– Jarrod, me estás haciendo daño -protestó Georgia, forcejeando para soltarse.
Jarrod la sujetó con fuerza.
– Sé lo que intentas hacer, Georgia. Llevas haciéndolo desde que vine, pero te aseguro que no va a funcionar. Si quieres venganza te aseguro que estás vengada. Ya he pagado por lo que hice y no pienso consentir que me insultes.
Sin darse cuenta, sus manos aflojaron la presión y sus dedos descendieron por el brazo de Georgia en una caricia, despertando en ella sensaciones aletargadas. Un sonido escapó de su garganta y Jarrod clavó la mirada en ella.
– ¡Por Dios, Georgia! Deja de provocarme -dijo, con voz ronca.
Inconscientemente, Georgia entreabrió los labios y se los humedeció.
Jarrod siguió sus movimientos como si no pudiera apartarlos del recuerdo del pasado.
Todo el cuerpo de Georgia volvió a la vida, cada sentido reaccionó al sentir a Jarrod tan cerca, el calor que nunca había olvidado la recorrió por dentro. Sin proponérselo, alzó la mano y dibujó el perfil de los labios de Jarrod.
Él se puso rígido y, por un instante, Georgia creyó que sus labios buscaban la palma de su mano para besársela. Pero al momento siguiente, él la apartó de sí de un empujón.
– Déjalo, Georgia, por el bien de los dos. A no ser que quieras pagar las consecuencias -dijo, con un resoplido.
Ella se asió del respaldo de una silla para no perder el equilibrio.
Las palabras de Jarrod la atravesaron y las heridas de su alma volvieron a sangrar. De pronto volvió a ser la muchacha inocente y confiada de diecinueve años.
– Jarrod, por favor… -brotó desde su corazón.
– Georgia -una sombra cruzó el rostro de Jarrod. Se pasó la mano por el cabello en estado de agitación.
– ¿No me deseas, Jarrod? -Georgia creyó que sólo había imaginado las palabras, pero por la forma en que Jarrod la miró, supo que las había dicho en voz alta.
– ¿Desearte? -sus labios se fruncieron en una mueca de dolor-. Claro que te deseo, Georgia. Ésa es la maldición de mi vida -sus músculos temblaban y sus ojos la contemplaron con expresión agónica-. Te desearé cada segundo del resto de mi vida.
Capítulo 10
Después de su torturada declaración, Jarrod salió del camerino y la dejó sola. Georgia se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el espacio que Jarrod había desocupado, y hubiera jurado que su corazón dejaba de latir.
Jarrod había admitido que la deseaba, que todavía la deseaba. Georgia reprimió un gemido. Y ella lo deseaba a él desesperadamente.
Permaneció de pie, agarrotada por el dolor y la angustia. Si no había perdonado a Jarrod, ¿por qué sentía por él lo que sentía?
Súbitamente, le llegó el sonido de la música que tocaban Country Blues y reconoció la introducción a la segunda parte del concierto. Tenía que volver al escenario. Lockie volvería a presentarla y ella debía estar tras el escenario, esperando a que le dieran la entrada.
Y sin saber cómo, allí estaba. Cantó mecánicamente, con naturalidad pero sin sentimiento. Y todo el tiempo, la misma cara la observaba desde la primera fila.
Georgia había asumido que Jarrod se habría marchado. Ni siquiera se había planteado que fuera a quedarse hasta el final. Pero allí estaba, inmóvil, con los ojos fijos en ella.
Por fin todo concluyó. El público se fue y Georgia pudo escapar al camerino, temblorosa, sin poder librarse de la sensación de que Jarrod la seguía.
Se quitó el vestido torpemente y se puso unos vaqueros y una blusa. Después, se desmaquilló y se dio un color claro en los labios.
Sin el colorete, parecía pálida y demacrada. Se encontraba mal y ansiaba irse a la cama.
Temía que Lockie la hiciera esperar. Le dolía la cabeza y el estómago.
Cuando salió del camerino, encontró sólo a Lockie y a Andy. Evan y Ken se habían marchado y Jarrod no estaba a la vista.
– ¡Por fin, Georgia! -exclamó Lockie, haciéndole una señal para que se aproximara-. Te estábamos esperando. Si queremos llegar a la fiesta tenemos que irnos ya.
Georgia miró a su hermano desconsolada.
– ¿Qué fiesta? -preguntó.
– Hemos coincidido con un grupo de amigos y nos han invitado a que los acompañemos -explicó Lockie.
– La noche es joven, Georgia -dijo Andy, con una amplia sonrisa-. O debería decir, la madrugada.
– No pienso ir a ninguna fiesta. Estoy exhausta -Georgia miró a su hermano con expresión enfadada-. Tendré que tomar un taxi.
– ¿Querrá venir Jarrod? -Lockie miró alrededor-. ¿Dónde está?
– Hablando del rey de Roma… -masculló Andy, y al volverse, Georgia vio la alta figura de Jarrod aproximarse a ellos.
– ¿Estáis listos para marcharos? -dijo él, sin detener la mirada en Georgia.
Georgia tenía un zumbido en los oídos. Creía estar viviendo una pesadilla. El silencio se prolongó hasta hacerse insoportable. ¿Estaría Jarrod esperando a que…?
– ¿Y tú, Jarrod, vienes a la fiesta? -preguntó Lockie.
Jarrod sacudió la cabeza.
– ¿A esta hora? No creo.
– Estás volviéndote viejo, amigo -bromeó Andy-. Sabemos de buena fuente que va a ver un montón de chicas guapas y tengo entendido que tú estás libre, ¿no es cierto?
– Supongo que sí -dijo, pausadamente-, pero esta noche voy a tener que dejar pasar la oportunidad.
– Entonces puedes llevar a Georgia a casa -dijo Lockie.
– ¡Ah! -exclamó Andy, llevándose el dedo a la frente con un ademán exagerado, como si hubiera tenido una idea-. Ahora comprendo.
– No me cabe la menor duda -dijo Jarrod, cortante.
Georgia seguía mirándolo inmóvil. Jarrod forzó una sonrisa y, tomándola del brazo, la condujo hacia la puerta.
– Hasta luego -se despidió de los chicos-. Que lo paséis bien.
– Lo siento -Georgia se obligó a hablar. Estaban a mitad de camino de su casa y hasta entonces ninguno de los dos había dicho nada. Georgia había tardado todo ese tiempo en recuperar el dominio de sí misma y por fin se sentía capaz de pedir disculpas por la falta de tacto de Andy-. A Andy le gusta bromear.
– No tiene importancia -dijo Jarrod, sin hacer ningún esfuerzo por mantener una conversación.
Al ver que aceleraba, Georgia supuso que tenía prisa por librarse de ella y, pensando en cómo se había comportado en el camerino, no podía culparlo.
– Siento lo de antes -comenzó a disculparse.
Jarrod frunció el ceño.
– ¿El qué?
– Haberme comportado como lo he hecho en el camerino.
– Olvídalo, Georgia.
Pero Georgia no podía.
– Me he portado abominablemente.
– Escucha, Georgia, por qué no asumimos que los dos nos hemos pasado y lo dejamos.
– Pero…
– Georgia, estoy cansado, y tú también. ¿Por qué no lo olvidamos? Yo ya lo he hecho.
¿Y habría olvidado también lo que había dicho: «Te deseo, Georgia»?
Georgia lo miró y al ver la rigidez con la que sujetaba el volante y la tensión que emanaba de su cuerpo, sospechó que ninguno de los dos podría olvidar con tanta facilidad una escena tan intensa como la que habían protagonizado. Si seguían viéndose, tendrían que hablar de ello en algún momento. La presión que sentía en las sienes se intensificó y cuando vio las luces de su casa se alegró tanto como suponía que él se alegraba.
Dos días más tarde, Georgia recibió una llamada en el trabajo. ¿Quién podía ser? Su familia sabía que no le gustaba que la llamaran a la librería a no ser que se tratara de una emergencia. ¿Qué habría pasado? Georgia tragó saliva.
– Georgia, soy Andy. No te asustes.
– ¿Andy? ¿Qué ocurre?
– Ha ocurrido… Bueno, ha pasado una cosa.
– ¿Qué? ¿Se trata de mi padre? -Georgia asió el auricular con fuerza.