Georgia, de espaldas a él, hizo una pausa y respiró profundamente. Una voz del pasado resonó en sus oídos. La voz profunda del médico de la familia: «Es una jovencita con suerte. No ha sufrido ningún daño, así que no hay ninguna razón por la que no pueda tener hijos cuando llegue el momento».
Andy no pareció darse cuenta de su silencio y continuaron sacando las mantas y los colchones a secar.
– ¡Andy! ¡Georgia! -los llamó Lockie-. ¿Nos podéis ayudar con la madera?
– Se ve que nos necesitan -dijo Andy riendo, al tiempo que pasaba un brazo por los hombros de Georgia para ir al encuentro de los otros dos.
Lockie y Jarrod habían construido una especie de andamio de madera en la parte de atrás al que estaban subidos para clavar los tablones en las ventanas.
– Pásanos uno de esos trozos -dijo Lockie, señalando con el martillo.
– Menos mal que los cristales ya están rotos -susurró Andy a Georgia y ésta, a su pesar, no pudo evitar sonreír.
Pero la sonrisa murió en sus labios cuando vio la frialdad con la que Jarrod mantenía los ojos fijos en la mano que Andy posaba sobre su hombro.
– ¿Nos necesitáis a los dos? -preguntó ella, repentinamente-. Si no, puedo ir a llevar algunas cosas a la lavandería.
– No hace falta -dijo Jarrod-. Las llevaremos a mi casa.
– Pero hay un montón de…
– No importa. La señora Pringle se ocupará de todo -dijo Jarrod.
Georgia lo miró desconcertada.
– ¡No podemos hacer eso! Vuestra ama de llaves ya tiene bastante trabajo. En cambio a mí no me cuesta nada ir en la furgoneta.
Jarrod apretó la mandíbula y se volvió para seguir clavando clavos.
– ¿Me dejas las llaves, Lockie? -preguntó ella a su hermano.
– Siempre tan independiente, Georgia -dijo él, malhumorado.
– No es una cuestión de independencia, Lockie. Simplemente considero que es nuestra responsabilidad, no la de la señora Pringle. ¿Vas a darme las llaves o no?
– No te van a servir de nada. La furgoneta está sin gasolina. Andy iba a ir en bicicleta a por ella cuando comenzó el fuego.
Georgia dirigió una mirada furibunda a su hermano. Estaba a punto de decir algo pero la distrajo el sonido de un coche, seguido de un portazo. Unos segundos más tarde, Morgan dio la vuelta a la esquina de la casa, abriendo los ojos desorbitadamente, se paró en seco.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó, atónita.
– Un incendio -dijo Lockie.
– ¡Es espantoso! -Morgan inspeccionó la parte de atrás en silencio antes de volver junto a ellos y observar las ventanas rotas-. ¿Están los dormitorios destrozados? ¿Y nuestra ropa?
– Mojada -dijo Georgia.
– ¿Y dónde vamos a dormir esta noche? -preguntó Morgan.
– ¡Oh, no! -dijo Georgia abatida-. Ni siquiera lo había pensado. No podemos dormir en nuestros dormitorios.
– Desde luego que no -dijo Morgan, espantada.
– Ya lo hemos organizado -dijo Lockie-. Andy y yo nos instalaremos aquí fuera con una tienda de campaña.
– ¿Y nosotras? -preguntó Morgan-. Si piensas que…
– Vosotras vais a venir a mi casa -les llegó la voz de Jarrod-. Tú… -hizo una leve pausa antes de añadir-, y Georgia.
Capítulo 11
«Vosotras vais a venir a mi casa». Georgia podía sentir todavía el hormigueo en el estómago que le produjo la noticia. Y no había conseguido hacer las cosas de otra manera. Lockie y Jarrod habían ignorado sus protestas. Para empeorar las cosas, Morgan insistió en ir a dormir con unos amigos, así que Georgia era la única que se veía forzada a aceptar la hospitalidad de Jarrod.
No era ella la única en desacuerdo con el arreglo. La tía Isabel no parecía demasiado entusiasmada de tener a su sobrina de inquilina. Y por una vez, Georgia comprendía que le pareciera un inconveniente. Especialmente, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Peter.
Pero Jarrod ignoró los comentarios de su madrastra, aduciendo que las habitaciones de su padre estaban en el ala opuesta de la casa y que Peter ni siquiera se enteraría.
Sin embargo, la enfermera, una mujer animada y charlatana, le contó a Peter lo sucedido y éste insistió en que toda la familia Grayson se instalara en su casa y sólo se tranquilizó al saber que Georgia ya había aceptado la invitación.
Georgia se acostumbró a pasar a verlo cada mañana y al volver del trabajo, y sus visitas parecieron reanimarlo.
La primera mañana, mientras se vestía, Georgia intentó tranquilizarse diciéndose que no tendría que ver a Jarrod demasiado. Él solía marcharse muy temprano por la mañana y por la tarde ella misma se ocuparía de no coincidir. Después de arreglarse e ir a ver a Peter, bajó al comedor tranquilamente. Pero Jarrod estaba allí, leyendo el periódico y tomando café.
– Buenos días.
Georgia, incapaz de articular palabra, saludó con una inclinación de cabeza. Estar a solas con Jarrod en un ambiente tan íntimo era más de lo que podía soportar.
Afortunadamente, el ama de llaves había entrado en la habitación, cortando las imágenes que se arremolinaban en la mente de Georgia, escenas de una vida cotidiana con Jarrod, cada mañana…, y cada noche.
Jarrod posó la mirada en ella cuando le oyó responder a la sirvienta que desayunaría sólo té y una tostada, y chasqueó la lengua con desaprobación. Después, el ama de llaves se había marchado, dejándolos de nuevo a solas.
– Pensaba que ya te habrías ido a la oficina -se aventuró a decir Georgia para romper el denso silencio.
– Hoy no. Te voy a llevar a la librería.
Georgia se quedó con la taza en el aire.
– No te queda de camino.
– No es mucho desvío.
– Unos veinte minutos -dijo ella.
Jarrod la miró fijamente antes de contestar:
– ¿Qué más da?
Georgia fue a protestar, pero algo en la dureza de la expresión de Jarrod la hizo contenerse y seguir desayunando.
Las dos mañanas siguientes transcurrieron de la misma manera. Georgia se tenía que morder la lengua cada vez que Jodie bromeaba sobre su «sexy chófer».
Y esa noche, la primera que trabajaba en el turno de tarde, Jarrod pasó a recogerla, consiguiendo que Georgia rezara para que las reformas de su casa se acabaran lo antes posible. Un silencio los envolvió en el camino.
Cuando llegaron a la casa de Jarrod, todas las luces estaban encendidas y vieron el coche del médico aparcado ante la puerta.
Georgia se inclinó hacia adelante.
– ¡Oh, no! ¡Tu padre, Jarrod! -dijo, angustiada.
Jarrod paró el coche y corrieron hacia la casa. Isabel los recibió en el vestíbulo.
– Tu padre ha sufrido otro ataque -dijo a bocajarro.
– ¿Cuándo?
– Hace unas dos horas.
– ¿Dos horas? -dijo Jarrod, apretando los dientes-. ¿Por qué no me has llamado? Estaba en la oficina.
– No tenía sentido. No podías hacer nada -dijo Isabel, en tono impersonal.
– Al menos podía haber estado aquí -Jarrod fue hacia la puerta.
– El médico está con él, Jarrod. Está en coma. No te reconocerá.
Jarrod salió sin decir nada.
– ¿Está muy grave? -preguntó Georgia, admirada de la calma que mantenía su tía.
Isabel se encogió de hombros.
– Le queda poco tiempo.
– ¡Oh, no! Lo siento, tía Isabel. ¿Puedo ir a verlo?
– Tal y como le he dicho a Jarrod, ni siquiera os reconocerá -dijo ella, con la misma frialdad que había mostrado hasta ese momento, antes de desaparecer.
Georgia se dirigió al dormitorio de su tío.
Peter Maclean murió a la mañana siguiente y su funeral se organizó para el martes. Sin derramar una sola lágrima, Isabel se hizo cargo de toda organización. Georgia creía que acabaría sucumbiendo bajo la presión, pero no fue así.
También Jarrod parecía estar superándolo extremadamente bien y, en el funeral, la iglesia se llenó de amigos y conocidos, procedentes de todo el país. Muchos de ellos se hospedaron en casa de los Maclean e Isabel actúo de anfitriona con la dignidad de una reina viuda.