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Linda Howard

Amor Sin Barreras

Título originaclass="underline" The way home

Traducido por: Inmaculada Navarro Manzanero

Prólogo

Sin mirarla, Saxon Malone le dijo:

– Esto no va a funcionar. Puedes ser mi secretaria o mi amante, pero no las dos cosas. Tienes que elegir.

Anna Sharp se detuvo en seco. Sus ágiles dedos se quedaron suspendidos, completamente inmóviles, sobre el montón de papeles que había estado examinando para encontrar el contrato que Saxon le había pedido. Aquella orden le había resultado totalmente inesperada y se sentía como si se le hubiera cortado la respiración. «Tienes que elegir», le había dicho. Saxon siempre decía exactamente lo que pensaba y no se arrepentía de ello.

En un instante de lucidez, vio las consecuencias que acarrearía la elección que realizara. Si elegía ser su secretaria, él jamás se dirigiría a ella de un modo que pudiera considerarse personal. Anna conocía muy bien a Saxon y sabía que tenía una voluntad de hierro y que era capaz de separar sin problemas las diferentes facetas de su vida. Su vida personal jamás se mezclaba con la profesional y viceversa. Si, por el contrario, Anna prefería convertirse en su amante, Saxon esperaría que ella se dejara mantener, al igual que los caballeros de antaño habían hecho tradicionalmente a lo largo de los siglos. A cambio, ella debía estar disponible sexualmente para él, siempre que Saxon tuviera tiempo o deseos de ir a visitarla. Él esperaría de Anna una fidelidad completa, pero no le prometería nada a cambio, ni fidelidad ni futuro.

El sentido común y el respeto por sí misma le pedían que se inclinara por la posición vertical de secretaria en vez de por la horizontal de amante, pero, a pesar de todo, Anna dudaba. Llevaba un año siendo la secretaria de Saxon y llevaba casi el mismo tiempo enamorada de él. Si elegía su trabajo, él jamás le permitiría que se le acercara más de lo que lo estaba en aquellos momentos. Como amante, al menos tendría la libertad de expresarle su amor a su manera y las horas que pasara entre sus brazos serían un talismán para un futuro sin él, algo que, tarde o temprano, tendría que afrontar.

En cualquier caso, Saxon no era un hombre con el que una mujer pudiera planear su vida. No aceptaba ataduras de ninguna clase.

En voz baja, Anna dijo:

– Y si elijo ser tu amante, entonces… ¿qué pasa?

Saxon levantó por fin los ojos verdes y la atravesó con la mirada.

– En ese caso, contrataré una nueva secretaria -afirmó simplemente-. Y no esperes jamás que te pida matrimonio, porque no lo haré. Bajo ninguna circunstancia.

Anna respiró profundamente. Saxon no se lo podría haber dicho más claro. La irrefrenable atracción física que se había desatado la noche anterior jamás pasaría de eso, al menos para él. Saxon no pensaba permitirlo.

Ella se preguntó cómo Saxon podía permanecer tan impasible tras las horas de tórrido sexo que los dos habían compartido sobre la moqueta que estaban pisando. Si hubiera sido un coito rápido, tal vez podrían haberlo pasado por alto como un hecho puntual sin importancia, pero habían hecho el amor una y otra vez, presas de un prolongado frenesí, por lo que no podían fingir que no hubiera ocurrido.

El despacho de Saxon estaba lleno de recuerdos sexuales. La había poseído sobre el suelo, sobre el sofá, sobre el escritorio que, en aquellos momentos estaba cubierto de contratos y propuestas. Incluso habían hecho el amor en el cuarto de baño privado. Saxon no había sido un amante tierno y cariñoso. Se había mostrado exigente, fiero, casi fuera de control, pero generoso en el sentido de que se había asegurado de que ella se hubiera sentido tan satisfecha como él con cada encuentro. Sólo pensar que jamás volvería a conocer tal grado de pasión volvía loca a Anna.

Tenía veintisiete años y nunca antes había estado enamorada, ni siquiera durante la adolescencia. Si dejaba pasar aquella oportunidad, tal vez no volviera a tener otra y mucho menos con Saxon.

Por lo tanto, en plena posesión de sus facultades, dio el paso que la convertía en la mantenida de Saxon.

– Elijo ser tu amante -dijo, suavemente-. Con una condición.

Los ojos de Saxon reflejaron un apasionado fuego que se enfrió al escuchar las últimas palabras de Anna.

– No hay condiciones -replicó.

– Tiene que haber una -insistió ella-. No soy lo suficientemente ingenua como para pensar que esta relación…

– No es una relación, sino un acuerdo.

– … que este acuerdo va a durar eternamente. Quiero tener la seguridad de que voy a poder mantenerme, poder ganarme la vida, para no encontrarme de repente sin un lugar en el que vivir o los medios necesarios para ganarme la vida.

– Yo te mantendré y, créeme, me aseguraré de que te ganes cada penique que te dé -le dijo mirándola de arriba abajo de un modo que hizo que Anna se sintiera de repente desnuda, acalorada y tensa-. Voy a crear un fondo de acciones para ti, pero no quiero que trabajes. Esto es definitivo e innegociable.

A Anna no le gustaba que él estableciera la relación, porque era una relación al fin y al cabo, sobre unos cimientos tan mercenarios, pero sabía que eran los únicos a los que él accedería. Ella, por su parte, aceptaría todo lo que él le propusiera.

– Muy bien -afirmó, buscando automáticamente las palabras que él pudiera comprender y aceptar, palabras que carecieran por completo de sentimientos-. Trato hecho.

Saxon la observó en silencio durante un largo instante. Su rostro era tan inescrutable como de costumbre. Sólo el fuego que se reflejaba en sus ojos lo delataba. Entonces, se levantó y se dirigió hacia la puerta. La cerró con llave a pesar de que todos los empleados se habían marchado ya y estaban completamente solos. Cuando se volvió para mirarla, Anna pudo ver claramente la excitación sexual que se había apoderado de él y sintió que, como respuesta, su cuerpo se tensaba de anticipación. La respiración se le aceleró al ver que Saxon se le acercaba.

– En ese caso, será mejor que empecemos inmediatamente -susurró tomándola entre sus brazos.

Capítulo Uno

Dos años más tarde…

Anna oyó que él metía la llave en la puerta y se sentó más erguida en el sofá. De repente, el corazón empezó a latirle con fuerza. Había regresado un día antes de lo que él le había dicho. Jamás la llamaba cuando se marchaba de viaje porque eso se parecería demasiado al hecho de reconocer que había una relación entre ellos. Tal y como él había insistido, dos años después, seguían viviendo en residencias separadas. Él aún tenía que marcharse a su casa todas las mañanas para cambiarse de ropa antes de ir a trabajar.

Anna no echó a correr para arrojarse en sus brazos. Aquello era también algo que hacía que Saxon se sintiera incómodo. Anna ya conocía muy bien al hombre del que estaba enamorada. Él no aceptaba nada que representara cariño, pero Anna no sabía por qué. Saxon se cuidaba mucho de que jamás pareciera que se daba prisa por estar con ella. No tenía un apodo cariñoso para ella y jamás le dedicaba caricias ligeras o casuales. Nunca le susurraba palabras de amor ni siquiera en el punto culminante del coito más apasionado. Lo que Saxon le decía a Anna en la cama eran palabras que expresaban su necesidad y su excitación sexual, siempre pronunciadas con voz ronca y tensa.

Sin embargo, era un amante sensual y generoso. A Anna le encantaba hacer el amor con él, no sólo por la satisfacción que siempre le proporcionaba, sino también porque, bajo el disfraz del deseo físico, Anna podía entregarle todo el afecto que Saxon jamás aceptaba fuera de la cama.

Cuando estaban haciendo el amor, Anna tenía razones para tocarlo, para besarlo, para abrazarlo y, durante aquellos momentos, él no refrenaba sus propias caricias. Durante las largas noches se mostraba insaciable, no sólo de sexo sino del contacto con Anna. Cada noche, ella dormía entre sus brazos y, si por alguna razón se apartaba de él, Saxon se despertaba para volver a reclamarla contra su cuerpo. Cuando llegaba la mañana, se escondía de nuevo en su solitaria fortaleza. No obstante, durante las noches le pertenecía por completo. A veces Anna presentía que Saxon necesitaba las noches tan desesperadamente como ella y por las mismas razones. Eran los únicos momentos en los que se permitía dar y aceptar el amor de cualquier forma.