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– David y yo todavía no hemos roto…

– Habréis roto si Penny tiene algo que ver en ello. Está loca por él.

– Puedo hacer que vuelva conmigo cuando quiera -replicó orgullosa.

– ¿Pero te merecerá la pena?

– Sí -respondió desafiante.

– De acuerdo. Vamos -Steven la llevó adonde se encontraba David, charlando con Penny. De una forma encantadoramente discreta, se las arregló para llevarse a Penny dejando a Jennifer a solas con él.

– ¿Qué tal te ha ido? -le preguntó David con tono formal.

«He estado esperando con toda mi alma una llamada tuya, con el corazón destrozado mientras tú permanecías indiferente. He llorado cuando nadie me estaba mirando, intentando averiguar qué era lo que había hecho mal», se dijo Jennifer para sus adentros.

– Bueno, ya sabes cómo es esta época del año -respondió riendo-. Hay muchísimo trabajo y no he tenido ni un solo momento libre. Espero que a ti te haya pasado lo mismo.

– Bueno, sí, he estado bastante ocupado. De hecho, he estado fuera durante la mayor parte de estas dos últimas semanas. Por eso no estuve en casa si es que me llamaste.

– Pues no -repuso tensa-. No te llamé.

– Claro. No quería decir que… Bueno, es igual…

Dejó inconclusa la frase, encogiéndose de hombros y sonriendo. Jennifer perdió el aliento al ver aquella sonrisa, que iluminó por completo su hermoso rostro.

– David -pronunció en un impulso, extendiendo una mano hacia él. Estuvo a punto de pronunciar su nombre, decidida a acabar con aquel distanciamiento.

– ¡Deja de hablar, querida! -Steven apareció de repente a su lado, tomándola del brazo-. La noche es joven. ¡Vamos a bailar!

Y antes de que Jennifer pudiera protestar, ya se dirigía hacia la pista prácticamente en los brazos de Steven.

– ¿Por qué has hecho eso? Él estaba a punto de… ¿Qué es lo que pretendías?

– Impedir que cometieras un imperdonable error. Os estaba observando, y él no iba a hacer nada. Eras tú la que ha estado a punto de caer a sus pies.

– ¡Eso no es asunto tuyo! Y jamás habría hecho tal cosa.

– Tu expresión me decía lo contrario. ¿Es eso todo lo que se necesita? ¿El chico guapo sonríe y la mujer inteligente se pone a babear?

– Suéltame ahora mismo.

Intentó liberarse pero Steven la sujetó con mayor fuerza, acercando la boca a su oído mientras bailaba.

– ¡Deberías agradecérmelo, mujer desagradecida! Si hubieras caído en esta primera prueba, jamás habrías recuperado tu relación.

– ¿Qué quieres decir?

– Era tu primer encuentro con él después de la discusión, y tú has sido la única en vacilar. Es el clásico idiota egocéntrico que siempre espera que todo le venga dado, a su gusto. Apostaría a que está pensando en sí mismo: no en ti, ni en los dos, sino en sí mismo.

Jennifer habría preferido la muerte antes que admitir que Steven tenía razón.

– No entiendo qué es lo que ven las mujeres como tú en hombres tan flojos como David.

– Él no es flojo. No es un macho arrogante, si es eso lo que quieres decir. Algunos hombres no sienten la necesidad de serlo. Es una simple cuestión de confianza.

– ¿Y qué es lo que has hecho tú para dañar su confianza?

– Creo que ya es hora de que regrese a casa -pronunció Jennifer.

– Muy bien. Agárrate a mi brazo y haremos una salida triunfal. ¡Arriba esa cabeza!

Una vez en el coche, Jennifer condujo en silencio durante un buen rato, hasta que por fin le preguntó:

– ¿Dónde te dejo?

– En la parada de autobús más cercana.

– Puedo llevarte a casa.

– Gracias, pero el autobús lo hará por ti.

– No hay necesidad de hacerse el mártir -insistió Jennifer con tono paciente-. Dime dónde vives.

– ¿Tenemos por fuerza que terminar con una discusión?

– ¿Qué importa ya? La velada entera ha sido un desastre.

– No toda -le recordó Steven-. Ha tenido sus momentos deliciosos…

Para su disgusto, Jennifer sintió que le ardían las mejillas. Con la intención de asegurarse de que no sospechaba nada, pronunció con tono tenso:

– Olvidémoslo. Yo ya lo he hecho.

– Eso sí que no me lo creo.

– Esas cosas pasan. La gente tiene sus deslices… que no significan nada.

– ¿Te comportas así con todos los hombres? ¡Debería darte vergüenza!

– Ya sabes a lo que me refiero. La noche ha terminado y nunca volveremos a vernos.

– ¿Eso piensas? Un hombre temerario podría tomarse eso como un desafío.

– Ni se te ocurra.

– Te apuesto un beso a que volverás a contactar conmigo antes de que termine esta semana.

– Nos estamos acercando a la parada. Buenas noches.

Mientras ella aparcaba, Steven empezó a quitarse los gemelos que le había prestado.

– Será mejor que te devuelva esto.

Jennifer no los quería; ya nunca podría regalárselos a David. La debilidad y la decepción que sentía la hicieron decir:

– No hay necesidad. Quédatelos como consuelo por haber perdido la apuesta. Sacarás una buena cantidad por ellos.

Steven ya había abierto la puerta, pero de pronto se detuvo y se volvió para mirarla:

– Quizá prefiera conservarlos para recordarte a ti.

– Yo preferiría que no lo hicieras -replicó ella, ansiando que se marchara de una vez para quedarse a solas con su tristeza-. Quiero olvidarme de todo lo relacionado con esta noche.

– Y yo no quiero que lo hagas -repuso a su vez Steven, acercándola hacia sí. Antes de que Jennifer pudiera incluso pensar, la besó en los labios con fiera intensidad.

– Detente -susurró con voz ronca.

– No quiero detenerme -murmuró-. Y tú tampoco.

Jennifer intentó negarlo, pero el corazón le latía acelerado y ni siquiera logró formular mentalmente las palabras. Además, su boca la había acallado otra vez. Steven volvió a besarla como si dispusiera para ello de todo el tiempo del mundo, tentándola con la deliciosa caricia de su lengua en los labios. Aquellos hábiles movimientos parecían comunicar a sus nervios descargas eléctricas que sensibilizaban todo su cuerpo.

Jennifer levantó una mano para detenerlo, pero de pronto, como si tuviera vida propia, le acarició el rostro y hundió los dedos en su pelo. No estaba segura de nada, excepto de que se hallaba cautiva de aquel fantástico placer. Debía de estar loca para permitir que sucediera todo aquello, pero ya era demasiado tarde… Sintió entonces sus dedos deslizándose más abajo de su estrecha cintura, sobre la tela de satén que cubría sus caderas; pero de repente algo lo detuvo.

Jennifer percibió de manera inequívoca su repentina tensión, y al momento siguiente Steven interrumpió el beso y se apartó. Respiraba aceleradamente y le brillaban los ojos.

– Todo esto no debería haber pasado -le gritó Jennifer, avergonzada, en cuanto consiguió recuperarse-. Sal del coche ahora mismo -le ordenó con voz temblorosa-. Inmediatamente. ¿Me has oído?

– Sí, quizá sea mejor que escape de una vez mientras aún los dos estemos a tiempo -salió y cerró la puerta, sin dejar de mirarla a través de la ventanilla-. Hasta que volvamos a encontramos.

– Eso nunca sucederá.

– Sabes perfectamente que sí.

Sólo había una forma de acallarlo, y Jennifer no lo dudó: pisó a fondo el acelerador y arrancó a toda velocidad. Una sola mirada al espejo retrovisor le reveló que él seguía allí, sin moverse, observándola con el ceño fruncido.

Capítulo 3

A la mañana siguiente Jennifer llegó tarde a trabajar. Se había quedado dormida, después de haber pasado la mayor parte de la noche dando vueltas en la cama. Le horrorizaba la forma en que había sucumbido al encanto físico de un hombre al que apenas conocía, y que le había suscitado tan alarmantes sensaciones. Se había despertado con una idea fija en la mente: nunca debería volver a ver a Steven Leary. Él la había obligado a comportarse como si no fuera ella misma. O, más bien, la había hecho enfrentarse con el hecho de que no sabía quién era en realidad. Aparentemente era una ejecutiva de alta categoría aburrida de su propio trabajo… pero en lo más profundo de su interior todavía seguía siendo la niña de diez años que había sido abandonada por su adorado padre.