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– Casi, casi -le corrigió él, sintiendo el orgullo de quien ha dejado atrás los malos tiempos-. Desde hace algunos pocos años, mis novelas han tenido un relativo éxito. Hay un editor de los importantes que está interesado en lo próximo que escriba. Pero tengo que escribirlo. No es nada que se haga chasqueando los dedos. Tendré que trabajar y luego hará falta que le guste.

Leigh lo miró como si lo viera por primera vez desde que había vuelto a Kinley y Wade se detuvo pensando que había hablado demasiado. De repente, Leigh evaluaba los cambios que se habían producido en él. La piel y el pelo eran los mismos, pero todo lo demás era diferente. Su pecho se había ensanchado, su cuerpo era más rotundo y la línea de su mandíbula más acusada. Wade había dejado de ser el muchacho esbelto que ella había conocido para convertirse en un hombre.

– Has cambiado.

– Haces que suene como si fuera algo malo. Si no recuerdo mal, yo era un gamberro que sólo pensaba en divertirse. Ahora soy un profesional respetado que no hace nada más peligroso que conducir demasiado rápido o intentar aparcar sin echar monedas en el parquímetro.

Leigh estuvo a punto de protestar. Ella siempre le había considerado algo más que un simple gamberro. Lo recordaba como un muchacho lleno de buen humor contagioso. Nunca se había sentido más viva que cuando estaba a su lado. Al final, se limitó a encogerse de hombros.

– No lo decía como algo peyorativo. Sólo me refería a que nunca pensé que acabarías siendo escritor.

– Pero te lo hace un poco más fácil, ¿no es cierto? -dijo él, dejando escapar toda la amargura que había estado conteniendo.

– No te comprendo -repuso ella, pensando que no le gustaba el brillo que había aparecido en sus ojos.

– Hablo de ti y de mí. De aquí y de ahora. Incluso tu padre no hubiera puesto reparos a que cenaras con un escritor de prestigio -masculló Wade, sintiendo que podía llegar a odiarla.

Leigh advirtió el dolor que se camuflaba tras su agresividad y sintió que su corazón desfallecería. Quería decirle que nunca se había avergonzado de él, que sólo había sido una adolescente tonta que le tenía un miedo mortal a su padre.

– Te ha ido bien, Wade. Te has abierto camino por ti mismo y eso me alegra.

Wade arrugó la frente con tanta intensidad que ella podía ver la vena que el palpitaba en la sien. Hizo un esfuerzo para recordarse a sí mismo que no podía fiarse de nada de lo que ella dijera. Consiguió dominar su amargura y se puso en pie.

– No me opondré si quieres ayudarme con los platos.

Wade daba por zanjada la discusión. Leigh permaneció sentada un minuto antes de seguirle a la cocina.

Media hora después, Leigh acariciaba con devoción el mantel de encaje que Ena le había dejado con los ojos llenos de lágrimas. Wade la observaba en silencio sin poder explicarse aquella reacción. Su madre había guardado el tapete durante treinta años. No le parecía el tipo de objeto que alguien pudiera llegar a querer.

– ¿De verdad quería que me lo quedara?

Wade asintió fascinado. Consideraba a Leigh un camaleón que podía cambiar de la ternura a la traición en menos de lo que se tardaba en guiñar un ojo.

– No lo entiendo -dijo al fin.

– Era una de sus posesiones más preciadas. Tu abuela se la dejó en herencia. Cuando lo ponía en la mesa siempre pensaba en Texas, vuestro hogar.

– ¿Por qué te lo ha dejado a ti?

– Porque le dije que me parecía muy hermoso. Pero no es eso lo que me conmueve. Significa tanto para mí por lo mucho que significaba para tu madre.

– ¿De verdad? Me sorprendes. No puedo creer que alguien pudiera significar mucho para ti, Leigh.

Sin embargo, fue él el sorprendido por el tono suave en que había hablado, sin amargura ni reproches. Leigh supo instintivamente que preguntaba si había habido otro hombre en su vida. Podía haberle hablado del estudiante de económicas que había conocido en la universidad o el vendedor ambulante que había intentando establecerse en Kinley sin éxito. La verdad era que no había vuelto a sentir lo mismo que en las noches prohibidas de su juventud. Dobló cuidadosamente el tapete y lo dejó sobre su regazo.

– Ya conoces la vida de una ciudad tan pequeña, Wade. Una de dos, o te casas con el vecino de al lado o no te casas.

– ¿Nunca te has sentido tentada?

– No creo en el matrimonio por el matrimonio. Siempre me he dicho que me casaría por amor o no lo haría nunca. Ya ves que no me he casado, y ahora, ¿podemos cambiar de tema, por favor?

A Wade se le pasó por la imaginación que podía haberse casado con él. Sus labios se apretaron en una línea recta. Todavía le dolía oírla decir que no se había casado porque no había querido a nadie lo suficiente y eso le incluía a él mismo. Le parecía que eso hacía que el muchacho que había sido pareciera aún más idiota.

– ¿Te molesta hablar de amor?

Estaban sentados en el suelo del dormitorio de Ena rodeados de paquetes y de cajas. Wade se apoyó en la cama y su movimiento atrajo la atención de Leigh. Pensó que era un lugar extraño para mantener aquella conversación.

– No puedo recordar ningún momento en que hayas utilizado la palabra amor libremente.

– No, claro que no me molesta -replicó ella, sabiendo que se refería a la última noche que habían pasado juntos-. Pero, ¿qué me dices sobre ti? ¿Ha habido muchas mujeres en tu vida? ¿Nunca has tenido tentaciones de casarte?

La sombra de una sonrisa apareció en los labios de Wade mientras se acariciaba la barbilla. Tenía las manos de un artista con dedos largos y gráciles. Sopesó un momento la posibilidad de ser sincero, pero optó por darle una evasiva.

– Son preguntas muy diferentes. Sí, ha habido muchas mujeres en mi vida. Y no, nunca he tenido la tentación de casarme con ninguna. No creo que quiera volver a casarme alguna vez.

La última frase, llena de cinismo y amargura, hizo que Leigh se diera cuenta de que el hombre joven que había amado se había ido para siempre dejando en su lugar a un extraño a quien no conocía en absoluto.

– Ya no te conozco, Wade. Ni siquiera sé por qué me has invitado a cenar.

Hubo un silencio tan largo que Leigh pensó que jamás contestaría a la pregunta que había estado haciéndose durante todo el día. La verdad era que él tampoco lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que su cuerpo no escuchaba a su mente. Todo había terminado hacía mucho tiempo, pero todavía podía sentir un fuego en las entrañas cada vez que la miraba. Sólo podía pensar en quitarle la camiseta y los vaqueros y arrojarse con ella sobre la cama deshecha. Notó que su masculinidad se excitaba ante la mera idea.

– Quizá quise volver a escribir el pasado. O quizá sólo quise darte las cosas que mi madre te dejó. Tal vez lo único que sucedió es que no pude evitarlo.

Leigh tragó saliva e intentó decidir cuál era la verdadera razón, pero estaba confusa. ¿Era posible que todavía ardiera en ellos el viejo deseo?

¿Acaso deseaba saborear su boca cuando la miraba? Cerró los ojos porque era precisamente eso lo que ella temía.

– Me cuesta trabajo creerlo. Me parece que te has convertido en un hombre que domina perfectamente sus emociones.

Estaban a menos de treinta centímetros el uno del otro. Wade se inclinó hacia ella lentamente. Nunca había usado colonia. Leigh olió ávidamente el aroma limpio y masculino que siempre le había gustado. Podía sentir su aliento en las mejillas.

– Entonces, dime por qué quiero besarte.

– ¿Por los viejos tiempos?

Sin darse cuenta, Leigh se pasó la lengua por los labios. Wade la vio y no pudo seguir resistiendo.

La estrechó entre sus brazos mientras sus bocas se unían como si nunca se hubieran separado. Leigh cerró los ojos para saborear la dulzura de sus besos en toda su intensidad. Ningún otro hombre había sido capaz de hacerle sentir que se elevaba sobre el mundo al besarla. Los labios de Wade se movieron incitantes sobre los suyos, pero no tenía que esforzarse para provocar su respuesta. Abrió la boca en una invitación flagrante y Wade profundizó el beso acariciando las profundidades aterciopeladas de su interior.