El padre de Georgia llegó al día siguiente y aprovechó la visita para asesorar los daños causados en su casa y asegurar a sus hijos que volvería en una semana para comenzar las reparaciones.
La mañana siguiente al funeral, el día que Georgia no trabajaba en la librería, encontró a Jarrod en el despacho de su padre, revisando unos papeles. La tía Isabel había ido a comer con unas amigas.
– ¿Necesitas ayuda? -se ofreció titubeante, sin traspasar el umbral de la puerta.
Jarrod sacudió la cabeza. Tenía aspecto cansado.
– No hay que hacer casi nada. Todo está en orden -hizo una mueca-. Peter sabía desde hace tiempo que estaba muy enfermo y dejó todo arreglado -suspiró profundamente y Georgia dio un paso adelante.
– ¿Quieres un café? La señora Pringle acaba de hacer uno.
– Sí, por favor -Jarrod miró el reloj de pared-. No sé cuando he comido por última vez.
– Voy a por él.
Georgia fue a la cocina y además del café, preparó unos sándwiches.
– Aquí tienes -dijo, al volver, dejando la bandeja sobre el escritorio.
Jarrod dio un sorbo.
– Ummh. Lo necesitaba. Gracias -dijo él. Georgia hizo ademán de marcharse-. Georgia.
Ella se detuvo y se volvió hacia él.
– No te vayas -siguió él.
El corazón de Georgia se puso a latir desacompasadamente al percibir el tono cálido de la voz de Jarrod. ¿Estaría soñándolo?
– Quédate a charlar -indicó una silla delante del escritorio y Georgia se sentó, mientras él acababa el café y los sándwiches.
Georgia no podía dejar de retorcerse las manos. «Charlar». ¿De qué? Jarrod debía saber lo difícil que le resultaba hablar con él de cualquier cosa. ¿Qué tema podían elegir? ¿El tiempo?
«Pareces cansado. Deja que te mime…». ¿Es que estaba loca?
– Gracias, Georgia -dijo él, rompiendo el silencio-, por esto y por tu ayuda durante los últimos días.
Georgia se encogió de hombros.
– No he hecho nada.
– Claro que sí. A mi padre… -Jarrod hizo una pausa-…, le hubiera gustado saber que estabas junto a él.
Georgia se removió en su silla.
– La ceremonia ha sido muy hermosa, ¿no te parece? El tío Peter hubiera estado encantado.
– Sí -asintió Jarrod, inexpresivo-. Sabes, creo que todavía no soy consciente de que se ha ido. Ni siquiera estando preparado para su muerte como lo estaba. No puedo creerlo. Era tan… -buscó la palabra adecuada-. Tenía una personalidad tan fuerte… -Jarrod fue hacia la ventana.
– Mi padre siempre ha dicho que el accidente que sufrió el tío Peter hace años hubiera dejado a cualquier otro en silla de ruedas, pero que él consiguió andar gracias a su fuerza de voluntad -dijo Georgia, dulcemente-. Papá me contó que lo aplastó una grúa. Debió ser espantoso.
– Sí, tenía una fuerza de voluntad inigualable. Todo el mundo le admiraba por ello y sin embargo… -Jarrod calló bruscamente.
Le daba la espalda a Georgia y ésta lo miró expectante, deslizando sus ojos por su cuerpo. Era muy parecido a su padre: el mismo color de pelo, la misma constitución, la misma fuerza…
– ¿Y sin embargo? -preguntó ella.
– Al principio lo odiaba.
Georgia contuvo la respiración. Jarrod se volvió y, cruzándose de brazos, se apoyó en el alféizar de la ventana.
– Pero, ¿por qué? -preguntó ella.
– Porque me demostró… -Jarrod sacudió la cabeza con vehemencia-. No, eso no es cierto. Porque su aparición en mi vida hizo que averiguara la verdad respecto a mi madre.
Se pasó una mano por el cabello y Georgia recordó lo poco que le gustaba a Jarrod hablar de su vida anterior a conocer a su padre.
– Al final lo superé. Todo esto – abarcó la habitación con la mirada-, era muy distinto del pequeño apartamento en el que estaba acostumbrado a vivir.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó Georgia, con dulzura.
– Lo normal. Peter y mi madre tuvieron una aventura y yo fui la consecuencia. No sé por qué, pero mi madre no quiso decirle que estaba embarazada y aunque Peter decía que de haberlo sabido se habría casado con ella, lo cierto es que nunca lo sabremos. A mi madre nunca le faltó compañía. Algunos de sus «amigos» me trataron muy bien.
Se separó de la ventana y dio varios pasos con gesto de ansiedad.
– Cuando mi madre descubrió que tenía cáncer decidió hablarme de Peter. La noticia me hizo enloquecer. Yo siempre había creído que mi padre estaba muerto y me negué a conocer al hombre que mi madre señalaba como mi padre. Ella murió antes de que hubiéramos resuelto el problema y yo ya no tuve opción. Un policía llamó a Peter y él vino a recogerme.
– ¡Oh, Jarrod! ¡No sabes cuánto lo siento! -a Georgia se le había encogido el corazón. No recordaba los primeros años de Jarrod con el tío Peter porque ella era muy pequeña, pero Lockie y él se habían hecho amigos.
Más tarde, durante la adolescencia, Jarrod había pasado la mayoría del tiempo fuera, estudiando o trabajando para su padre. Sólo años después, cuando regresó para quedarse, él y Georgia se habían enamorado.
O al menos eso creyó Georgia.
– Supongo que al principio fui bastante insoportable -continuó Jarrod-. Me sentía resentido hacia Peter. Para mí, la muerte de mi madre y la aparición de Peter eran una misma cosa. Cuanto más cariñoso era él conmigo, más le odiaba yo. Curiosamente, al principio me llevé mejor con Isabel. Debió ser muy duro para ella que le impusieran la presencia de un adolescente malhumorado, y su indiferencia me era más soportable.
Georgia tragó saliva. ¿Cuándo había cambiado ese sentimiento? Hubiera querido preguntarlo, pero calló. ¿Cuándo se transformó la indiferencia en atracción?
Jarrod sonrió con tristeza.
– Supongo que Peter acabó ganándome gracias a su perseverancia y consiguió que lo respetara hasta que… -su rostro se ensombreció -. Pero da lo mismo -concluyó, distraídamente, al tiempo que se sentaba.
– ¿Tienes más familia? -preguntó Georgia.
– Que yo sepa, no. Mi madre nunca me habló de nadie -Jarrod movió unos papeles y sacudió la cabeza-. Hay que ver los líos en los que nos metemos los seres humanos -dijo, emocionado.
Georgia no podía estar más de acuerdo. Su propia vida era un ejemplo perfecto de caos emocional.
Jarrod se apoyó en el respaldo y miró a Georgia con expresión torturada, antes de bajar la vista.
– Tengo que irme pronto, Georgia.
Ella parpadeó, sin llegar a comprender, hasta que se sintió atravesada por una punzada de dolor. ¿No habían vivido ya antes esa escena? Y ella le dijo que no quería volver a verlo. Sí, sus vidas parecían dominadas por continuas repeticiones. Y por la intensificación de un sufrimiento que nunca llegaba a desaparecer.
– ¿Cuándo te marchas? -se oyó preguntar.
– La próxima semana. Vuelvo a Estados Unidos.
– ¿Y la compañía?
– ¿Maclean? Puede funcionar sin mí. La dirigiré desde allí.
Georgia tenía que irse o se desmayaría. No quería volver a humillarse ante Jarrod. Tenía demasiado orgullo. Pero no pudo contenerse.
– La última vez que te fuiste nos dijimos cosas espantosas -dijo, pausadamente. Jarrod se puso alerta-. Pero supongo… -hizo una pausa-… que éramos muy jóvenes.
Jarrod bajó la vista.
– Las circunstancias eran otras -dijo él, inexpresivo.
– Es cierto -Georgia tomó aire-. ¿La tía Isabel también se va?
– No tengo ni idea. Puede que se instale en Gold Coast.
– Comprendo -así que Isabel no se marchaba con Jarrod.
– Nunca hubo nada entre nosotros -dijo él, quedamente-. En eso te dije la verdad. Escucha, Georgia -sacudió la cabeza-, sé que en aquella ocasión pensaste que fui cruel, pero te aseguro que hice lo mejor para los dos.
– ¿Tú crees? -Georgia sonrió con amargura-. ¿Lo mejor para quién? -suspiró-. Puede que tengas razón: es mejor cortar por lo sano que prolongar la agonía.