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Wade reparó en su aspecto nervioso. Se le ocurrió que quizás le tenía miedo y eso le hizo sentirse mejor. Quería que siempre recordara el daño terrible que le había ocasionado. Pero querer algo y conseguirlo son dos cosas diferentes. Leigh se había encargado de enseñárselo hacía muchos años.

– No los he hecho mucho -dijo él refiriéndose a los filetes-. Me pareció lo más seguro.

– Así es como me gustan a mí.

Leigh se llevó a la boca un pedazo de carne decidida a librarse de la sensación de incomodidad e inquietud que la invadía. Hacía mucho tiempo, Wade había conseguido que se mostrara abierta e incluso locuaz, pero aquellos tiempos sólo existían en el recuerdo.

– ¿Qué tal está la carne? Puedo pasarla un poco más si no te gusta tan cruda.

– No es necesario. Está deliciosa -dijo ella sin levantar la vista de su plato.

Wade pensó que todavía era muy hermosa. No le gustaba pensar de aquel modo, pero tampoco podía evitarlo. Incluso sin arreglar era mucho más atractiva que cualquiera de las mujeres que conocía en Nueva York. Había albergado la esperanza secreta de que se hubiera casado y perdido su atractivo con los niños y la vida de pueblo, pero su esperanza había sido vana. Si la hubiera visto por primera vez habría quedado cautivado por sus encantos de la misma manera que hacía doce años. Lo que sí había cambiado era que él era más maduro y no estaba dispuesto a sucumbir ante su belleza.

Leigh cortó otro trozo de carne antes de atreverse a levantar los ojos hacia Wade. Sus miradas se encontraron. Leigh no había podido olvidar aquella mirada de admiración. A los diecisiete años, Wade ya la veía como una mujer. A Leigh sólo le costó un segundo notar la diferencia. Los ojos de Wade ya no reían sino que eran duros y desconfiados.

– Nunca me hubiera imaginado que mi madre y tú fuerais amigas.

– Ena era una mujer maravillosa. Nos hicimos amigas hace unos cinco años cuando ella se cayó y se fracturó una pierna. Tenía problemas para moverse y yo venía de vez en cuando para traerle los pedidos de la tienda.

Había mucho más que decir, pero no quería desvelar todos sus secretos. Leigh había necesitado una amiga íntima. Todas las mujeres de su edad estaban casadas y tenían niños y no soportaba las conversaciones interminables sobre pañales y dientes que salían. Leigh deseaba tener niños algún día, pero le parecía algo poco probable ya que no había nadie en Kinley con quien quisiera casarse.

– Fuiste muy amable -comentó Wade, preguntándose qué la habría motivado a hacerlo.

Ena no tenía dinero por lo que no podía pensar en una recompensa económica. Wade tampoco era rico, pero había invertido su dinero con inteligencia lo que le permitía vivir razonablemente bien y mandarle a su madre un cheque mensual para mejorar sus ingresos.

– No fue ninguna molestia -protestó ella-. Siempre voy andando a la tienda y la casa de tu madre no me pillaba lejos. Para mí era encantadora. Cuando la pierna sanó, continué viniendo un par de veces por semana sólo para charlar.

– Nunca me lo dijo. Claro que sabía que no quería saber nada de ti.

Wade quiso abofetearse. No había sido su intención dejar que Leigh supiera lo mucho que le había herido. No deseaba que Leigh creyera que su traición seguía siendo importante al cabo de tanto tiempo.

Wade tomó un sorbo de vino mientras ella tamborileaba los dedos sobre la mesa en un gesto nervioso. No podían evitar el tema de su comportamiento desleal indefinidamente, pero no se encontraba preparada para discutirlo. Las razones que Wade hubiera podido imaginar durante doce años no podían ser un tema de conversación adecuado para su reencuentro.

– ¿Por qué te has quedado en Kinley trabajando en el almacén? -preguntó él, cambiando bruscamente de conversación.

Leigh se había preparado para todo excepto para aquella pregunta. Había dejado de pintar poco después de que Wade se fuera de la ciudad y cualquier esperanza que hubiera alentado de llegar a ser artista había muerto con su padre.

Todavía le dolía cuando pensaba en lo que podía haber sido.

– Las cosas no salieron como yo había previsto. Fui a la escuela superior, pero mi padre murió cuando me encontraba en mi segundo curso. Mi madre estaba demasiado abrumada como para encargarse de los negocios así que decidí volver y llevar la tienda.

– ¿Y qué hay de Ashley y Drew? ¿Por qué tenías que hacerte cargo tú y no ellos? -preguntó él mientras la miraba con los párpados entreabiertos.

– Era lo lógico. Ashley acababa de tener un bebé y Drew tenía diecisiete años y estaba recién admitido en «La Ciudadela» -dijo Leigh, refiriéndose a la escuela militar de Charleston-. Mis padres soñaban con que Drew se hiciera militar, de modo que la responsabilidad recayó sobre mí. Tuve que hacerlo por la familia.

Wade se daba cuenta de que Leigh había omitido partes muy sustanciales de la historia. Era curioso, pero no le satisfacía que ella no hubiera conseguido lo que esperaba de la vida. Tenía la impresión de que sus padres la habían obligado a renunciar a su propio futuro para que su hermano pudiera tener el suyo. No le extrañaba porque las consideraba tan sexista como estrechos de miras.

– ¿Te importó mucho? -preguntó.

– ¿Por qué habría tenido que importarme? -replicó ella, encogiéndose de hombros-. Era necesaria en el almacén.

– ¿Me equivoco al suponer que las cosas no le fueron bien a Drew en la academia militar?

– No pasó al ejército. Le desengañó la estricta disciplina militar y regresó en cuanto se graduó.

– ¿Sigues pintando? -inquirió él, aunque sabía que la respuesta iba a ser negativa.

Leigh había estado esperando aquella pregunta. ¿Cómo habría podido olvidarse de hacerla? Hacía mucho tiempo que sus cuadros y sus sueños estaban guardados en un trastero de su casa.

– No. Pero hablemos de ti. Cuéntame cómo te convertiste en escritor.

Aunque Wade se había dado cuenta de que el tema de la pintura era una herida abierta para ella, decidió no presionarla. Se sirvió un poco de vino antes de contestar.

– No hay mucho que contar. Después de irme de aquí, me dirigí al norte y trabajé en la construcción. No había mucho más donde poder elegir sin el diploma de graduación. Trabajé muy duro, pero mi mente se aburría. Empecé a leer en mi tiempo libre. Leí mucho robándole horas al sueño. Entonces, una noche tomé unas hojas y comencé a escribir. No pasó mucho tiempo antes de que llenara el cuarto donde vivía con mis escritos.

– ¿Y qué pasó entonces?

Leigh, más que ninguna otra persona, sentía en su propia carne el proceso creativo de Wade. Él se tomó su tiempo para responder. No veía la razón de contarle su historia. Pero Leigh lo miraba con sus ojos violetas muy abiertos y los labios húmedos y expectantes. Sintió el impulso desesperado de besarla a pesar de que sabía de sobra la clase de mujer que era. Decidió concluir su historia.

– Nunca pensé que mis escritos fueran publicables, pero una amiga mía se quedó a dormir una noche y leyó algo. Conocía a un editor y me animó a que se lo mandara. Al poco tiempo me enteré que había sido publicado por una editorial pequeña.

Era la versión abreviada de lo sucedido. Había abandonado Kinley con la confianza en sí mismo bastante maltrecha. Quizá nunca hubiera llegado a ningún sitio de no ser por la mujer que acababa de mencionar. Había conocido a Kim Dillinger en Nueva York. Ella era todo lo que cualquier otro hombre podría haber soñado, una persona inteligente, atractiva, divertida y cariñosa. Pero Wade no podía haber amado a nadie sino a Leigh. Kim se dio cuenta de que no tenía la menor oportunidad desde el principio, aunque eso no había impedido que lo animara y lo convenciera para mudarse a Manhattan por las ventajas que representaba para su carrera.

– ¿Y subiste por ti mismo hasta la cima?

A Leigh le habría gustado saber qué clase de relación le había unido con aquella mujer. A pesar de los años transcurridos, todavía le dolía imaginárselo en los brazos de otra.