Pensaría mejor en David, cuyos delicados modales y amable naturaleza tanto apreciaba, contra la opinión de Barney y Trevor. Quería simplemente un hombre en cuya firmeza pudiera apoyarse, y David satisfacía ese requisito. O al menos así había sido hasta su discusión. Pero era culpa suya, se aseguró a sí misma: lo había ofendido al intentar ayudarlo. El tranquilo y amable David jamás había intentado apresurarla, nunca le había exigido nada. Ciertamente había habido momentos en que ella había deseado que fuera más decidido, pero por otro lado su vulnerabilidad la conmovía profundamente. No podía dar la espalda a alguien que tanto necesitaba su protección, y David sólo tenía que sonreírle y decirle: «¿qué podría hacer yo sin ti?», para que Jennifer se derritiera de ternura.
Esa era la razón por la cual lo quería tanto, la misma por la que nunca podría querer a Steven Leary, que no tenía asomo alguno de vulnerabilidad en su naturaleza. Lo que había sucedido entre ellos era algo completamente aparte, un aviso de que su sensualidad podía empujarla a los brazos del hombre equivocado si no llevaba suficiente cuidado. Pero seguiría aquel providencial aviso: nada se interpondría entre David y ella.
Había llegado a la oficina con tanto apresuramiento que apenas fue consciente de las miradas de curiosidad que suscitó. Como siempre, su primera tarea consistió en revisar el precio de las acciones de la empresa. Y lo que descubrió hizo que se quedara mirando fijamente la pantalla, frunciendo el ceño.
– Esto no puede ser -murmuró-. ¿Cómo es que han subido tantísimo desde ayer?
Pero las mismas cifras aparecieron de nuevo en el monitor. En ese instante sonó el teléfono:
– Será mejor que vengas a explicarme lo que está pasando -gruñó Trevor, y colgó.
Estupefacta, Jennifer se dirigió a su despacho.
– Te juro que no entiendo nada -le dijo nada más entrar, mientras cerraba la puerta a su espalda.
– Me refería a ti y a Empresas Charteris.
– Yo no he tenido nada que ver con Empresas Charteris.
– ¿Ah, no? -inquirió Trevor, sarcástico-. ¿Entonces ayer noche no saliste con su director ejecutivo, verdad?
– Sabes perfectamente dónde estuve anoche: en la cena de gala con Mike Harker. No, espera. Me dijo que su verdadero nombre era Steven Lean.
– ¿Él te dijo eso? ¿Y a ti no te sonó ese nombre de nada?
Trevor arrojó un periódico sobre la mesa, delante de ella. Y Jennifer abrió mucho los ojos al verse en una foto bailando acarameladamente con Steven. El pie de foto rezaba así: Steven Leary, director ejecutivo de Empresas Charteris y gran accionista.
– Ahora la gente cree que estamos negociando con Charteris, y es por eso por lo que han subido nuestras acciones -le explicó Trevor.
– No lo comprendo -repuso Jennifer, distraída-. Tú me dijiste que Mike Harker era un actor fracasado…
– Pero ése no era Mike -replicó Trevor con los dientes apretados.
– Bueno, es el hombre que fue a buscarme. Este… no consigo entenderlo. Estuve bailando con varios hombres y…
– ¿Así? -inquirió Trevor, señalando la foto.
Jennifer suspiró profundamente al ver lo que quería decir. Aquella instantánea había sido tomada en el preciso momento en que la había besado Steven, y su respuesta había sido, por lo demás, bastante evidente. No se había tratado de un simple baile. Observó consternada la foto; ¿cómo podía haberse abandonado en sus brazos de aquella manera?
¿Y él? ¿Le habría ocurrido lo mismo a él? ¿O se habría estado burlando de ella? Y después… pero se negaba a recordar lo que había sucedido después.
– Creo que será mejor que hable con el señor Harker… o con Leary, o como quiera que se llame -declaró sombría.
Llamó a Empresas Charteris. Pero le respondió la secretaria de Steven.
– Dígale amablemente al señor Leary que no sé de qué se trata este juego -dijo al fin-, pero que terminaré por averiguarlo.
Nada más llegar al trabajo, Steven se había encontrado con el periódico extendido sobre su escritorio y con su plantilla de trabajadores literalmente eufórica de alegría por su triunfo. Sabían que Steven estaba en trámites de comprar Depósitos Kirkson, una empresa que operaba en el mismo ámbito que Nortons, pero Kirkson había exigido un precio demasiado alto, y todo el mundo supuso que se trataba de una hábil jugada de Steven. Observó la foto, fijándose en la forma en que el vestido de satén de Jennifer destacaba su espléndida figura. En la imagen lo estaba mirando con una expresión de delicioso abandono. Jennifer había querido que él creyera que todo era una farsa en beneficio de otro hombre, y Steven había estado a punto de creerlo… hasta aquellos últimos momentos de la velada. No solamente él había caído hechizado por el encanto de aquel baile: ella también. No podía negar lo mucho que le gustaba. Y Steven lo sabía.
Alice, su secretaria, se asomó en aquel preciso momento a la puerta de su despacho.
– James Kirkson está aquí.
James Kirkson no hizo más que repetir a cada momento las palabras «compromiso» y «replanteamiento». Steven, por su parte, procuró disimular su sensación de triunfo. Dentro de poco tiempo Depósitos Kirkson sería suyo a un buen precio. Pero la conversación fue interrumpida de repente por una llamada del intercomunicador.
– Es la señorita Norton -lo informó Alice-. Está muy enfadada y viene ahora mismo hacia aquí.
Steven miró de reojo a Kirkson y tomó una rápida decisión:
– Cuando llegue -pronunció alzando la voz-, dígale que la amo con locura.
– Muy bien, señor.
Exactamente quince minutos después, la puerta del despacho de Alice se abrió de golpe dando paso a Jennifer.
– Quisiera ver a Steven Leary -pronunció con tono tenso.
– Me temo que no es posible en este momento. ¿No quiere sentarse?
– No hace falta: no estaré tanto tiempo aquí. Su jefe es un individuo falso, retorcido…
– Usted debe de ser la señorita Norton.
– La misma.
– En ese caso, tengo que decirle que el señor Leary la ama con locura -le comunicó Alice.
Por un momento Jennifer se quedó tan asombrada que no pudo articular palabra. Pero cuando al fin pudo recuperarse, se dio cuenta de que se trataba de un truco más de Steven.
– ¿La paga él para que me diga esas cosas?
– En este caso en particular, sí.
– Pues le pague lo que le pague, no creo que sea suficiente.
– No puedo menos que mostrarme de acuerdo con usted. ¿Le apetece una taza de café?
– Me apetecería más que me sirviera la cabeza de Steven Leary en una bandeja -repuso con tono crispado-. Aunque quizá prefiera servirme yo misma.
Alice se adelantó para impedirle el paso, pero no fue lo suficientemente rápida, y Jennifer irrumpió en el despacho de Steven exclamando:
– ¿Cómo te has atrevido a contarle a la prensa toda esa basura cuando sabes perfectamente bien que…?
No fue más allá. Steven ya se había levantado y dirigido hacia ella para acallarla con un beso en los labios. Por unos instantes, la indignación de Jennifer luchó contra su instintiva respuesta, y él interrumpió el beso el tiempo suficiente para susurrarle en voz muy baja:
– ¡Bésame tú, por el amor de Dios!
– Ni en un millón de años… -apenas logró pronunciar las palabras cuando Steven volvió a acallarla de la misma expeditiva manera. Fue como si el mundo se hubiera salido de su eje, imposibilitándola pensar o hacer cualquier cosa que no fuera sentir aquel profundo gozo que empezaba a enroscarse en su interior. Era más fuerte que la furia. Por un momento aterrador, fue lo único que existió.