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– Debería haberlo hecho -dijo, algo bruscamente.

– Oh, no; se portó maravillosamente. Hoy en día es muy difícil conocer a un verdadero caballero errante.

– No soy un caballero errante -la avisó.

– No se subestime. Siento que mi padre le pidiera que se ocupara de Kit; estaba segura de que se lo encargaría a Hollingworth.

– No me ha elegido por gusto; Hollingworth está es Escocia diezmando la población de faisanes, junto con los otros tres que hubiera elegido antes que a mí.

– Vaya faena.

– Yo pensé lo mismo -dijo secamente-. Pero no se crea que, por haberme hecho el loco en casa de su padre y haber accedido a llevarla hasta Londres, voy a dejar de hacer mi trabajo. Mañana a primera hora llevaré a cabo las instrucciones de su padre.

– A primera hora no podrá.

– Le aseguro que suelo levantarme muy temprano -especialmente si era para llevar a cabo aquel cometido, que deseaba terminar cuanto antes.

– Si quiere hablar con Kit a esas horas va a tener que conducir durante toda la noche, ya que está en Francia.

La miró sorprendido.

– ¿En Francia?

– Se marchó la semana pasada.

– ¿A qué parte de Francia? -preguntó Brodie.

– ¿Por qué no paramos ahí y lo hablamos mientras cenamos?

Él echó un vistazo al alegre café bar que abría las veinticuatro horas sin dar mucho crédito a sus palabras.

– ¿Bromea?

– No. Aquí sirven desayunos durante todo el día, y el desayuno es mi comida favorita -luego le sonrió con sarcasmo-. No estamos en Londres, Brodie, y si vamos a un restaurante propiamente dicho, teniendo en cuenta que son más de las nueve, nos recibirán con cajas destempladas.

Brodie se daba cuenta de que hacía mucho que a Emerald no le paraban los pies. Quizá fuera su padre el único que lo hacía, y así, empezó a comprender al cascarrabias de Carlisle. Si la había encerrado en aquel cuarto, sería por alguna razón justificada. Se veía que la chica era muy capaz de comportarse de un modo totalmente irresponsable y se había dado cuenta de que él era una pieza clave para poder escapar. Decidió poner fin a aquel disparate y, poniéndose lo más serio posible, se volvió hacia ella.

Se encontró con el rostro de Emmy Carlisle, de grandes ojos enmarcados por las cejas más preciosas que había visto nunca, una boca sensual y unos bucles que le adornaban las mejillas.

¿De qué color tenía el pelo? Cuando la había visto en la cañería, la luz del crepúsculo le había teñido el cabello de un tono rosado. De pronto sintió que necesitaba saberlo y encendió la luz. Lo tenía de color rojo, una mata de rizos cobrizos que brillaban alrededor de su rostro en la penumbra.

Por un momento los dos permanecieron en silencio, simplemente mirándose el uno al otro.

– Se ha hecho un arañazo en el cuello -dijo Brodie, rompiendo el silencio.

– Debe de haber sido cuando buscaba mis zapatos en el rosal -dijo al tiempo que se llevaba la mano al lugar donde se había arañado.

Brodie se desabrochó el cinturón y extendió el brazo para abrir la guantera y sacar el botiquín de primeros auxilios. Se produjo un momento de confusión cuando Tom le rozó el brazo de piel aterciopelada, color albaricoque por el sol del verano. Al incorporarse, el rostro de Emmy estaba justamente debajo del suyo; se fijó en sus ojos, protegidos por largas y sedosas pestañas y en que tenía los labios ligeramente entreabiertos, dejando ver unos blancos y menudos dientes. Durante una décima de segundo todo su cuerpo le pidió a gritos que besara aquellos labios. Y durante ese breve instante supo que ella estaba esperando que la besara y supo que habría sido algo muy especial.

Pero se contuvo, sabiendo que no hubiera sido lo más adecuado. No había llegado hasta la posición que tenía en ese momento para echarlo todo a perder por un instante de locura. Además, eso de que ella deseaba que la besara era una ridiculez; se iba a casar y, aunque su trabajo fuera impedirlo, ése no era uno de los mejores sistemas para hacerlo.

Abrió el botiquín con dedos algo temblorosos.

– Tome -rasgó un pequeño paquete que contenía una gasa antiséptica y se lo pasó a Emerald-. Es mejor que se lo limpie a que se lo toque.

Emmy echó hacia atrás la cabeza, dejando el cuello al descubierto.

– ¿Quiere hacérmelo, por favor, Brodie? Yo no me veo.

Debería haberle dicho que fuera al baño a hacérselo ella, pero, en lugar de eso, le agarró de la barbilla, sintiendo el calor de su piel bajo las yemas de los dedos, y le pasó la gasa por el arañazo. Brodie se alegró de que el olor del líquido que iba impregnado en la gasa cubriera el de su perfume. El perfume de las rosas era dulce y sus pétalos como el terciopelo, pero tenían espinas. Emerald Carlisle podría ser como una rosa, pero también era una fuente de problemas y contratiempos.

Por su parte, si era sincera consigo misma, se había sentido inquieta desde que Brodie encendió la luz del coche y la miró con esos ojos oscuros. Incluso un momento después, pensando que iba a besarla, el corazón pareció habérsele parado.

Se preguntó por qué no la habría besado. ¡Pero qué estupidez! ¿Es que se había olvidado ya de Kit? Una cosa era enamorar a Brodie y otra muy distinta animarle a que le hiciera el amor.

– Ya está bien -dijo con tono de eficiencia y arreglándose el pelo con los dedos.

Brodie pensó en ofrecerle su peine pero descartó la idea, pensando que le gustaba mucho cómo llevaba el pelo.

– ¿No lleva ningún peine escondido entre la ropa? -preguntó, fijándose momentáneamente en la parte de abajo del escote-. Sería una pena.

Aquella referencia velada al peculiar escondrijo de las medias y al espectáculo que había montado para ponérselas hizo que Emerald se sonrojase. ¡Dios mío, no se había puesto colorada desde que tenía seis años!

– Sí que lo tengo -mintió-. Pero me da vergüenza sacármelo.

– Mentirosa.

– ¿Está sugiriendo que no me da vergüenza o que no tengo un peine?

– Ambas cosas.

Emmy miró pensativa a Tom Brodie. Momentos antes le había llevado a su terreno y ella pensaba que tenía la situación controlada, pero de repente ya no estaba tan segura. Cometería un tremendo error si se le ocurría subestimar a aquel hombre.

– Venga, me muero de hambre -dijo Emerald, abriendo la puerta del coche.

Emmy se puso a comer un plato de huevos revueltos con beicon. Por su parte, Brodie se quitó la americana, se aflojó la corbata y se dispuso a hincarle el diente a unas chuletas de cordero con el mismo entusiasmo.

– Siento haberle causado tantos problemas, Brodie -dijo Emmy cuando terminó-. Pero no podía permitir que papá se saliera con la suya encerrándome en ese cuarto como si fuera una niña traviesa, ¿no cree?

Emerald tenía los codos apoyados sobre la mesa y la cara entre las manos. Brodie se fijó en que tenía los dedos largos y esbeltos y pecas en la nariz.

Hizo un esfuerzo para dejar de fijarse en su bellamente proporcionado rostro y se dispuso a seguir la conversación.

– Creo que lo ha dejado para muy tarde. Quizá si le hubiera dado un par de azotes de pequeña ahora no sería usted tan difícil.

Emmy hizo una mueca.

– El mes que viene cumplo veintitrés años y creo que soy lo suficientemente mayor como para tomar decisiones. ¿No le parece? -añadió al ver que él no respondía.

– En circunstancias normales podría ser -dijo con tacto-. Desgraciadamente, su dinero hace que nada pueda ser normal.

– ¡Mi dinero! -dijo con evidente disgusto-. Todo se reduce a eso. Me parece un tremendo egoísmo que una sola persona tenga tanto; quise donarlo cuando cumplí los veintiuno, pero Hollingworth no quiso ni oír hablar del tema.