– Porque no puedes olvidarlo. Tu pasado te ha convertido en el hombre que eres. Emmeline te adora y, en estos momentos, está sola en el mundo. No se quejó de que tú te hubieras marchado hace más de veinte años y que jamás hubieras vuelto a verla. Sólo quería saber que te encontrabas bien y se sintió muy orgullosa al conocer hasta dónde habías llegado en la vida.
Saxon cerró los ojos y pensó en Emmeline. No quería ni imaginarse que ella se hubiera pasado veinte años preocupándose por él, preguntándose qué era de su vida. Nadie se había preocupado antes por él, por lo que aquella posibilidad jamás se le había pasado por la cabeza. Lo único que había deseado era olvidarse por completo del pasado y no mirar nunca atrás. Sin embargo, Anna parecía pensar justamente lo contrario. Parecía tener la opinión de que el paisaje de la vida cambia cuando uno lo ha dejado atrás. Tal vez tenía razón. Tal vez todo le parecería completamente diferente.
De repente, todo le quedó muy claro. No quería volver atrás. Quería que Anna se casara con él y Anna quería que él fuera a ver a Emmeline. Inmediatamente, supo muy bien lo que tenía que hacer.
– Está bien. Volveré, pero con una condición.
– Tú dirás. ¿De qué se trata?
– Que accedas a casarte conmigo. Haré lo que haga falta para tenerte. No puedo perderte. Ya lo sabes, Anna.
– No vas a perderme.
– Lo quiero firmado, sellado y registrado en el juzgado del condado. Quiero que seas mi esposa y yo quiero ser tu esposo. Quiero ser el padre de nuestros hijos -afirmó, con una sonrisa-. De este modo, podré compensar mi terrible infancia y darles a mis hijos algo mucho mejor y poder disfrutar de una verdadera infancia a través de ellos.
De todas las cosas que Saxon podría haberle dicho, aquélla llegó directamente al corazón de Anna. Ocultó el rostro contra el cuello de Saxon para que él no pudiera ver las lágrimas que le llenaban los ojos. Entonces, tragó saliva varias veces para poder hablar con normalidad.
– Muy bien -dijo-. Ya tienes esposa.
No podían ir a Fort Morgan inmediatamente por los compromisos de negocios que Saxon tenía. Tras mirar al calendario, Anna sonrió e hicieron planes para ir al domingo siguiente. A continuación, llamó a Emmeline para decírselo. El carácter de la anciana no solía permitirle muchos arrebatos de entusiasmo, pero Anna notó que su voz estaba llena de alegría.
Cuando por fin llegó el día, se pusieron en camino. A medida que iban acercándose a Fort Morgan, Saxon se notaba cada vez más tenso. Había estado en familias de acogida por todo el estado, pero en Fort Morgan había pasado más tiempo que en ningún otro lugar, por lo que sus recuerdos eran más numerosos. Recordaba perfectamente todos los detalles de la vieja casa, los muebles, las fotografías y los libros, a Emmeline en la cocina… Recordaba que su madre de acogida era muy buena cocinera y que solía preparar un pastel de manzana que resultaba casi pecaminoso. Se habría dado buenos atracones de aquel pastel si no hubiera tenido siempre la terrible sensación de que le quitaban las cosas que le gustaba. Por eso, siempre se había limitado a una única porción y se había obligado a no mostrar entusiasmo alguno. Se acordaba de que Emmeline realizaba muchos pasteles de manzana.
Realizó el trayecto a la casa sin dificultad. Cuando aparcó el coche, sintió una fuerte opresión en el pecho hasta que sintió que estaba a punto de asfixiarse. Era como si se viera atrapado en el tiempo y hubiera vuelto veinte años atrás para encontrar que nada había cambiado. La casa, a pesar de estar más vieja, seguía estando pintada de blanco y el jardín tan primoroso como siempre. Emmeline, que estaba esperándolos en el porche, seguía siendo alta y delgada y, como entonces, tenía un gesto severo en el rostro.
Saxon abrió la puerta del coche y salió. Sin esperar a que él le abriera la puerta, Anna hizo lo mismo pero no realizó ademán alguno de acercarse a él.
De repente, Saxon sintió que no podía moverse. Miró a la mujer que no había visto hacía veinte años. Era la única madre que había conocido. Le dolía el pecho y casi no podía respirar. Jamás se había imaginado que pudiera ser así, pero, de repente, se sintió de nuevo como si tuviera doce años y llegara a aquella casa por primera vez con la esperanza de que fuera mejor que las anteriores, aunque en realidad esperaba más de lo mismo. Emmeline lo había estado esperando también en el porche y, cuando Saxon miró su severo rostro, sintió sólo rechazo y miedo. Temió mojarse los pantalones, pero no lo hizo. Decidió que lo mejor era encerrarse en sí mismo, protegerse del único modo que conocía.
Emmeline bajó los escalones. No llevaba puesto un delantal, sino que se había puesto uno de sus vestidos de los domingos. Por costumbre, se estaba limpiando las manos en la falda. Se detuvo y observó al poderoso y alto hombre que acababa de descender del vehículo y que la estaba observando desde la acera. Se había convertido en un hombre muy guapo, algo que ella siempre había sospechado. Sin embargo, la expresión que tenía en los hermosos ojos verdes era la misma que hacía veinticinco años, cuando la asistente social lo llevó a aquella casa, asustado y desesperado. Emmeline sabía que, como entonces, no se acercaría más a la casa, pero en esta ocasión no contaba con la ayuda de la asistente social para que lo llevara hasta el porche.
Lentamente, el rostro de la anciana esbozó una sonrisa. Entonces, Emmeline bajó los escalones para recibir a su hijo, con la boca temblorosa, las lágrimas cayéndole por las mejillas y los brazos extendidos. No dejó nunca de sonreír.
Saxon sintió que algo se rompía en su interior y él también se rompió. No había llorado desde que era un niño, pero Emmeline había sido su única ancla hasta que conoció a Anna. Con dos largos pasos se encontró con ella en medio de la acera y la estrechó entre sus brazos. Entonces, Saxon Malone empezó a llorar. Emmeline lo abrazó y lo estrechó contra su cuerpo todo lo que pudo mientras no dejaba de susurrar:
– Mi niño… mi niño…
En medio de la escena, Saxon se volvió hacia Anna y extendió la mano. Ella echó a correr y se lanzó a sus brazos. Saxon estrechó contra su cuerpo a las dos mujeres a las que amaba.
Era doce de mayo. Día de la Madre.
Epílogo
Anna se despertó lentamente de lo que parecía el sueño más profundo que había tenido en toda su vida y abrió los ojos. Lo primero que vio le impidió moverse durante mucho tiempo. Se limitó a gozar con la dulzura de aquella imagen. Saxon estaba sentado al lado de la cama de hospital a su lado, al igual que lo había estado a lo largo de todo el parto. Anna había visto su hermoso rostro lleno de dolor y preocupación por ella y luego reflejando la más infinita alegría cuando ella dio por fin a luz.
En aquellos momentos, tenía a su hijo dormido en brazos. Toda su atención se centraba en la pequeña criatura. Con infinito cuidado, examinaba las pequeñas manos y las minúsculas uñitas. Al ver que el niño le agarraba el dedo con los deditos con sorprendente fuerza, contuvo el aliento. Dibujó con un dedo las cejas casi invisibles y acarició la suave mejilla y la boquita. Su hijo cabía perfectamente en sus enormes manos, aunque había pesado al nacer más de tres kilos y medio.
Anna se puso de costado y sonrió a Saxon cuando él centró su atención en ella.
– ¿No te parece guapísimo? -susurró la feliz madre.
– Es lo más perfecto que he visto en toda mi vida -respondió, lleno de asombro y admiración-. Emmeline ha ido a la cafetería para comer algo. Prácticamente tuve que pelearme con ella para quitarle al bebé de los brazos.
– Bueno, es su único nieto. Por el momento.
Saxon la miró con incredulidad al recordar lo dificultoso que había sido el parto, pero luego centró su atención en el bebé que tenía entre sus brazos y comprendió que Anna considerara que sus sufrimientos habían merecido la pena. Entonces, sonrió a su esposa.