Anna no sabía lo que iba a conseguir tratando de encontrar a los Bradley. Tal vez nada. Sólo quería ver cómo eran las personas que más influencia habían tenido en la infancia y la adolescencia de Saxon. Si parecían interesados en lo que pudiera haberle ocurrido, ella los informaría de que estaba vivo y bien, de que era un exitoso hombre de negocios y de que, muy pronto, iba a ser padre.
Aún de espaldas a ella, Saxon le preguntó:
– ¿Tienes miedo de casarte conmigo por mi pasado? ¿Es ésa la razón de que quieras encontrar a los Bradley, para poder hacerles preguntas sobre mí?
– ¡No! No tengo miedo de casarme contigo.
– Mis padres podrían haber sido cualquier cosa, asesinos, drogadictos… Podría ser que mi madre fuera una prostituta. Lo más probable es que lo fuera. Tal vez mis padres provinieran de una familia con un historial de problemas mentales. Yo mismo tendría miedo de casarme conmigo. Sin embargo, los Bradley no podrán decirte nada porque nadie sabe quiénes eran mis padres.
– A mí no me preocupan tus padres -replicó ella-. Te conozco. Eres un hombre sincero, amable, trabajador y muy sexy.
– Si soy todo eso, ¿por qué no quieres casarte conmigo?
Buena pregunta. Tal vez se estaba comportando como una estúpida por querer esperar.
– No quiero precipitarme a la hora de hacer algo que podría ser negativo para nosotros.
– No quiero que cuando nazca mi hijo sea ilegítimo.
– Oh, Saxon… Te prometo que tomaré una decisión mucho antes de que nazca el niño.
– Sin embargo, no puedes prometerme que la respuesta será «sí».
– No más de lo que tú podrías prometerme a mí que nuestro matrimonio iba a funcionar.
Saxon le dedicó una mirada airada por encima del hombro.
– Tú me dijiste que me amabas.
– Así es y es cierto. ¿Puedes tú decir que me amas a mí? -le espetó.
Saxon no respondió. Anna lo observó con ojos llenos de tristeza y ternura. Su pregunta podría tener dos lecturas diferentes. Estaba segura de que Saxon la amaba pero era incapaz de decirlo. Tal vez a él le parecía que, mientras no dijera las palabras en voz alta, no había hecho el compromiso emocional.
Al final, él dijo:
– ¿Es eso lo que haría falta para convencerte de que te casaras conmigo?
– No. No se trata de una prueba que tengas que pasar.
– ¿No?
– No -insistió ella.
– Tú dices que no quieres casarte conmigo porque no sabes si yo voy a poder ser feliz, pero estoy dispuesto a intentarlo. Tú eres la que se resiste a realizar ese compromiso.
Anna lo miró llena de frustración. A Saxon se le daba demasiado bien discutir utilizando los argumentos que ella le había dado en ocasiones anteriores en su contra.
– Yo no me estoy resistiendo a realizar un compromiso. Me resisto a realizarlo en estos momentos. Creo que tengo todo el derecho del mundo a mostrarme cauta.
– Si confías en mí, no.
Esa respuesta levantó ciertas sospechas en Anna. Lo miró y, de repente, se dio cuenta de que Saxon le había dado la espalda para que ella no pudiera leer la expresión de su rostro. Al ver lo que él estaba haciendo, entornó los ojos. No estaba tan indignado o tan disgustado como parecía. Simplemente estaba utilizando aquella conversación para conseguir que ella accediera a casarse con él. Todo formaba parte de su profunda determinación para salirse con la suya.
Anna se levantó y se dirigió hacia él. Le rodeó la esbelta cintura con los brazos y apoyó la cabeza contra la espalda.
– No te va a servir de nada. Te conozco…
Para su sorpresa, Saxon se echó a reír. Entonces, se dio la vuelta sin apartarse de ella y la rodeó también con sus brazos.
– Tal vez me conozcas demasiado -bien musitó.
– O tal vez necesites clases de interpretación.
Saxon volvió a reír y apoyó la mejilla sobre la parte superior de la cabeza de Anna. Sin embargo, cuando volvió a hablar unos segundos más tarde, el humor había desaparecido por completo de su voz.
– Ve a ver a los Bradley si es lo que quieres. Te aseguro que no hay nada que encontrar.
Capítulo Ocho
Fort Morgan era una pequeña localidad de unos diez mil habitantes. Anna recorrió sus calles durante unos instantes para orientarse y luego se detuvo en una cabina de teléfonos para buscar la dirección de los Bradley. No sabía qué iba a hacer si no aparecían en la guía de teléfonos. Eso podría significar que habían muerto o que se habían mudado o simplemente que su número de teléfono no aparecía en la guía.
Le podría haber pedido la dirección a Saxon, pero no quería que él la ayudara a realizar algo que Anna sabía que no contaba con su aprobación. Además, habían pasado diecinueve años y no había garantía alguna de que los Bradley siguieran viviendo en la misma casa.
La guía de teléfonos no era muy grande. Pasó las páginas hasta encontrar la «B» y fue recorriendo la columna de nombres con el dedo.
– Bailey… Banks… Black… Boatwright… Bradley. Harold Bradley.
Anotó la dirección y el teléfono y trató de decidir si debía llamarlos primero o dejar que alguien le indicara dónde estaba aquella dirección. Al final se decantó por esta última opción, ya que prefería pillarlos desprevenidos. Así, les resultaría mucho más difícil enmascarar sus verdaderos sentimientos hacia Saxon.
Se dirigió hacia una gasolinera, llenó el depósito y le pidió al encargado que le indicara dónde estaba la dirección en cuestión. Diez minutos más tarde, iba conduciendo tranquilamente por una pequeña calle de una zona residencial buscando números. Finalmente, detuvo el coche frente a una casa agradable pero sin pretensiones.
Con menos ganas de lo que había pensado, se bajó del coche y se acercó a la casa. Después de subir los tres escalones del porche, se percató de que no había timbre, por lo que se limitó a llamar al marco de la puerta y a esperar. Un gato gris y blanco salió al porche y comenzó a maullar con curiosidad al verla allí.
Después de unos instantes, volvió a llamar. En aquella ocasión escuchó unos rápidos pasos que se dirigían hacia la puerta y sintió que el pulso se le aceleraba.
La puerta se abrió por fin y se encontró cara a cara con una mujer alta y delgada, de aspecto severo. La mujer no abrió la mosquitera y con voz seca le dijo:
– ¿Qué desea?
Anna se sintió desmoralizada por la antipatía de aquella mujer y pensó en fingir haberse perdido como excusa por haber llamado. De hecho, llegó a pensar en marcharse sin mencionar a Saxon.
– ¿Es usted la señora Bradley? -le preguntó por fin.
– Sí, soy la señora Bradley.
– Me llamo Anna Sharp y estoy buscando a los Bradley que ejercieron de familia de acogida de Saxon Malone. ¿Son ustedes?
– Así es -dijo la mujer, con voz tensa. Siguió sin abrir la mosquitera.
Anna sintió que sus esperanzas se desmoronaban. Si Saxon no había recibido amor de ninguna clase durante su estancia allí, mientras era sólo un muchacho, tal vez nunca sería capaz de darlo ni de aceptarlo. ¿Qué clase de matrimonio podría tener ella en aquellas circunstancias? ¿Qué haría ella si su propio hijo tuviera un padre que siempre se mantenía a distancia?
Sin embargo, había recorrido un largo camino hasta llegar allí, por lo que decidió que lo mejor era decirle a aquella mujer el asunto que la había llevado a Fort Morgan.
– Yo conozco a Saxon -comenzó. Al escuchar aquellas palabras, la mujer abrió inmediatamente la mosquitera.
– ¿Lo conoce? -le preguntó muy interesada-. ¿Sabe usted dónde está?
– Sí.
La señora Bradley la invitó a pasar con un movimiento de cabeza.
– Entre.
Anna lo hizo, con la sensación de que estaba obedeciendo una orden en vez de aceptar una invitación. La mujer la condujo hacia el salón, que estaba decorado con muebles muy antiguos y usados, pero limpios.