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No había vivido, sino meramente existido, dejando pasar un día tras otro, un mes tras el siguiente. Morgan tenía razón.

¿Podía culpar a Jarrod? No, ella era la única culpable. Sólo ella era responsable de haber puesto su felicidad en manos de Jarrod y cuando él había optado por tener una vida propia, ella se había dejado hundir sin ofrecer resistencia. Comía, dormía, respiraba. Pero no vivía.

Eso tampoco significaba que pudiera perdonar a Jarrod lo que hizo. El dolor era demasiado profundo. Suspiró con desesperanza y de pronto contuvo el aliento, consciente de que ya no estaba sola.

Se giró bruscamente.

Jarrod estaba apoyado en el marco de la puerta. Llevaba una camisa color albaricoque que acentuaba el color tostado de su piel y unos pantalones color crema. Tenía las manos metidas en los bolsillos y cruzaba las piernas con aire casual.

Pero Georgia, que lo conocía bien, supo de inmediato que no estaba relajado. Un nervio le latía en la sien y sus ojos brillaban como zafiros. Georgia adivinó que apretaba las manos con fuerza.

– ¿Estás bien? -su voz la sobresaltó.

Georgia intento recuperar el dominio de sí misma.

– ¿Por qué?

– Has dejado el escenario precipitadamente.

Georgia se encogió de hombros.

– Los focos me estaban dando calor y necesitaba tomar un descanso.

Jarrod arqueó una ceja con escepticismo. Georgia añadió:

– Cantar es muy agotador.

– Especialmente cuando se pone tanto sentimiento -dijo él.

Georgia se quedó mirándolo sin saber qué contestar.

– Sea lo que sea lo que te pagan, no es bastante -Jarrod se separó de la puerta y miró en torno.

– La verdad es que me pagan bastante bien -dijo Georgia, rápidamente-. Una buena cantidad para contribuir al pago de mi coche.

Jarrod la observó con ojos turbios.

– ¿Recuerdas lo que te dije sobre un tiovivo y la dificultad de bajarse de él? Así es como se empieza.

– Como tú bien sabes por experiencia -dijo, Georgia, sarcástica.

Jarrod se sacó las manos de los bolsillos y las puso en jarras.

– Se ve que tienes buena memoria -replicó a su vez, en tono irritado.

– No creo que sea asunto tuyo -respondió Georgia, airada.

– Puede que no, pero alguien tiene que decirte que no puedes seguir así.

– ¿Y ésa es tu opinión después de dos actuaciones? -dijo Georgia, sarcástica.

– Sólo me preocupa que Lockie intente convencerte de que continúes con ellos. No vas a poder seguir su ritmo, Georgia. Dos noches a la semana añadidas a tu trabajo en la librería y a tus horas de estudio agotarían a cualquiera -Jarrod alzó las manos y las dejó caer-. ¿Y para qué? Es demasiado.

– No estoy más que ayudando a Jarrod -dijo Georgia, desafiante-. Mandy vuelve la semana que viene.

Jarrod masculló algo incomprensible y dio un paso adelante.

– ¿Y esa Mandy canta tan bien como tú?

– Mejor.

– Me cuesta creerlo. Escucha, Georgia, Lockie… -Jarrod sacudió la cabeza-. Ya hemos hablado de esto. Me preocupa tu salud. Mírate en el espejo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que tienes ojeras y has adelgazado.

Georgia apretó los labios. Había perdido siete kilos en cuatro años. O mejor, en un mes, cuatro años atrás.

– Pensaba que estaba de moda estar delgada. De todas formas, no puedes decirme nada, tú también has adelgazado.

– No estamos hablando de mí y sabes perfectamente a lo que me refiero, Georgia. No enfermes por culpa del grupo.

¡Enfermar! Georgia hubiera querido gritarle que el problema no era su salud, sino su corazón.

Le dirigió una mirada furibunda pero la preocupación que vio en los ojos de Jarrod la desarmó.

– ¿Enferma? Estoy más sana que un toro.

Jarrod dejó escapar una carcajada.

– Es posible, pero al acabar la canción has estado a punto de desmayarte.

– Eso ha sido por el tipo de canción que era -dijo ella, con picardía.

– Tengo que reconocer que es muy sensual -dijo él, secamente.

Georgia sonrió sin que sus ojos lo hicieran.

– Eso dicen los chicos y Lockie -dijo, con descaro.

– Sin embargo…, no te pega.

– ¿Tú crees? No es eso lo que he oído -dijo Georgia, provocativa-. Puedo pensar en unos cuantos hombres que me consideran sexy -mintió. Para ella sólo había habido un hombre.

– En cualquier caso, comprendo por qué Lockie la ha elegido como la canción estrella del disco -Jarrod hizo una pausa-. Es magnífica.

– Gracias -Georgia levantó la barbilla.

Jarrod seguía mirándola escrutadoramente, y Georgia sintió el impulso de decir algo que lo desconcertara, que le hiciera recordar…

– La escribí hace cuatro años -dijo, en tono seco.

Jarrod se tensó y Georgia sostuvo su mirada, decidida a paladear su venganza.

– De hecho, la escribí la primera noche que hicimos el amor -continuó-. Así que si tiene el éxito que Lockie predice, parte del mérito será tuyo.

El corazón de Georgia latía desbocado y a una parte de ella le espantaron las palabras que se oyó decir. Se volvió para tomar un cepillo de pelo y comenzó a cepillarse aunque no lo necesitaba.

Sus ojos viajaron hacia el espejo y el reflejo de Jarrod la hizo detenerse bruscamente.

– ¿De verdad? -dijo él, en tono casual.

Su indiferencia confirmó a Georgia que había imaginado el punzante dolor que había creído adivinar por un instante en su mirada.

– Lo cierto es que conseguiste que fuera inolvidable -dijo ella, con la misma indiferencia-. Y tengo que darte el mérito que te mereces.

Las mejillas de Jarrod se colorearon, y Georgia, decidida a aprovechar su ventaja, añadió:

– Lo recuerdo perfectamente. ¿No dicen que una mujer nunca olvida a su primer amante? Pero tengo entendido que para un hombre es distinto. Y con la cantidad de mujeres que habrás tenido, supongo que tú lo habrás olvidado -dijo Georgia, asombrándose de la calma que aparentaba.

– Claro que lo recuerdo -dijo él, en un hilo de voz.

– ¿De verdad? Me sorprendes -dijo ella, en tono alegre-. ¿Se supone que debo sentirme halagada?

Jarrod levantó una mano.

– Ya basta, Georgia, ¿no te parece?

– ¿Acaso no somos adultos, Jarrod? Disfrutamos el uno del otro. ¿Hay algo más natural?

– No fue así.

– ¿Así, cómo?

– Como estás insinuando.

– Entonces, ¿cómo fue?

– De acuerdo, Georgia. No necesito que me hagas pasar por esto.

Georgia intentó morderse la lengua, pero no pudo.

– ¿Por qué no? -continuó provocándolo.

– Porque no.

– No te sentirás avergonzado de haber retozado en el heno, ¿verdad?

Jarrod se metió las manos en los bolsillos.

– Haces que suene sórdido y barato -dijo Jarrod, en un tono de voz que Georgia creyó significativo aunque no quiso pararse a analizarlo.

– Puede que sea una mujer fácil, pero te aseguro que no soy barata -se le escapó.

– ¿Por qué no dejamos el tema?

– Veo que sí que sientes vergüenza -Georgia dejó escapar una risa falsa y los latidos de su corazón se aceleraron. Jarrod le dio la espalda, y su ira se intensificó-. ¿O es otra cosa?

Jarrod se detuvo para volverse lentamente.

– ¿No será que te sientes culpable?

Georgia supo de inmediato que había ido demasiado lejos e, instintivamente, dio un paso atrás.

– ¿Estás decidida a vengarte, Georgia, es eso de lo que se trata? -preguntó Jarrod con la mirada turbia.

– O puede que no sea más que la verdad -dijo ella, sin la convicción que hubiera deseado.

– ¡Culpable! -repitió él, y una risa amarga brotó de su garganta al tiempo que alargaba las manos y asía a Georgia con tanta fuerza que la hizo daño-. ¿Así que crees que me siento culpable? No tienes ni idea de la realidad.