Un gesto de asombro recorrió el rostro de Saxon y lo hizo palidecer aún más. Movió los labios, pero no emitió sonido alguno.
– Pensaba marcharme porque pensaba que eso sería lo que tú querrías -añadió, sin vacilar-. Desde el principio, me has dejado muy claro que no quieres ataduras, por lo que no esperaba nada más. Aunque tú quisieras proseguir con nuestro… acuerdo, yo no creo que sea posible. No puedo ser madre y seguir siendo tu amante incondicional. Los bebés tienen sus propias prioridades. Por lo tanto, bajo las presentes circunstancias, es mejor que me marche, pero eso no significa que yo vaya a dejar de amarte.
Saxon sacudió la cabeza, bien por incredulidad o por negación. Entonces, fue a sentarse en la cama y, desde allí, miró sin ver las maletas abiertas.
Anna no pudo evitar sentirse preocupada. La reacción que había esperado era de ira o de frialdad, pero Saxon parecía estar verdaderamente sorprendido, como si algo terrible terminara de suceder. Anna se acercó hasta la cama para sentarse a su lado y lo observó como si estuviera tratando de interpretar todos y cada uno de los matices de la expresión de su rostro. Saxon resultaba difícil de comprender cuando estaba relajado. En aquellos momentos, su rostro era como de mármol.
– Jamás me imaginé que te comportarías de este modo -dijo ella-. Creía… creía que simplemente no te importaría.
Él levantó la cabeza y le dedicó una mirada tan cortante como el filo de una espada.
– ¿Acaso pensaste que yo simplemente te dejaría marchar y que no volvería a pensar nunca más en ti o en el bebé? -la acusó con dureza.
Anna no se arredró.
– Sí, eso fue exactamente lo que pensé. ¿Qué otra cosa podía esperar? Jamás me habías indicado que yo fuera algo más que un instrumento para dar escape a tus impulsos sexuales.
Saxon sintió un profundo dolor en el corazón. Tuvo que apartar la mirada. Anna creía que sólo era un instrumento, cuando él medía su vida por el tiempo que pasaba al lado de ella. Debía admitir que jamás se lo había confesado, por lo que, en parte, ella tenía razón. Saxon se había tomado todas las molestias posibles para evitar que ella se enterara de nada. ¿Era ésa la razón de que estuviera perdiéndola? Se sentía como si lo hubieran hecho pedazos, pero el dolor resultaba demasiado insoportable para saber qué era lo que más le dolía, si saber que estaba perdiendo a Anna o que había engendrado un hijo que también iba a perder para siempre.
– ¿Tienes algún sitio al que ir? -murmuró.
Anna suspiró suavemente. Con aquel gesto, se le escapó el último hálito de su esperanza.
– No, en realidad, no, pero no importa. He estado mirando por ahí, pero no me he querido comprometer con nadie hasta que hubiera hablado contigo. Me marcharé a un hotel. No creo que tarde mucho tiempo en encontrar otro apartamento y, además, tú te has asegurado de que yo no tenga problemas económicos. Muchas gracias. Y gracias también por mi hijo.
Anna consiguió esbozar una débil sonrisa, pero, como Saxon había dejado de mirarla, no la vio. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas. El cansancio se reflejaba claramente en su rostro.
– No tienes por qué marcharte a un hotel -musitó-. Puedes seguir aquí hasta que encuentres otro sitio. No hay razón para mudarse dos veces. Además, tenemos muchos asuntos legales de los que ocuparnos.
– No, no tenemos nada de lo que ocuparnos -replicó ella-. Nada. Tú te has asegurado de proporcionarme seguridad económica, por lo que tengo medios más que suficientes para ocuparme de mi hijo. Te aseguro que no voy a intentar sangrarte.
– ¿Y si yo deseo ocuparme de ese niño? También es hijo mío. ¿O acaso habías pensado no enseñármelo nunca?
Anna estaba francamente asombrada.
– ¿Quieres decir que te gustaría conocerlo?
Aquello era algo que jamás había esperado. Lo único que había esperado era un frío y definitivo final de su relación.
La sorpresa volvió a reflejarse en el rostro de Saxon, como si acabara de darse cuenta de lo que acababa de decir. Tragó saliva y se levantó. Entonces, comenzó a caminar de arriba abajo por la habitación, como si fuera un animal enjaulado. Al verlo así, Anna sintió pena de él.
– Olvídate de lo que he dicho…
En vez de tranquilizarlo, estas palabras parecieron irritar a Saxon aún más. Se mesó el cabello con las manos y entonces, se dirigió directamente hacia la puerta.
– No puedo… Tengo que pensar en todo eso… Quédate el tiempo que necesites.
Se marchó antes de que ella pudiera impedírselo, antes de que se diera cuenta que él se iba a marchar. La puerta se cerró de un portazo. Sin levantarse de la cama, Anna observó la estancia vacía y recordó la mirada perdida que había visto en los ojos de Saxon. Admitió que estaba mucho más afectado de lo que jamás hubiera pensado en un principio, pero no sabía por qué. Saxon se había cuidado tanto de no hablarle de su pasado que no sabía absolutamente nada de su infancia, ni siquiera quiénes eran sus padres. Si tenía familia, Anna lo desconocía. No obstante, no era de extrañar. Él seguía teniendo su propio apartamento y todo su correo iba allí. Tampoco creía que, en el caso de tener parientes, les hubiera hablado de ella y les hubiera dado su dirección por si no lo localizaban en su casa.
Miró a su alrededor y observó el apartamento al que había considerado su casa durante los últimos dos años. No sabía si podía quedarse allí mientras buscaba otro sitio donde vivir, a pesar de la generosa oferta que Saxon le había hecho. Le había dicho la pura verdad cuando le confesó que no podría vivir allí sin él. El apartamento estaba impregnado de su presencia, de recuerdos que tardarían mucho tiempo en borrarse. Su hijo había sido concebido en la misma cama sobre la que estaba sentada. Sonrió. Tal vez no. Saxon jamás había sentido la necesidad de limitar sus relaciones íntimas a la cama. Suponía que era igual de posible que hubiera ocurrido en la ducha, en el sofá o incluso sobre la encimera de la cocina, sobre la que habían hecho el amor una fría tarde. Saxon llegó mientras ella estaba preparando la cena y no sintió deseos de esperar a llevarla al dormitorio.
Los días de pasión desbordada habían terminado, tal y como había imaginado. Y aunque Saxon no hubiera reaccionado tal y como ella había imaginado, el resultado era el mismo.
Saxon echó a andar. Lo hacía automáticamente, sin preocuparse de adonde se dirigía. Aún se sentía aturdido por los golpes a los que Anna le había sometido y le resultaba imposible ordenar sus pensamientos o controlar sus sentimientos. Llevaba tanto tiempo controlando todos los aspectos de su vida, cerrándole la puerta a acontecimientos ocurridos años atrás, que había creído que el monstruo estaba domado, que el horror y las pesadillas habían muerto para siempre. Desgraciadamente, lo único que había hecho falta para destruir aquella frágil y engañosa paz había sido saber que Anna estaba embarazada y que tenía intención de dejarlo.
Sentía deseos de levantar los puños al cielo y maldecir al destino por hacerle pasar por algo así. Se habría arrodillado sobre la acera para aullar como un animal enloquecido si hubiera sabido que esto ayudaría a aliviar sólo una pequeña parte de la agonía que le atenazaba el pecho. Sabía que no sería así. Sólo podría encontrar alivio en un sitio: en los brazos de Anna.
Ni siquiera podía empezar a pensar en el futuro. No lo tenía. Ni siquiera podía empezar a pensar en los días interminables que lo esperaban. No podía enfrentarse ni siquiera a uno solo, cuando menos a una eterna sucesión de días. ¿Un día sin Anna? ¿Por qué molestarse siquiera?
Jamás podría decirle lo mucho que ella significaba para él. Casi no podía tolerar admitirlo ante sí mismo. El amor, en su experiencia, era sólo una invitación a la traición y al rechazo. Si se permitía amar, se convertía en un ser vulnerable a la destrucción de la mente y del alma. Nadie lo había amado nunca. Era una lección que había aprendido desde que tenía uso de razón y la había aprendido muy bien. Su propia supervivencia se había basado en la dura coraza de la indiferencia con la que se había protegido hasta entonces, formando capa tras capa de una armadura impenetrable.