él, por su parte, se sentía igualmente atraído por su aspecto. Y de pronto empezó a ser consciente del aspecto que presentaba con aquel vestido. Su mirada la hacía sentirse como si estuviera desnuda, y evidentemente aquel hombre estaba disfrutando a placer del espectáculo, lo cual la indignó sobremanera. Después de todo, lo había contratado ella. Y lo que era aún peor: distinguió un brillo irónico en sus ojos, como si hubiera adivinado sus pensamientos y se estuviera divirtiendo aún más.

– Buenas tardes, señor Harker. Se ha retrasado un poco, pero no importa.

– Le presento mis disculpas -pronunció él en un tono nada apologético-. Se me presentó una emergencia, pero ahora ya soy todo suyo -añadió, levantando las manos.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Jennifer de repente-. ¡Vaya unos gemelos!

Supuso que los gemelos de su camisa eran todo lo que se podía permitir un actor fracasado, pero eran baratos y de mal gusto, como si se los hubiera comprado en un mercado de baratillo.

– Son los mejores que tengo. ¿Qué les pasa?

– Nada, yo… -Jennifer se esforzó por encontrar una manera discreta de decirle lo que pensaba sin ofenderlo, aunque resultaba verdaderamente difícil-. No son lo bastante… quiero decir que no van bien… quizá yo pueda sugerirle… Espere un momento.

Corrió a su dormitorio y buscó los gemelos que le había comprado a David para su próximo cumpleaños. Eran de plata con incrustaciones de diamantes, y le habían costado una fortuna.

Su acompañante alzó las cejas, asombrado, cuando ella le pidió que extendiera las manos. Rápidamente le cambió los gemelos, y cuando levantó la mirada, lo sorprendió observándola con una expresión de tierna ironía que la hizo estremecerse de emoción. Después de observar con atención los espléndidos gemelos, fijó sus ojos brillantes en el collar y en los pendientes que lucía.

– Me alegro de que hagan juego con sus joyas -murmuró.

– Aquí tiene las llaves de mi coche, señor Harker -pronunció Jennifer, ignorando su comentario-. ¿Nos vamos?

Se dirigieron al garaje, pero cuando abrió la puerta para descubrir su estupendo todoterreno, empezó a experimentar ciertas dudas.

– Quizá sea mejor que conduzca yo -extendió la mano para recoger las llaves, pero Steven no se movió.

– Suba al coche -le dijo él con una tranquila firmeza que la sorprendió-. He venido aquí para hacer de acompañante suyo, y lo haré con propiedad. No quedaría bien que usted condujera. La gente podría pensar que ha tenido que contratarme.

Jennifer se abstuvo de replicar y subió al coche. Él empezó metiendo la marcha atrás con soltura, como si condujera ese tipo de coches todos los días.

– ¿Qué rumbo seguimos?

– Vamos al centro. Diríjase a la plaza Trafalgar y ya le indicaré yo desde allí.

Cuando ya estaban en la carretera, Steven le preguntó con naturalidad:

– Bueno, ¿qué cuento vamos a contarle a la gente?

– ¿Cuento?

– Acerca de nosotros. Si alguien nos pregunta, tendremos que responderles lo mismo. ¿Cuándo nos conocimos?

– Oh… la semana pasada.

– Eso es demasiado reciente. ¿Por qué no el mes pasado?

– No -se apresuró a decir-. Eso es mucho tiempo.

– Entiendo. ¿Es que iba a salir con otro hombre? ¿Cómo es que le ha fallado en el último momento?

– Porque… porque tuvimos una discusión.

– ¿Quién dejó a quién?

– Nos separamos por mutuo consentimiento -repuso tensa.

– ¿Quiere decir que fue él quien la dejó plantada?

– Yo no he dicho tal cosa.

– ¿Estará él allí esta noche?

– Puede que sí.

– Entonces será mejor que me diga su nombre, sólo por si acaso.

– David Conner -respondió, incómoda.

– ¿Ya ha decidido cómo nos conocimos usted y yo?

– No, no sé… ya se me ocurrirá algo -repuso distraída, ya que se estaba deprimiendo por momentos.

– Ya estamos cerca de la plaza Trafalgar. Guíeme.

– Vamos a Catesby, donde la Cámara de Comercio de Londres celebra su cena de gala. ¡Cuidado!

– ¡Perdón! Se me ha escurrido la mano del volante -se apresuró a decir Steven, aunque en realidad se había llevado una desagradable sorpresa. Allí habría mucha gente que lo reconocería. Tomó una rápida decisión-: Será mejor que lo sepa. Mi verdadero nombre no es Mike Harker.

– ¿Quiere decir que es su nombre artístico?

– No, yo… no importa. Me llamo Steven Leary. Ya casi hemos llegado. Rápido, dígame algo sobre usted.

– Me llamo Jennifer Norton. Soy la nieta de Barney Norton, de Distribuciones Norton.

– ¿Distribuciones Norton? -repitió Steven-. ¿De camiones y almacenes?

– Sí -respondió, sorprendida de que conociera su empresa-. Está entre las mejores empresas de su sector, y nos estamos ampliando rápidamente por Europa. Pero creo que eso no tiene por qué saberlo…

– Sí, no diga nada que sea demasiado complicado para mí -repuso con ironía-. Mi única neurona no alcanzaría a comprenderlo.

– Gire por la siguiente calle a la derecha, y encontrará el aparcamiento.

Steven apagó el motor, pero cuando ella se disponía a salir, le ordenó que se detuviera:

– Espere -salió él primero, rodeó el coche y le abrió la puerta-. Después de todo, es para esto para lo que he venido -le comentó con una sonrisa.

– Gracias -le dijo, y aceptó su brazo.

La joven no pudo disimular un ligero temblor al sentir el contacto de sus dedos, y levantó involuntariamente la mirada hacia éclass="underline" vio entonces que la estaba mirando con una expresión que la dejó sin habla.

– Es usted preciosa -pronunció muy serio-. Y me sentiré muy orgulloso de entrar ahí con usted del brazo. ¡No, no lo diga! Le da igual que yo me sienta orgulloso o no: eso no forma parte de nuestro trato. Bueno, a mí no me importa que a usted le importe o le deje de importar. Se lo repito: ¡es usted maravillosamente hermosa!

– Gracias -balbuceó al fin Jennifer-. Me alegro de que apruebe… mi aspecto.

– Yo no tengo que aprobar nada -repuso Steve, irónico-. Y desde luego no apruebo esta situación. Una mujer como usted no debería contratar a ningún hombre, y si lo hace es que algo hay que marcha mal. Usted es esplendorosamente sexy, una tentación para que cualquier hombre haga cosas de las que pueda arrepentirse después. Ojalá dispusiera de tiempo para indagar en esa contradicción.

– Mis contradicciones no le atañen -le espetó, ruborizándose.

– Lo harían si yo así lo quisiera -respondió despreocupadamente-. ¡Es una pena que no tenga tiempo para ello! -deslizó un dedo delicadamente a lo largo de su mejilla-. Creo que deberíamos entrar.

– Sí -repuso ella, recordando con esfuerzo el motivo por el cual se encontraban allí.

Jennifer había asistido a muchos actos en Catesby, y estaba familiarizada con su fantástico interior decorado en colores rojo y dorado, con la fantástica escalera curva y sus vistosas arañas. Pero aquella noche parecía como si estuviera viendo aquello por primera vez en su vida. Las luces eran más brillantes, más vividos los colores de los vestidos de las otras mujeres, y el contraste del negro y blanco de los esmóquines de los hombres más intenso de lo que recordaba haber visto nunca.

Fue al guardarropa a dejar su estola. Al salir para reunirse con Steve, que la estaba esperando al pie de la escalera, tuvo tiempo de contemplarlo a una prudente distancia, entre los demás hombres. La comparación obraba en su favor. Era casi el más alto de todos, y el de aire más impresionante. Pero lo que más le impresionaba era la confianza y autoridad que parecían emanar de su persona. Había visto esa apariencia antes, pero en hombres que lideraban grandes corporaciones; ¿cómo era posible que un actor fracasado hubiera podido conseguirla? Un actor, pensó. Por supuesto. Simplemente estaba representando el papel exigido.