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Pero el momento pasó y Jennifer pudo recuperarse. Liberó sus labios, con el corazón acelerado, esperando que no se hubiera ruborizado demasiado. Luego miró a Steven, temiendo ver en su rostro una burlona expresión de triunfo, y se quedó asombrada al descubrir un puro y exacto reflejo de su propia reacción: tenía además la respiración acelerada y le brillaban los ojos.

– Jennifer -pronunció en voz baja-, déjame presentarte a… ¿pero dónde se ha metido?

– El señor Kirkson se ha marchado aprovechando que los dos estaban ocupados -lo informó Alice desde el umbral.

– ¡Maldita sea! -estalló Steven, soltando apresuradamente a Jennifer-. Estaba a punto de ceder -y la miró mientras exclamaba-: ¡Muchas gracias!

– ¿Te atreves acaso a culparme a mí?

– Si no hubieras irrumpido así en mi despacho, podría haber comprado la empresa de Kirkson por un precio ridículo.

– ¿Depósitos Kirkson? ¡Así que se trataba de eso! Por eso preparaste lo de anoche.

– Qué va. Eso fue un accidente.

– ¡Ya! -se burló Jennifer.

– Por cierto, tú tienes que responderme a muchas cosas.

– ¿Yo…?

– Acabas de estropear un contrato que podría haber reportado a esta empresa un montón de dinero.

– Un contrato que tú no habrías podido concertar si no me hubieras engañado.

– Yo no te engañé -replicó Steven entre dientes-. Mike Harker es amigo mío. Estaba medio muerto de gripe, así que yo ocupé su lugar. Eso es todo.

Alice se asomó de nuevo a su despacho:

– Hay una llamada para la señorita Norton.

Sorprendida, Jennifer levantó el auricular del escritorio de Steven, y se encontró hablando con su hermano.

– ¡Sabía que te habías largado de repente sin detenerte a pensar!- se quejó-. Ha llamado Barney. Está loco de alegría por la noticia del alza de las acciones.

– ¡Oh, no! -exclamó. Desde que la empresa salió por primera vez al mercado de valores, Barney había soñado con ver subir las acciones, y eso por fin había sucedido. ¿Cómo podía decirle que todo había sido una simple ilusión, una engañifa?

– Quiere que invites a cenar a Steven Leary.

– Mira lo que has hecho -Jennifer se volvió hacia Steven-. Mi abuelo quiere invitarte a cenar.

– ¡Maravilloso! Acepto.

– Y después de eso, esta desquiciada historia seguirá marchando viento en popa. ¿Quién sabe cuándo terminará?

– ¿Quién sabe? -repitió Steven, sonriendo con malicia-. ¡Pero podría resultar interesante averiguarlo! -le quitó el auricular de las manos-. Señor Norton, me sentiré encantado de aceptar su invitación.

Por su parte, Jennifer levantó otra extensión de la línea a tiempo de oír a su hermano decir:

– Mi abuelo nos ha invitado a todos a cenar a su casa pasado mañana. Me ha encargado decirle que espera que no lo abrume con tanta compañía.

– Podría llevarme a mi hermana, para que no me sintiera tan abrumado -sugirió Steven.

– Por supuesto que puede hacerlo, señor Leary, si cree que no se va a aburrir…

– Maud es una persona muy seria -repuso Steven con voz grave-. Y entregada por completo a hacer dinero. Estoy seguro de que usted y ella se llevarán muy bien.

– Dejaré que Jennifer se encargue de arreglar los detalles con usted -y colgó después de despedirse.

Al encontrarse con la indignante mirada de Jennifer, Steven declaró:

– Ardo en deseos de conocer a tu familia. Se lo diré a mi hermana, y estaremos allí a las ocho. A propósito, no sé si te has dado cuenta de que he ganado mi apuesta. Te aposté un beso a que volverías a contactar conmigo en menos de una semana.

– Pero tú sabías que esto tenía que suceder. Eso es trampa.

– Me lo debes. Págame.

– No.

– Me pregunto si la prensa sabrá cómo saldan los Norton sus cuentas de honor…

Jennifer suspiró profundamente al advertir el brillo burlón de sus ojos. Sabía que debería escapar de aquella situación por una pura cuestión de supervivencia pero, después de todo, era una deuda de honor.

– Muy bien -declaró, intentando adoptar un tono tranquilo-. Puedes besarme durante cinco segundos exactos.

– Oh, no creo que necesitemos prolongarlo durante tanto tiempo -repuso Steven antes de plantarle un rápido beso en la mejilla-. Ya está. Ahora ya puedes abofetearme, si quieres…

– La verdad es que no tengo palabras para describir lo que me gustaría hacerte. Cuando pienso en tu comportamiento de anoche al dejarme pensar que eras un pobre actor mientras durante todo el tiempo… Y además, te quedaste con mis gemelos bajo engaño. Creo que deberías devolvérmelos.

– Eso no puede ser. Se los entregué al verdadero Mike Harker, con tu recado acerca del precio que podría conseguir por ellos.

– Ya es hora de que me vaya -dijo Jennifer, pronunciando las palabras con dificultad-. Te veré en la cena.

– Esperaré ansioso ese momento.

A la tarde siguiente, por pura casualidad, Steven pasó al lado de la casa de Jennifer después de ver a un cliente y se le ocurrió visitarla. Pensó que sería interesante verla en circunstancias «normales», y todavía lo sería mucho más sorprenderla con la guardia baja. Nada más pulsar el timbre oyó el sonido de unos pasos presurosos. De inmediato la puerta se abrió de golpe y Jennifer apareció ante él, suspirando de alivio.

– Gracias al cielo que has venido; estaba tan preocupada… No creo que tenga mucho tiempo para… ¡Vaya, si eres tú!

Las mujeres habían saludado a Steven de muchas maneras, desde «¡Cariño, qué alegría verte!», hasta «¿Cómo te atreves a asomar las narices por aquí otra vez?». Pero jamás lo habían saludado con tanto desdén.

– Sí, soy yo. Pero supongo que no era a mí a quien esperabas ver…

Sin responder a su comentario, Jennifer pasó de largo ante él y salió a la calle. Miró arriba y abajo, sin ver lo que estaba buscando, y emitió un gemido de frustración.

Steven apenas podía reconocerla. Iba vestida con unos viejos vaqueros y una enorme camisa que ocultaba todo lo que había esperado volver a ver. Su rostro estaba limpio de maquillaje y se había soltado la melena: un enorme contraste con la mujer elegante que había asistido a la cena de gala, o con la que había irrumpido de repente en su despacho.

– Es terrible -se quejó Jennifer mientras volvía a la casa y cerraba la puerta.

– Gracias. Siento que te haya disgustado tanto mi presencia…

– No, si no eres tú…

– ¿Quién te creías que era? -inquirió Steven.

– El veterinario -respondió, preocupada-. Zarpas está pariendo.

– ¿Zarpas?

– Mi gata. Bueno, estaba abandonada y la acogí en mi casa. No sabía que estaba embarazada, pero de repente me di cuenta de lo gorda que estaba…

– ¿Dónde está?

– Me las he arreglado para meterla en una caja, en el salón.

Steven siguió la dirección de su dedo y vio a la gata encogida en una gran caja con almohadones. Zarpas lo miró nerviosa, y él se dejó caer a su lado tocándole suavemente la barriguita.

– Sí, yo diría que tiene al menos cuatro dentro.

– ¿Sabes mucho de gatos? -inquirió Jennifer, esperanzada.

– Cuando era niño nuestro vecino tenía una gata que paría constantemente. Por alguna razón siempre venía a nuestro jardín a parir. Ella siempre prefería periódicos.

– Bien.

Jennifer corrió a la cocina y volvió con un fajo de periódicos. Steven levantó delicadamente a Zarpas para dejarla en los brazos de Jennifer, apartó los almohadones y forró la caja con los papeles. Cuando volvieron a colocarla en su lugar, la gata ronroneó agradecida y miró a Steven como si confiara plenamente en él.

– Sabes lo que está pensando, ¿verdad? -comentó Jennifer, esbozando una temblorosa sonrisa-. ¡Menos mal que hay alguien que sabe lo que hace!