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– ¿Eh?

Le apartó los rizos de la mejilla y le limpió las lágrimas con el dedo pulgar.

– Estamos en Francia, ¿entiendes? -le dijo, como si aquello fuera suficiente razón.

– Ya entiendo. Entonces será mejor si te beso, ¿no?

Como respuesta le acarició la mejilla.

– Je suis desolé, chérie… -murmuró suavemente, para que lo oyera todo el mundo.

– No lo sientas, Brodie -le dijo ella-; soy yo la que debería disculparme. Te prometí que me iba a portar bien…

– Lo hiciste pero… supuse que lo habrías hecho cruzando los dedos -le dijo, mirándola a los ojos.

_Una chica debe tomar cualquier oportunidad que se le presente -dijo, intentando justificarse-. Deberías haber cerrado la puerta del baño con llave.

– Pensé que la había cerrado, pero es obvio que la cerradura no funciona. Bueno, aquí viene el broche de oro, cariño, y más vale que sea convincente porque tú no estás asegurada para conducir este coche y, si este tipo se pone chulo, el dinero de tu padre no te va a librar de tener que presentarte ante el juez.

Ella se le acercó lentamente y poniéndose de puntillas le echó los brazos al cuello, lo miró a los ojos oscuros como la noche, cerró los suyos y juntó sus labios a los de él. A su alrededor la gente suspiró aliviada, pero Emmy no se enteró. Tenía sus cinco sentidos concentrados en Brodie, en su piel cálida, en el aroma de su cuerpo y en el sabor de su boca.

Él no hizo intención de besarla más profundamente, pues se acababa de lavar los dientes y no le había dado tiempo a enjuagarse la pasta de la boca. Pero Emmy deseaba ir más allá, por ella misma y por los presentes. Además, él le había dicho que tenía que parecer convincente y, por una vez, obedecerlo iba a resultar un placer.

Entreabrió ligeramente los labios, invitándolo a participar, y le metió la punta de la lengua en la boca, provocándolo. Por un instante él no reaccionó, como transpuesto, pero después, sin avisarla, Brodie tomó las riendas, lanzándose a buscar su boca desesperadamente, dándole la bienvenida a la invitación con tal intensidad que el deseo que ella había estado intentando reprimir desde que lo vio desde la cañería en Honeybourne Park, la inundó de arriba abajo.

Era una locura, pero una locura llena de gozo y felicidad. Y ya que había sido idea de Brodie, decidió que por un breve momento podía dar rienda suelta a sus deseos, olvidar cualquier preocupación sobre si traicionaba o no sus sentimientos.

Al poco rato, se dio cuenta de que la gente empezaba a aplaudir al tiempo que el beso se prolongaba y luego todos suspiraron al unísono cuando Brodie separó lentamente sus labios de los de ella.

Emerald abrió los ojos, temerosa de lo que pudiera ver reflejado en los de él, pero él simplemente la miraba con rostro inexpresivo.

Luego se volvió y le dijo algo a Monsieur Girard antes de tomarla en brazos y llevarla hasta el hotel entre los vítores del pequeño grupo.

Una vez dentro, la dejó en el suelo y la miró como si no supiera qué hacer con ella.

Emmy, de pronto dándose cuenta de que su amabilidad podría esfumarse en cuestión de segundos, dijo apresuradamente:

– ¿Y qué va a pasar con el coche?

– Girard se ocupará de él y hablará del arreglo con el otro conductor -la miró exasperado-. Estás gastando mucho dinero, Emmy; espero que estés convencida de que tu pintor lo merece -no esperó una respuesta sino que se volvió y se dirigió a las escaleras; ella intentó seguirlo pero él se volvió bruscamente-. Quédate aquí, Emmy.

– ¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?

– Nada -dijo, apretando la mandíbula-. No haré nada si te quedas aquí y te comportas como es debido mientras subo a vestirme. Dentro de diez minutos bajo y luego iremos a buscar un sitio donde comer.

– Pero…

– No discutas conmigo, simplemente haz lo que te pido por una vez porque la próxima vez que intentes hacer una proeza de este tipo te aseguro que no vas a salir tan bien parada.

Emerald tenía razón; la preocupación se había esfumado al terminar el beso, pero al menos había disfrutado de ello. Sin embargo, no pensaba dejar que se diera cuenta.

– ¿Qué vas a hacer, Brodie? -dijo mirándolo con furia, como si se hubiera olvidado lo mucho que lo había sentido por darle tantos problemas-. ¿Darme un azote en el culo?

– Algo parecido -dijo secamente.

¿Qué demonios querría decir con eso? Entonces se dio cuenta y empezó a temblar un poco; al decir proeza no se había referido a la escapada, o a lo que le había hecho al coche, sino a la forma de besarlo.

Entonces se puso tan colorada que pensó que le saldrían llamas por la piel.

Brodie volvió en algo menos de diez minutos vestido con unos chinos y una camisa polo en color azul gris, que hacía que sus ojos parecieran del mismo color. Si se hubiera tratado de un hombre más pagado de sí mismo, Emmy habría sospechado que lo hacía adrede. En el caso de Brodie, tenía la terrible sospecha de que el conjunto que se había puesto lo había elegido alguna mujer, muy elegante y sofisticada que nunca le daba problemas y a cuyos besos respondía con más entusiasmo.

– Todavía estás aquí -dijo al llegar abajo.

– No tenía otra alternativa -movió los dedos de los pies descalzos-. Me he dejado los zapatos y el bolso en el coche y tu obediente hotelero los ha escondido en vez de dármelos.

– ¿Y has permitido que una nimiedad de ese calibre te detuviera? -la miró divertido-. No deberías permitir que estos pequeños contratiempos te hagan olvidar tu empeño, Emmy.

– No lo haré -prometió-. Pero ni todo el empeño del mundo me llevaría más allá del final de la calle sin zapatos.

Le pidió sus posesiones a la chica de la recepción y se las pasó a Emmy.

– No tenías más que pedirlas.

– ¿De verdad pretendes que me lo crea? -dijo muy sorprendida.

– Podrías haberlo intentado; ahora nunca sabrás si hubieras podido escapar o no.

– No creo que hubiera podido, además, tengo hambre -respondió irritada.

Brodie sonrió.

– Si quieres comer, me temo que tendrás que devolverme los mil francos que me quitaste de la cartera.

Abrió el bolso y le dio el dinero. -Sólo lo tomé como préstamo.

– ¿Estás lista?

Emerald asintió mientras terminaba de ponerse las sandalias.

– ¿Segura? Te veo un poco pálida.

– Estoy bien, no exageres.

– No estoy exagerando. Si te has dado un golpe en el coche, no me gustaría que te desmayaras.

«¡Le importo!», pensó muy contenta. Pero enseguida se desinfló al oírle decir:

– Si ocurriera algo así, no sabría cómo explicárselo a tu padre.

Como no era capaz de estar enfadada con él más de dos minutos, decidió tomárselo a broma.

– Venga, Brodie -dijo, agarrándole del brazo-. Vamos a echar un vistazo a esa puesta de sol que me has prometido; y te lo aviso, más vale que sea bonita.

La puesta de sol fue breve pero espectacular; enmarcó la ciudad y el puerto con su bosque de bamboleantes mástiles en un brillante fondo de rojos, rosas y morados.

– Bueno -dijo Brodie mientras se sentaban a la mesa del restaurante-, ¿te ha gustado la puesta de sol?

– No ha estado mal -contestó-. Demasiado espectacular para mi gusto; prefiero las de color plata y rosa, con nubes diminutas, como esponjas.

– Me temo que hay escasez de nubes en esta parte del mundo en esta época del año, y espero de corazón que siga así. Las tormentas por aquí tienden a ser un poco como las puestas de soclass="underline" muy espectaculares y llamativas.

– Parece que conoces bien toda la zona.

– Sí, bueno, es que trabajé de marinero en un yate que estuvo anclado aquí durante un par de veranos. Eso fue mientras estudiaba en la universidad.

– ¡Qué suerte! Después de la desafortunada aventura con Oliver Hayward me condenaron a pasar las largas vacaciones recorriendo museos en la compañía de una tía mía.