– No haría eso…
– Por supuesto que sí. Pero no puedo perder dos días conduciendo hasta allí y dos para volver. Mañana tomaremos el primer vuelo a Marsella y al llegar al aeropuerto alquilaré un coche.
– Eres mucho más que un tipo fornido, Brodie -dijo con admiración.
Debería haberle sorprendido que se fijara en él cuando se suponía que estaba perdidamente enamorada de Fairfax. Entonces ¿por qué no lo estaba? De nuevo archivó aquel pensamiento junto con otros peculiares de aquel caso para examinarlos en otro momento.
– Pero hay un pequeño problema -añadió Emerald.
– Venga, sorpréndeme -soltó Brodie.
– Yo no vuelo.
– No esperaba que te salieran alas -comentó-. Tomaremos un avión de viajeros, de esos que tienen motores y todo lo demás.
– No, Brodie, yo no me monto en un avión aunque lleve motores. Me dan miedo y, en cuanto cierren la puerta del avión, me va a dar un ataque de histeria.
– No te creo.
Emmy le sonrió.
– ¿Quieres arriesgarte?
Brodie la contemplaba con un sentimiento parecido al odio. Si no la creía del todo tampoco deseaba subestimarla. Sospechaba que Emerald Carlisle era perfectamente capaz de ponerse histérica y paralizar el aeropuerto de Heathrow.
– No hay problema; tomaremos el tren.
– Oh.
– No te darán miedo también los trenes, ¿verdad? -preguntó.
Estuvo tentada; después de todo estaba el túnel del canal y hubiera sido mucho más fácil escapar de Brodie yendo en coche. Pero sabía cuándo tenía que ceder y lo hizo con gracia.
– No -dijo finalmente-. Me encantan los trenes.
Además, los trenes hacían paradas.
– Bien, entonces sólo nos queda una cosa por decidir -a lo que Emmy arqueó una de sus bellamente trazadas cejas-. ¿Vamos a dormir aquí o en mi casa? -y antes de que pudiera hacer objeciones añadió-. No pienso quitarte la vista de encima hasta que estemos seguros en el tren.
Cuando Emmy abrió la boca para contestarle, sonó el teléfono.
– Oh, Dios mío, ese debe de ser mi padre -dijo sin hacer ademán de contestarlo.
– Quizá debieras contestar y así se quedará tranquilo; debe de estar preocupado por ti.
Emmy se retiró el pelo de la cara.
– Está preocupado, de eso puedes estar seguro, pero sólo por el dinero.
– Es algo duro decir eso, ¿no? -dijo Brodie frunciendo el ceño-. En el fondo, lo único que quiere es lo mejor para ti.
– ¿Ah sí? -de pronto el teléfono dejó de sonar y por un momento los dos se quedaron mirándolo-. Me pregunto si será la primera vez que llama -dijo Emmy, inquieta.
– Probablemente no -aventuró Brodie-. Yo me imaginé que vendrías aquí a buscar el pasaporte, el dinero y algo de ropa. Creo que él es capaz de imaginarse lo mismo. ¿Pero acaso importa?
– Sí -contestó al sorprendido Brodie-. El contestador estaba puesto -le explicó-. Al entrar rebobiné la cinta para escuchar los mensajes y un par de veces habían colgado sin dejar ninguno; ése podría haber sido mi padre. Pero se me ha olvidado ponerlo de nuevo y ahora sabrá que he estado en casa.
– Hoy no es tu día.
Lo miró, recordando ese instante cuando sus miradas se habían encontrado a espaldas de su padre y el momento cuando había estado a punto de besarla dentro del coche.
– No ha estado del todo mal.
– Bueno, sea como sea, es hora de escoger el mal menor, Emmy. Podemos quedarnos aquí y esperar a que aparezca tu padre, o puedes venir conmigo.
– No hay elección; vayámonos -dijo mirándolo a los ojos.
Agarró la bolsa y fue hacia la puerta; al menos aún tendría un taxi esperándola.
Brodie la agarró por el cinturón, obligándola a detenerse.
– Creo que me quedaría más tranquilo si me entregaras tu pasaporte -le dijo.
Emmy puso mala cara.
– Qué aburrido eres, Brodie; estás en todo.
– No es mi trabajo divertirte y, si estuviera en todo, no te habrías escapado con mi coche.
– Total, para lo que me ha servido… Eres demasiado listo para mí.
No se dejó engañar por sus halagos.
– Pensé que te ibas a portar bien.
– Y voy a hacerlo.
– Entonces no te hace falta el pasaporte, ¿verdad? -Emmy se dio cuenta de que no podía con él-. ¿Te ayudaría saber que he despedido el taxi que pediste?
Emerald se encogió de hombros con resignación; sacó el pasaporte del bolso de mano y se lo entregó de mala gana.
Le haría creer que había ganado la guerra; pero una vez en Francia no necesitaría el pasaporte para nada. No iba a vigilarla todo el tiempo, ¿no?
Brodie sonrió con ironía; de momento la tenía controlada, pero no se hacía ilusiones. Una vez en Francia, tendría que vigilar a Emerald Carlisle de cerca. Afortunadamente, eso no le resultaría desagradable.
El piso de Brodie no era del mismo tipo que el de Emerald. Vivía en una buhardilla remodelada al lado del Támesis que no estaba de moda. No tenía portero, ni las paredes del ascensor forradas de maderas exóticas; la verdad era que se llegaba a él por un montacargas que hubiera podido cargar con el BMW de Brodie sin dificultad.
Pero era muy amplio y dé altos techos, y el suelo era todo de brillante parqué, cubierto de hermosas alfombras africanas en vivos colores. El poco mobiliario que había era antiguo y confortable.
Las paredes de ladrillo pintadas de blanco constituían el marco perfecto para una sorprendente colección de cuadros realizados por jóvenes talentos y adquiridos antes de hacerse famosos y alcanzar precios impensables para alguien como Brodie.
Emmy se quedó en el centro, mirándolo todo.
– Me encanta este lugar -dijo finalmente-… Tienes buen ojo para los cuadros. ¿Puedo echar un vistazo?
– Claro. Pero te aviso, he cerrado la puerta de entrada con llave y voy a llevarme la llave a la ducha.
Se dio la vuelta.
– ¿En serio? -lo miró de arriba abajo con rapidez-. Me gustaría saber dónde te la vas a guardar.
– ¿En la jabonera? -sugirió.
– No seas aburrido, Brodie; no voy a escaparme, te lo he prometido.
– Es cierto… Y mientras ves la cocina puedes preparar un té si te apetece.
– ¿De verdad quieres que haga té? ¿O es sólo una manera de mantenerme entretenida para que no me meta en líos?
– Sé que tu capacidad de hacer travesuras es superior a todo eso -dijo con cinismo.
No esperó a que le respondiera pues no estaba de humor para escucharla. Estaba bastante cansado y de pronto se sintió irritable.
«Encima voy a tener que cederle mi cama», pensó al contemplar la amplia y confortable cama.
La idea apareció espontáneamente en su cabeza, atormentándolo con la imagen de un par de largas y esbeltas piernas, de unos ojos brillantes y risueños y de unos labios que tentarían a un santo. Desechó aquello sin piedad.
Se quitó el traje y entró en un ropero lleno de trajes caros, pero recordó que hubo un tiempo en el que sólo tenía uno.
Quizá debería haberse buscado una heredera con un padre que prefiriera pagar una fortuna antes que ver a su hija casada con el hijo de un minero. Claro que había pocas herederas como Emerald Carlisle.
Se desnudó del todo y se metió bajo el chorro de agua caliente de la ducha; mientras se enjabonaba se puso a pensar en cuántos trucos más tendría la señorita Carlisle escondidos bajo la manga.
También recordó la espesa mata de bucles rojos y un par de ojos verdes de lo más encantador que había visto en su vida. Había algo en lo que estaba totalmente de acuerdo con Gerald Carlisle, y era que no iba a permitir que se casara con cualquier gandul que se hacía llamar pintor y que le había echado un ojo a su dinero.
Agarró la toalla y se la enrolló a la cintura, pero al ir hacia la habitación el teléfono supletorio de la mesilla de noche sonó ligeramente. Parecía que Emerald había tomado confianza rápidamente.